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Arack, artero por naturaleza, se ocupó de que las confrontaciones preliminares fueran livianas, incluso cómicas. Había reunido para la ocasión a unos enanos gully y, tras darles armas auténticas que no sabían utilizar, los envió a la plataforma. Sus evoluciones deleitaron a la concurrencia, que rió hasta las lágrimas al verlos tropezar con sus propias espadas, acometer a sus rivales en agresivos estoques o dar media vuelta y emprender, despavoridos, la huida. Como cabía esperar, sin embargo, la audiencia no disfrutó tanto de la farsa como los enanos mismos, quienes acabaron abandonando sus fútiles pertrechos a fin de enzarzarse en una batalla en el fango. Hubo que separarlos por la fuerza y arrastrarlos al subterráneo.

El gentío aplaudió, pero pronto empezó a patear en una impaciente, aunque jocosa, demanda de la atracción principal. Arack permitió que sus protestas se prolongaran durante unos minutos ya que, acostumbrado al espectáculo, sabía que así se caldearían los ánimos. Y acertó. Al poco rato las gradas vibraban bajo el peso de aquella muchedumbre que gritaba, jaleaba a unos actores aún invisibles y cantaba desaforada.

Fue este el motivo de que nadie reparara en el primer temblor de tierra. Caramon, en cambio, sí lo sintió, con tal intensidad que se le hizo un nudo en el estómago al constatar que el suelo rugía bajo sus pies. Lo asaltó el miedo, no a la muerte, sino a que le sobreviniera antes de cumplir su objetivo. Dirigiendo una anhelante mirada al cielo, trató de evocar todas las leyendas que había oído contar sobre el Cataclismo. Había de producirse, a tenor de tales relatos, a media tarde, mas una serie de terremotos, erupciones volcánicas y desastres naturales, que se manifestarían en toda la superficie de Krynn, precederían al estallido de la montaña ígnea. Cuando eso sucediera la ciudad de Istar se hundiría, sin remedio, en simas abismales; y el océano se apresuraría a cerrarse sobre ella.

El guerrero visualizó el naufragio de la malhadada urbe, los restos de su esplendor tal como los descubriera, en un pasado que ahora era futuro por haber retrocedido en el tiempo, al quedar atrapada la nave en la que viajaba en el remolino del Mar Sangriento. Los elfos acuáticos los habían rescatado entonces, pero no había salvación posible para los actuales moradores de Istar. Una vez más, vislumbró con el pensamiento los torturados edificios. Su alma sufrió un espasmo de terror, y comprendió que se había obstinado en conjurar tal imagen en las últimas semanas.

«Nunca creí que fuera a suceder. Me restan unas horas, muy pocas. ¡Tengo que salir de aquí y encontrar a Raistlin!», se confesó, tan tembloroso como la tierra.

Se apaciguó al recordar a su hermano, consciente de que éste lo aguardaba. Lo necesitaba, a él o a un guerrero adiestrado, de modo que le sobraba tiempo para vencer y darle alcance o, por el contrario, para perder y ser sustituido.

Fortaleció esta convicción el hecho de que, tan súbitamente como se había iniciado, cesó el retumbo en el subsuelo. Aliviado, oyó cómo Arack anunciaba en el centro de la arena el combate decisivo.

—Damas y caballeros, estos combatientes antes luchaban formando equipo, el mejor que hemos podido contemplar durante años —vociferó el enano—. En numerosas ocasiones arriesgaron sus vidas para salvar al compañero, todos habéis asistido a sus demostraciones de amistad. Pero hoy son enconados enemigos, querido público, pues cuando la libertad, la riqueza o el orgullo del triunfo están en juego, el amor queda relegado a un segundo plano. Cada uno de ellos pondrá sus habilidades al servicio de la supervivencia, así será como han de enfrentarse Kiiri, la Nereida, Pheragas de Ergoth, Caramon, el Vencedor y el Minotauro Rojo. Ninguno abandonará la arena si no es con los pies por delante.

Los presentes prorrumpieron en vítores ya que, aunque sabían que se trataba de una mera representación, querían imbuirse de su falaz autenticidad. Arreciaron las aclamaciones al aparecer en escena el minotauro con su faz animal tan desdeñosa como de costumbre. Kiiri y Pheragas espiaron su tridente y, en una reacción instintiva, los dedos de la mujer se cerraron en torno a la empuñadura de su daga.

Un nuevo temblor sacudió la tierra. Caramon lo percibió, mas no pudo cavilar sobre el fenómeno porque Arack había pronunciado su nombre y tuvo que saltar a la arena.

Tasslehoff notó los primeros temblores y, al principio, creyó que eran tan sólo fruto de su imaginación, del temor a la ira invisible que se desplegaba sobre sus cabezas. No obstante, vio ondear las cortinas y constató que había llegado la hora de la verdad.

«¡Activa el ingenio!», le ordenó una voz en su cerebro. Trémulas las manos, fijos los ojos en el colgante, el kender repitió las instrucciones.

—Veamos —recapituló—. «Tu tiempo tuyo es…», así que he de volver la faceta plana hacia mí. «Aunque viajes por él…», significa que he de mover una pieza de derecha a izquierda, supongo que ésta. Bien, sigamos. «Verás sus esferas, el camino…», se refiere a la placa que debo doblar sobre sí misma para formar dos discos comunicados por cilindros… ¡Funciona, la parte posterior cede! —Tras una breve pausa continuó, muy excitado—. «En su eterno torbellino…» alude a la operación de hacer girar la base en sentido contrario a las manecillas del reloj, y «no obstruyas su fluir…» a la necesidad de que la cadena no se enrede. ¿Cómo lograrlo? Ya lo tengo, el colgante ha de rotar de abajo hacia arriba. Exacto, vamos a por el próximo versículo. «Aferra firme el final y el comienzo…» es una señal clara, sujetaré los discos en sus extremos. «Dales la vuelta sobre su centro…», eso es fácil, «y lo que está suelto podrás unir…». ¿De qué modo? Ya lo entiendo, la cadena se enrolla alrededor del cuerpo principal. ¡Es fantástico, todo se acopla tal como describen las indicaciones de Raistlin! La última rezaba: «Sobre tu cabeza descansa el porvenir», de modo que alzaré el objeto y… ¡Un momento, algo no encaja! He cometido un error, esto no debería ocurrir.

Una diminuta pieza se había desprendido del artefacto, golpeando a Tas en la nariz. Sucedió a ésta otra, y otra más, hasta que el desazonado kender se halló bajo una lluvia de gemas multicolores.

Escudriñó el arcano ingenio que tenía suspendido en el aire y, desconcertado, se afanó en manipular sus moldeables fragmentos. Esta vez la fina lluvia se convirtió en un auténtico chaparrón de alhajas, que cayeron al suelo en un sonoro repiqueteo.

El kender no abrigaba una total certeza, pero estaba persuadido de que no era éste el resultado correcto. «De todos modos, con las zarandajas de los magos nunca se sabe», se dijo. Apaciguado por tal reflexión, contuvo el resuello y esperó que surgiera la luz.

De pronto, el suelo se encrespó, abultándose en una sólida ola que le hizo perder el equilibrio. Tan violento fue el embate, que el hombrecillo salió despedido entre los cortinajes y aterrizó, de bruces, delante del Príncipe de los Sacerdotes. No obstante, y contra todo pronóstico, el mandatario no se percató de nada, no vio su rostro ceniciento. Estaba demasiado absorto en la contemplación de su entorno, en examinar con embeleso el revoloteo de sus propios ropajes y las resquebrajaduras que surcaban el marmóreo altar. Sonriendo para sus adentros, envuelto en una egregia serenidad hija de su convicción de hallarse frente a una muestra de la aquiescencia de los dioses a sus demandas, se alejó de la maltrecha ara para recorrer la nave central, entre los oscilantes bancos, y encaminarse a la parte del Templo donde estaban situadas sus dependencias.

—¡No! —gimió Tas, perdido el control del artilugio mágico.