Pero la pérdida de equilibrio fue fingida. La espada brilló bajo el sol tardío y el monstruo de encarnado pelaje, al constatar que le habían burlado, intentó detener su carrera. No obstante, había olvidado su dañada rodilla que, incapaz de soportar su mal repartido peso, dio con sus huesos en la arena. El hombreton se apresuró a levantarse y traspasar limpiamente su cráneo.
Liberó la hoja de un tirón al oír un aullido desgarrado y, alzando la vista, contempló cómo la osa hendía la garganta de Raag con sus garras. Sin soltar a su presa, la encarnación de Kiiri mordió su vena yugular y el ogro abrió la boca para lanzar un grito que nadie había de escuchar.
Caramon echó a andar hacia los contendientes, mas interrumpió su avance al detectar un movimiento a su derecha. Desvió la faz, despiertos sus sentidos al posible agresor. Era el enano, que pasó por su lado con el rostro convertido en una máscara de furia y una daga centelleando en su mano, inequívoca muestra de sus intenciones. Sin pensarlo dos veces el fornido humano se abalanzó sobre él, pero no logró impedir que el filo penetrara el cuerpo de la osa. Al instante la palma de Arack se tiñó de rojo, a la vez que el descomunal plantígrado rugía de dolor, de rabia. Extendió una zarpa en un postrer alarde de energía de tal manera que, tras atrapar al repugnante hombrecillo, lo catapultó al espacio. El proyectil viviente se incrustó en el Obelisco de la Libertad del que pendía la llave dorada, en una de las artísticas prominencias que lo decoraban. Lanzó un alarido espeluznante y se vino abajo el pináculo entero, con él adherido, zambulléndose en los llameantes pozos.
También Kiiri se derrumbó, debilitada por la copiosa sangre que manaba de su herida. Aunque la muchedumbre repetía en una estruendosa batahola el nombre de Caramon, éste se hallaba tan sólo pendiente del luctuoso espectáculo que lo rodeaba. Tomó en sus brazos a la nereida, que había abandonado su mágica forma para volver a ser su compañera, y la estrechó contra el pecho.
—Has vencido —le susurró—. Eres libre.
La mujer lo miró y sonrió, antes de que sus ojos se abrieran para dejar escapar la vida. Sus pupilas se fijaron en el cielo de un modo casi expectante, o así se le antojó al gladiador, como si al fin comprendiera que la hecatombe estaba próxima.
Depositando suavemente su cuerpo exánime en la arena, Caramon se puso en pie y vio paralizarse a Pheragas tras expulsar un último hálito.
«Pagarás por lo que has hecho, hermano», masculló con el corazón en un puño.
Percibió un ruido tras él, un murmullo semejante al rugido del mar antes de la tormenta. Desazonado, el guerrero aferró su espada y se preparó para combatir a cualquier enemigo que quisiera retarlo. No había tal, sin embargo, eran los otros gladiadores quienes se acercaban y, al vislumbrar el rostro desencajado del hombretón, se apartaban uno tras otro a fin de franquearle el paso.
Al observarlos, Caramon supo que era libre. Libre de encontrar a su hermano, de acabar con su maléfica existencia. Desnuda su alma de emociones, perdido el miedo a la muerte, respiró el aroma de sangre que se adhería a sus vías olfativas y le invadió la fragante locura de la batalla.
Con la venganza por único aliado, comenzó a descender la escalera del subterráneo en el instante en que un nuevo terremoto, heraldo de destrucción, azotaba la ciudad de Istar.
18
Los dioses se aproximan
Crysania no vio ni oyó a Tasslehoff. Poblaba su mente un torbellino multicolor que se arremolinaba en sus profundidades, refulgiendo con los destellos de un millar de joyas intangibles. Ahora sabía que, si Paladine la había mandado al pasado, no era para reivindicar la memoria del Príncipe de los Sacerdotes sino para que aprendiera de sus errores. Y, en su fuero interno, era consciente de haber asimilado la lección. Invocaría a los dioses y éstos responderían, otorgándole poder. La negrura se había rasgado, había liberado a una criatura nueva que, fuera de su concha, estalló bajo la luz del sol.
Tuvo una visión en la que se le apareció su propia imagen blandiendo el Medallón de Paladine, ardiente su superficie de platino. Con la otra mano hacía señal de acercarse a las legiones de creyentes, los cuales se congregaban en su derredor embelesados, deseosos de que los condujera a un país de indescriptible belleza.
Aún no poseía la llave que le permitiría desatrancar el portal, y era ostensible que el prodigio no se obraría en un lugar donde la ira de las divinidades neutralizaba cualquier avance. ¿Cómo hallar esa llave, cómo dar con el vedado acceso? Los danzantes colores le mareaban, le impedían reflexionar. Intentaba desembarazarse de su obcecación cuando, de pronto, sintió que unas manos agarraban su túnica y una voz susurró en su oído el nombre de Raistlin, sucedido por unas palabras que se perdieron en el abismo.
Tuvo aquel siseo la virtud de despejar las incógnitas. Se desvaneció el torbellino, al igual que la luz, y quedó envuelta en una penumbra tranquila, reconfortante.
«Raistlin trató de decírmelo», musitó.
Las manos seguían prendidas de sus vestiduras. Con aire ausente, se deshizo de ellas mientras se repetía que Raistlin la llevaría al portal y la ayudaría a encontrar la llave. «El Mal se vuelve contra sí mismo», solía afirmar Elistan y, en efecto, el nigromante le prestaría su concurso sin proponérselo. El alma de la sacerdotisa entonó un cántico en honor a Paladine, un salmo que preconizaba el futuro: «Cuando regrese con la benignidad en la mano, cuando la perversidad del mundo haya sido derrotada, Raistlin verá mi poder y se iluminará su fe dormida».
—¡Crysania!
El suelo se agitó bajo sus pies, mas ni siquiera se percató. Una voz tenue, quebrada por la tos, había pronunciado su nombre.
—Crysania —la llamó de nuevo en aquel timbre familiar—. Queda poco tiempo, apresúrate.
Al reconocer el carraspeo del mago, la dama lo buscó enloquecida. No distinguió ninguna presencia, y recapacitó que era su mente la que hablaba.
—Raistlin —contestó—, te he oído. Acudiré sin demora.
Dando media vuelta, recorrió la nave de la cripta en dirección hacia el ala central del Templo. El grito del kender cayó en el vacío.
«¿Raistlin?», se preguntó Tasslehoff desconcertado.
Examinó el desierto entorno, y llegó la inspiración. ¡Crysania iba en busca del hechicero! De algún modo, a través de la magia, él la había llamado y la sacerdotisa corría a su encuentro. Seguro de haber acertado, abandonó la secreta cámara en pos de la dama. Ella obligaría a Raistlin a recomponer el ingenio.
Ya en el pasillo vecino a la cripta, no le costó ningún esfuerzo atisbar a Crysania, si bien le dio un vuelco el corazón al constatar la distancia que los separaba. La Hija Venerable avanzaba tan deprisa que casi había alcanzado el muro donde moría el túnel.
Tras comprobar que los fragmentos del artefacto estaban a salvo en su saquillo, Tas emprendió carrera para no quedar rezagado. Resolvió vigilar en todo momento los ondulantes pliegues de su vestido, mas éstos no tardaron en deslizarse por un recodo.
El kender corrió a un ritmo vertiginoso, como no lo había hecho ni en la ocasión en que imaginó que los espíritus del Robledal de Shoikan pretendían engullirlo. El copete se bamboleaba sobre su cabeza, sus bolsas danzaban tan salvajemente que su contenido salía expelido y dejaba a su espalda un rastro de anillos, brazaletes y otros tesoros.
Cerrados los dedos en torno al saquillo donde yacían las piezas del ingenio, llegó al final del pasillo y, en su desenfrenado impulso, se estrelló contra la pared. El corazón, que hasta entonces saltaba en su pecho, pareció desplomarse a sus pies con un ruido sordo. No podía permitirlo, debía interrumpir aquel pálpito que le producía náuseas.
La sala que se abría, una vez salvado el recodo, estaba atestada de clérigos. ¿Cómo distinguiría a Crysania? Por fortuna, su propia carrera la delató. Estaba en medio de la estancia, centelleante su negro cabello bajo las antorchas, y los eclesiásticos se giraban a su paso para interrogarla sobre la causa de su precipitación.