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«¡Claro! La sacerdotisa se ha adentrado en el laboratorio de Raistlin», comprendió Tas.

Se disponía a traspasar el umbral cuando una imponente sombra, surgida de la penumbra del pasadizo lo empujó y lo hizo caer al suelo. Alzó el rostro, con las costillas doloridas, y atisbó el resplandor de una áurea capa. La tea alumbró el filo de una espada y, en su reflejo, detectó unos brazos broncíneos, un musculoso cuerpo, que reconoció de inmediato. Sin embargo, el rostro, un rostro que debería resultarle familiar, se le antojó el de un desconocido.

—¿Caramon? —indagó incierto. Pero el hombretón no dio muestras de reparar en él.

Trató Tas de incorporarse inmerso en un nuevo temblor de tierra que, esta vez, se hizo patente en el subterraneo. Llevado por su instinto, corrió a refugiarse en el rocoso muro al mismo tiempo que el techo, hasta entonces firme, empezaba a ceder.

—¡Caramon! —vociferó, mas disipó sus ecos el crujido del entramado de madera al quebrarse.

Recibió un golpe en la cabeza. Aunque se esforzó en mantenerse consciente, en resistir el dolor, las luces de su cerebro se apagaron, como si rehusaran beligerar contra la confusión. El kender se precipitó en la oscuridad.

19

El Cataclismo

Con la voz de Raistlin resonando en su mente, atrayéndola más allá de la muerte y la destrucción, Crysania penetró en la estancia que se abría en las entrañas del Templo. Pero, al traspasar el dintel, detuvo su veloz carrera y miró su entorno dubitativa, refrenada por el pálpito de sus sienes.

Había permanecido ciega a los horrores del zozobrante santuario, incluso ahora fue incapaz de imaginar a quién pertenecía la sangre que manchaba su túnica. No obstante, en esta cámara los objetos se destacaban con absoluta nitidez a pesar de la escasa iluminación procedente, al parecer, del puño cristalino de un bastón. Abrumada por el halo de perversidad que envolvía el laboratorio, no se decidía a penetrar en sus brumas.

Oyó un sonido, sintió el contacto de una mano en su brazo. Volviéndose alarmada, distinguió a unas criaturas, informes pero vivientes, que se agitaban en jaulas de madera. Al olfatear su sangre aquellos entes se agitaron en sus celdas, y fueron sus garras las que erizaron su piel. Temblorosa, Crysania retrocedió frente a ellos y tropezó contra algo sólido.

Era un féretro abierto, que contenía el cadáver de un hombre joven. Su epidermis se estiraba cual un pergamino sobre los huesos, tenía la boca abierta en un alarido silenciado para toda la eternidad. Los repetidos bombeos del suelo hicieron que el cuerpo saltase salvajemente, observándola con sus vacías cuencas oculares, y tan espantosa visión le arrancó un grito que no llegó a manifestarse, que se congeló en el aire.

Bañada en un sudor gélido, sujetándose la cabeza con ambas manos, Crysania cerró los ojos a fin de conjurar el espeluznante espectáculo. Cuando el mundo se difuminaba en un torbellino de abstractos contornos, una voz vino en su auxilio.

—Serénate, querida —dijo Raistlin en su seductor siseo—. Conmigo estás a salvo, las maléficas criaturas de Fistandantilus no te lastimarán en mi presencia.

Reanimada por las reconfortantes palabras del mago, Crysania se aventuró a levantar los párpados y lo descubrió a cierta distancia, espiándola entre las sombras de su capucha con aquellos brillantes ojos que lo caracterizaban. Pese a refugiarse en su mirada, no pudo sustraerse a los monstruos de las jaulas. Se estremeció, sin apartar la vista del pálido semblante de su protector.

—¿Fistandantilus? —preguntó a través de sus labios resecos—. ¿Fue él quien construyó esto?

—Sí, el laboratorio es obra suya —explicó Raistlin—. Lo creó hace ya muchos años. Al abrigo de los curiosos clérigos, utilizó su magia para hurgar en los subterráneos del Templo y, como una larva, cavó la roca, la moldeó en escaleras y puertas ocultas, sumió en sus poderosos hechizos a cuantos sospechaban de sus actividades. De este modo, fueron pocos los que averiguaron su existencia.

Crysania advirtió la sarcástica sonrisa que surcaba los labios de su interlocutor al exponerse a la luz.

—No se lo mostró a casi nadie, tan sólo un puñado de aprendices ostentaron el privilegio de compartir su secreto —continuó—. Y no vivieron para revelarlo. Pero Fistandantilus cometió un error —añadió con aire enigmático—, se lo mostró a un acólito joven, frágil y avispado que memorizó hasta el último recoveco de los sinuosos corredores, que estudió los encantamientos destinados a abrir los accesos y tras recitarlos una y otra vez, los aprendió. Era un personaje tenaz, que ensayaba las fórmulas más complejas cada noche, antes de acostarse. Gracias a su perseverancia estamos hoy aquí, indemnes, de momento, al castigo de los dioses.

Concluido su relato, hizo señal a Crysania de acercarse a la parte de la cámara donde él se erguía, apoyado en un escritorio de exquisita talla. Descansaba en su superficie un libro arcano encuadernado en plata, que había estado leyendo minutos antes.

—Haces bien al clavar tus pupilas en las mías —comentó el nigromante—. Así las tinieblas no parecen tan aterradoras.

La sacerdotisa no pudo replicar, consciente de que, de nuevo, había tenido la flaqueza de permitirle leer en sus ojos más de lo deseable. Ruborizándose, ladeó la faz.

—Sólo he sufrido un leve sobresalto —arguyó, pero no pudo reprimir un escalofrío al divisar el féretro—. ¿Quién es… quién era? —inquirió.

—Supongo que uno de los aprendices de Fistandantilus —repuso el hechicero—. Debió de absorber su energía para prolongar su vida, era un experimento que realizaba con frecuencia.

Le enmudeció un ataque de tos, ensombrecidos sus ojos por algún recuerdo inconfesable, y Crysania detectó un espasmo de temor en sus, normalmente, inalterables rasgos. Antes de que atinara a indagar sobre el motivo de tan repentino cambio, resonó un estampido en la puerta y el mago recobró la compostura. Alzó la vista más allá de la dama para saludar al intruso.

—Adelante, hermano. Estaba pensando en la Prueba y, por supuesto, he revivido tu memoria.

¡Caramon allí! Sosegada a causa de su oportuna aparición, Crysania giró el rostro a fin de darle la bienvenida pensando que su presencia aliviaría la tensa atmósfera. Mas la frase murió en sus labios, engullida por una negrura que no había hecho sino intensificarse con su llegada.

—Hablando de pruebas, me alegro de que hayas sobrevivido a la tuya —declaró Raistlin entre cínico y cortés—. Esta dama necesitará que alguien la escolte en el lugar al que nos dirigimos —agregó, al mismo tiempo que señalaba a la Hija Venerable—. No sabría describirte el placer que me produce contar con un ser tan digno de mi confianza.

Crysania se encogió al percibir el sarcasmo que ribeteaba su discurso, y también Caramon fue más sensible a esta actitud que a su amabilidad pues, al oírle, se revolvió como si hubieran incrustado en su carne una lluvia de dardos envenenados. El hechicero, por su parte, hizo caso omiso de su reacción, fijó de nuevo su atención en el esotérico volumen y se puso a trazar círculos en el aire con sus delicadas manos, recitando versículos ininteligibles para los no iniciados.

—Sí, he salido airoso de tu examen —afirmó el guerrero en tonos apagados.

Se adentró el hombretón en la estancia y, al verle entrar en el radio luminoso del cayado, Crysania ahogó un alarido de pánico.

—¡Raistlin! —exclamó, reculando unos pasos ante el avance del gladiador que, despacio, había enarbolado la espada.

—¡Raistlin, mírale! —insistió la eclesiástica. En su miedo topó con el escritorio y, sin saberlo, se introdujo en un círculo de polvo de plata. Algunos granos se adhirieron al repulgo de su vestido, relampagueando bajo el influjo de la vara.

Irritado por la interrupción, el nigromante alzó la faz.

—He sobrevivido a tu prueba —repitió Caramon—, del mismo modo que tú superaste la de la Torre. Allí debilitaron tu cuerpo, a mí me has desgajado el corazón. Ahora ocupa su lugar un vacío tan negro como tus vestiduras, un vacío que, al igual que mi espada, se ha teñido de sangre. Un minotauro ha muerto bajo su filo, un amigo ha dado su vida por salvarme y otra, una nereida, ha expirado en mis brazos. No contento con tantas desventuras, también has provocado la destrucción del kender. ¿Cuántas criaturas han sucumbido a tus nefastos designios? —Su voz se convirtió en un susurro letal al proferir su amenaza—: Todo ha terminado, hermano. Nadie más perecerá por tu culpa salvo yo mismo, tu ejecutor. Las piezas encajan al fin, ¿no crees? Vinimos juntos al mundo, y juntos lo abandonaremos.