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En aquel momento, los tubos que ensamblaban los dos extremos del cetro se separaron en sus manos y la cadena se deslizó de sus dedos. Despacio, temblando al ritmo del suelo sobre el que todavía yacía, se puso en pie a duras penas. En su palma sujetaba las piezas rotas del ingenio.

—¿Qué he hecho mal? —se desesperó—. He seguido las instrucciones de Raistlin con perfecta meticulosidad.

Y entonces lo comprendió todo. Las lágrimas, que asomarón a sus ojos sin que atinara a contenerlas, nublaron las fragmentadas partes del objeto.

—Fue tan amable conmigo —balbuceó—. Me hizo repetir los versos una vez y otra, según él para asegurarse de que no me equivocaría.

Entrecerró los párpados, deseoso de hallar, cuando los levantara de nuevo, los vestigios de una pesadilla. Lo hizo, mas no fue así.

—Aprendí las instrucciones correctamente —insistió—. ¡He caído en su trampa, su intención era que lo desarticulase! ¿Y por qué? ¿Acaso pretende dejarnos atrapados en el pasado, causar nuestra muerte? No puede ser, los magos de la Torre afirmaron que necesita a Crysania. Claro, ella es la clave.

Giró sobre sus talones y llamó a la sacerdotisa, sin obtener respuesta. Perdida la mirada en el infinito, inmóvil a pesar de las sacudidas que agitaban sus rodillas puestas en tierra, Crysania exhibía en sus ojos un fulgor fantasmal, interno. Tenía las manos enlazadas como si rezase, pero la manera en que se apretaban una contra otra, tanto que los dedos habían adquirido un tono purpúreo y los nudillos se habían tornado blancos, denotaba que no era tal la actividad a la que estaba entregada.

Un quedo aliento escapaba entre sus dientes, si bien el kender nada podía oír de lo que murmuraba.

Introduciéndose tras los cortinajes, Tas recogió algunas de las gemas esparcidas del ingenio antes de volver al altar y, una vez allí, recuperar la cadena, que estaba a punto de desaparecer en una fisura del suelo. Lo embutió todo en su saquillo, cerró éste a conciencia y, tras dar una última ojeada, se aproximó al lugar de la cripta donde se hallaba la eclesiástica.

—Crysania —susurró. Detestaba molestarla, pero la situación era crítica.— ¿Crysania? —repitió a la vez que se plantaba frente a ella, pues era evidente que todavía no se había percatado de que tenía compañía. Como no reaccionaba, el kender optó por leer el movimiento de sus labios y averiguar así el motivo de su ensimismamiento.

—Me ha sido revelado su error —mascullaba—, ahora sé que quizá los dioses me otorgarán un día lo que a él le han negado.

Respiró hondo y bajó la cabeza, antes de añadir:

—¡Gracias, Paladine!

El kender la oyó entonar un fervoroso cántico y, sin apenas intervalo, la sacerdotisa se incorporó. Tras observar sorprendida los objetos de la cripta, que pululaban en una mortífera danza, sus ojos se fijaron en el vacío, por encima de Tas.

—¡Crysania! —vociferó éste, tirando ahora de sus albas vestiduras—. Crysania, escúchame. He roto el único instrumento que había de permitirnos volver. Una vez destruí uno de los Orbes de los Dragones, pero lo hice a propósito mientras que, con el ingenio, no sé que ha podido fallar. ¡Pobre Caramon! Tienes que ayudarme, si tú se lo pides, Raistlin accederá a recomponerlo.

La sacerdotisa miró a Tasslehoff con la expresión de quien es abordado por un extraño en plena calle.

—¡Raistlin! —coreó, desprendiendo de su atavío los dedos del kender—. Trató de decírmelo, pero yo no le hice caso. No importa, al fin conozco la verdad.

Apartó de su lado al atónito kender y, tras recoger los pliegues de su túnica para no tropezar, echó a correr por el pasillo central sin volver la mirada. El Templo se bamboleaba sobre sus cimientos.

Cuando Caramon empezó a ascender los peldaños que conducían a la arena, Raag deshizo las ataduras de sus muñecas. Flexionando sus entumecidos dedos, el gladiador siguió a Kiiri, Pheragas y el Minotauro Rojo a la plataforma para, bajo una lluvia de aclamaciones, situarse entre los que fueran sus amigos. Miró al cielo donde, sobrepasado su cénit, el sol iniciaba su lento recorrido hacia el ocaso, un ocaso que los habitantes de Istar nunca contemplarían.

Al pensar en el funesto destino de la ciudad, y en que no vería de nuevo los rojizos rayos del astro recortando el perfil de una almena, fundiéndose en el azul del mar o iluminando las copas de los vallenwoods, afloraron las lágrimas a sus ojos. No lloraba tanto por sí mismo como por la suerte de sus compañeros, que debían perecer esta tarde, o por los centenares de inocentes que sucumbirían sin comprender el motivo.

También dedicó sus sollozos al hermano que en un tiempo amase, no al Raistlin actual, sino a un ser entrañable que había perdido años atrás.

—Kiiri, Pheragas —murmuró mientras el minotauro avanzaba unos pasos para recibir las ovaciones del público—, ignoro qué ha podido contaros el mago, pero os aseguro que yo nunca os traicioné.

Kiiri no se dignó mirarle, se limitó a torcer el labio en aquella mueca tan particular. Pheragas, por su parte, lo espió de manera soslayada y, al percibir los riachuelos que surcaban las mejillas del guerrero, vaciló antes de darle la espalda.

—Me tiene sin cuidado que me creáis o no —continuó el musculoso humano—, podéis mataros por la posesión de la llave si es eso lo que queréis. Yo buscaré la libertad valiéndome de mis propios medios.

Ahora sí, ahora la mujer lo examinó con la perplejidad dibujada en sus rasgos. La muchedumbre se había puesto en pie y aclamaba al minotauro, que caminaba por la arena blandiendo el tridente sobre la testa.

—¡Estás loco! —imprecó la nereida al hombretón, sin alzar la voz más de lo imprescindible. Desvió la vista hacia Raag cuyo cuerpo, enorme y macilento, obstruía la única salida.

Caramon la imitó imperturbable, sin mudar la expresión.

—Nuestras armas son auténticas —intervino Pheragas—, la tuya no.

El guerrero asintió, mas se abstuvo de pronunciar una palabra.

—Has de avenirte a razones —lo reprendió Kiiri—. Te ayudaremos a fingir que estás herido, ninguno de nosotros creyó en el nigromante aunque, debes admitirlo, resultaba sospechoso tu empeño en ahuyentarnos de la ciudad. Por un momento pensamos, como él afirmó, que pretendías hacerte con el triunfo, pero hemos cambiado de idea. Te sugiero que en cuanto empiece el combate te arrojes al suelo y te dejes llevar al interior. Nos las arreglaremos para que escapes esta misma noche.

—Esta noche Istar habrá cesado de existir, junto a todos sus moradores —persistió el gladiador—. El tiempo apremia. No puedo explicároslo, sólo os ruego que no intentéis detenerme.

Pheragas separó los labios, presto a hablar, pero se lo impidió un nuevo temblor de tierra, éste más violento.

Todos los presentes lo sintieron, era imposible no hacerlo. La plataforma se tambaleó sobre su entramado, los puentes de los pozos se resquebrajaron y el suelo se combó con tal fuerza que a punto estuvo de lanzar al minotauro por los aires. Kiiri se aferró a Caramon, mientras Pheragas trataba de apuntalar sus piernas como un navegante en la cubierta de su zarandeado galeote. La muchedumbre de las gradas se inmovilizó al percibir el balanceo de sus asientos, gritando unos al oír los crujidos de la madera y permaneciendo otros de pie, mudos. Pero el rugido de la naturaleza se mitigó al instante.

Sucedió al caos un silencio ominoso. Al guerrero se le erizó el cabello, se le puso la piel de gallina al comprobar que los pájaros no cantaban, ni ladraban los perros. En medio de la tensa quietud, una voz interior lo conminaba a huir sin demora.

Tomó una determinación. Sus amigos ya no importaban, todo carecía de sentido. Sólo abrigaba un propósito: matar a Raistlin.

Tenía que actuar enseguida, antes de que sobreviniera el próximo embate o la audiencia se recuperase de éste. Lanzando una rápida mirada a su entorno, Caramon divisó a Raag junto a la salida, arrugado el rostro por la sorpresa e incapaz de adivinar, con su torpe mente, lo que en realidad ocurría. Arack se hallaba a escasa distancia del ogro y estudiaba el panorama, temeroso sin duda de tener que devolver a sus clientes el dinero recaudado si había de anular el espectáculo. Pareció sosegarse al constatar que renacía la normalidad, si bien algunos de los asistentes se mostraban recelosos y espiaban el suelo de manera furtiva.