Tas se sintió aliviado al constatar que la sacerdotisa había aminorado la marcha, incapaz de mantenerla entre el apretado gentío. El kender salvó también los corrillos que se interponían en su camino, ignorando los gritos iracundos de sus miembros y esquivando múltiples pares de garras extendidas.
—¡Crysania! —vociferó desesperado.
Aumentó la afluencia de clérigos y el ajetreo de aquellas criaturas que se afanaban en hallar una explicación a los temblores. ¿Qué podían presagiar?
Crysania tuvo que detenerse más de una vez a fin de apartar a la apiñada muchedumbre. Acababa de desembarazarse del último obstáculo cuando surgió Quarath de un pasillo lateral, llamando al Príncipe. La sacerdotisa, en su ímpetu, no lo vio y tropezó contra él. El clérigo hubo de sujetarla para que no cayera.
—Cálmate, querida —le rogó, convencido de que era víctima de la histeria general.
—¡Suéltame! —le ordenó Crysania al sentirse zarandeada.
—¡El pánico la ha enajenado! Ayudadme a sostenerla —pidió Quarath a unos clérigos cercanos.
De pronto, a Tas le asaltó la idea de que Crysania, en verdad ofrecía el aspecto de una demente. Pudo examinar su rostro al aproximarse, su cabello enmarañado, el color ceniciento que habían adquirido sus ojos, los pómulos congestionados por el esfuerzo. Rodeada de una nebulosa, ninguna voz penetraba sus tímpanos salvo, quizá, la de Raistlin.
Varios clérigos la agarraron, obedientes a la orden de Quarath. Lanzando incoherentes alaridos, la sacerdotisa forcejeó con la energía que le daba la desesperación y, en algún momento, estuvo a punto de escapar. Su alba túnica se rasgó entre las manos de quienes intentaban retenerla, y Tas creyó advertir sanguinolentos arañazos en la faz de sus aprehensores. Decidió abalanzarse sobre el más tenaz y golpearlo en la cabeza para ayudarla, mas lo cegó una repentina luz que paralizó a todos los presentes, incluida Crysania.
En medio de aquella inmovilidad, lo único que oía Tas eran los jadeos de la dama y de cuantos habían tratado de refrenarla. Transcurridos unos segundos, sin embargo, se elevó una voz.
—Los dioses se aproximan —anunció un acento musical surgido del resplandor—, porque yo los he invocado.
El suelo en el que se apoyaban trazó una sinuosa curvatura y el kender, en su cresta, voló por el aire ligero como una pluma. En el instante en que se posaba de nuevo un segundo bombeo interrumpió su trayectoria, recibiendo el hombrecillo un impacto tal que quedó sin resuello.
Se produjo entonces una explosión en la que el polvo, los cristales y las astillas de los muebles se entremezclaron con los gritos despavoridos de los clérigos. Tas no atinó sino a luchar para recobrar el aliento, permaneció acostado en la marmórea superficie que se agitaba bajo su vientre. Contempló inerme cómo las columnas se derrumbaban, los muros se separaban en hondas grietas y las vigas, al caer despedazadas, aplastaban a toda criatura viviente que, en su estupor, no lograba esquivarlas.
El Templo de Istar sucumbía a una terrible destrucción.
Arrastrándose sobre sus miembros, Tasslehoff intentó acercarse a Crysania para no perderla de vista. La eclesiástica parecía ajena al caos y, al soltarla sus aterrorizados colegas, reanudó su periplo por las dependencias del santuario atenta, tan sólo, a la voz de Raistlin. Quarath, resuelto a detenerla, se lanzó tras ella, pero en el momento en que la asía se desprendió el fuste de un enorme pilar y se desplomó entre ambos.
Tas contuvo la respiración. Por un instante el polvo que levantaban los escombros envolvió la sala, mas cuando se disipó el kender pudo constatar las consecuencias del accidente. Quarath yacía en una masa informe mientras Crysania, ilesa a juzgar por su actitud, observaba al elfo, cuya sangre había salpicado su blanca túnica.
La llamó por enésima vez, y por enésima vez ella no le oyó. A trompicones, con paso inseguro, sorteó los escollos y se encaminó hacia el lugar donde el hechicero la requería con creciente premura.
Incorporándose, magullado su cuerpo, el hombrecillo ignoró el dolor y la siguió. Después de salir de la estancia oteó el horizonte, y vislumbró el borde de una vestidura que, doblando una esquina de la estancia, iniciaba el descenso de un tramo de escaleras. Aunque sabía que no podía demorarse, la curiosidad lo impulsó a espiar lo que ocurría a su espalda.
La brillante luz todavía inundaba la sala, perfilando los cuerpos de los muertos y los postrados. Las fisuras, la polvareda, se intensificaron y, en tan dantesca confusión, la voz hablaba inmutable, si bien se había esfumado su musicalidad. Los sonidos que emitía eran chillones, discordantes.
—Los dioses se aproximan…
Fuera del circo, en las calles de Istar, Caramon se debatía para acudir, al igual que Crysania, al lado de Raistlin. Pero la voz del mago no lo llamaba, lo que el guerrero oía eran los murmullos que percibiese en el seno materno, un timbre familiar que lo delataba como su gemelo, como el ser con quien compartía su sangre.
No prestó atención a los gemidos de los moribundos, a las súplicas de aquellos que habían quedado atrapados. No lo inquietaban los edificios que se derrumbaban a su alrededor, las rocas que rodaban por las avenidas, arrastrándolo casi. Sangraban sus brazos y su torso y tenía numerosos cortes en las piernas.
El gladiador no se detuvo, ni siquiera sintió el dolor. Encaramándose a los montones de piedras fragmentadas, alzando enormes vigas para apartarlas de su camino, atravesó la ruinosa Istar en dirección al Templo, que reverberaba bajo los declinantes rayos solares. Portaba en su mano una espada manchada de sangre.
Tasslehoff siguió a Crysania hasta las entrañas de la tierra, o así se lo pareció en el curso de su inacabable descenso. Ignoraba que existieran tales reductos en el interior del Templo, y se preguntó cómo había podido pasarlos por alto en su continuo deambular. También le extrañaba que la sacerdotisa los conociera, que traspasara puertas secretas invisibles incluso para su aguda percepción de kender.
Se mitigó el terremoto, aunque sus efectos se hicieron sentir unos segundos en la mole antes de que reinara, de nuevo, el silencio. En el exterior anidaba la muerte, en las ocultas escaleras prevalecía la paz. Tas tuvo la sensación de que el mundo contenía el aliento, a la espera de peores sucesos.
En aquellas simas misteriosas no se apreciaban daños importantes, quizá por hallarse resguardadas de la intemperie. El polvo enrarecía el ambiente, dificultando la respiración, y alguna que otra hendidura surcaba los muros, coreada por la caída de las antorchas a ellos adosadas. Pero la mayor parte de las teas ardían sobre sus pedestales y sus llamas, incandescentes, imprimían un halo fantasmal en los brumosos corredores.
Crysania, sin un titubeo, trazaba la ruta, si bien Tas se había desorientado por completo tras coronar los primeros tramos. Logró mantener el ritmo trepidante de la sacerdotisa a pesar de su cansancio, a pesar de ignorar su paradero, mas confiaba en llegar pronto dondequiera que fuese pues, de lo contrario, temía desfallecer. Le crujían las costillas, cada vez que inhalaba aire le estallaban los pulmones y, para colmo de desventuras, sus piernas apenas le respondían, como si pertenecieran a un cansino y torpe enano.
Jalonó, tras su desprevenida guía, unos escalones de mármol, obligando a sus plomizos músculos a moverse. Ya al pie de los peldaños alzó, exhausto, los ojos, y dio un respingo de júbilo. El motivo de semejante cambio se debía a que el oscuro y estrecho túnel donde se hallaban desembocaba en un muro, no en otra escalera.
Una solitaria antorcha iluminaba el arco de una vetusta puerta. Al no hallarla cerrada, Crysania emitió una exclamación de alegría y se desvaneció en la negrura del otro lado.