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Dio un paso al frente. Raistlin quiso hablar, pero él lo atajó.

—No puedes valerte de tu magia para detenerme, no en esta ocasión —le recordó—. Aunque no conozco los entresijos de tu arte, sé que el hechizo que te propones invocar requiere todo tu poder. Si malgastas un ápice de tus dotes en mi contra, si dejas de concentrarte sólo un segundo, no te restarán fuerzas con las que completar el encantamiento y, así, mi objetivo se cumplirá de todas maneras. No morirás a mis manos, sino a las de los dioses.

El arcano personaje lanzó una mirada soslayada a su gemelo antes de reanudar su estudio, encogiéndose de ombros. El gladiador avanzó un poco más y fue entonces, al oír el repiqueteo de sus adornos metálicos, cuando Raistlin emitió un exasperado suspiro y se encaró con él. Sus ojos, que refulgían en el interior de su capucha, parecían ser los únicos focos de luz en la estancia.

—Te equivocas en tus predicciones, hermano —lo corrigió—. Alguien más exhalará su último suspiro.

Sus pupilas, aquellos espejos insondables, traspasaron a Crysania quien, embutida en su refulgente hábito, se interponía entre los rivales.

Los ojos de Caramon se llenaron de conmiseración al volverse, asimismo, hacia la sacerdotisa, pero no flaqueó en su empeño.

—Las divinidades la albergarán en su seno —apuntó—. Pertenece al grupo de los clérigos auténticos, y ninguno de ellos murió en el Cataclismo. Por eso la envió Par-Salian —aseveró, ignorante de la confesión que este último hiciera a Ladonna—. Fíjate, alguien ha acudido en su busca —concluyó con el índice extendido.

Crysania no necesitaba seguir la dirección que el guerrero indicaba para constatar la presencia de Loralon. La sentía en todas sus vísceras.

—Acompáñalo, Hija Venerable —la aconsejó Caramon—. Tu lugar está en la luz, no en las tinieblas.

Raistlin no despegó los labios ni hizo el menor movimiento, se limitó a permanecer junto al escritorio con la enteca mano apoyada en el libro de magia.

La sacerdotisa, rígida como una estatua, intentó recapacitar sobre las palabras de Caramon que, similares a las errantes criaturas de la Torre de la Alta Hechicería, aleteaban en su mente. Lo había escuchado pero su parlamento carecía de sentido, no podía concentrarse. Tan sólo se le aparecía su propia imagen, armada con el Medallón y guiando a las huestes de fieles. La llave, el portal, también se perfilaban claramente. Era Raistlin quien poseía la clave del triunfo, y la llamaba junto a él. Incluso sintió, como le ocurriera en sus horas de soledad, el ardoroso beso del hechicero en su piel.

Una luz osciló hasta apagarse. Loralon se había ido.

—No me es posible obedecerte —musitó la dama, aunque con la voz tan quebrada que se hizo inaudible. No importaba. El hombretón la comprendía y, tras una breve vacilación, tomó aliento para decir:

—Sea. Una muerte más no ha de afectar a ninguno de nosotros ¿verdad, hermano?

Adentróse a su vez en el círculo argénteo y Crysania, fascinada, contempló el brillo de la espada bajo los haces del cayado. La visualizó en el acto de hundirse en su cuerpo y, al consultar la expresión de Caramon, halló reflejada la misma escena. Constató que ni siquiera tal pensamiento le haría desistir, que ella no suponía sino un obstáculo en su camino. No era un ser de carne y hueso, tan sólo una sombra que le impedía materializar sus aspiraciones: acabar con su gemelo.

«¡Cuán arraigado está su odio!», reflexionó si bien, al zambullirse en el alma de aquella criatura ahora tan próxima, percibió un sentimiento aún más desgarrador, un amor infinito.

El hombretón se abalanzó sobre ella con la mano abierta, deseoso de apartarla. Movida por el pánico, la sacerdotisa esquivó su embestida y tropezó contra Raistlin, que nada hizo para tocarla. La garra de Caramon atrapó una manga de su alba túnica, la arrancó de sus costuras y, en un acceso de furia, la arrojó al suelo. Crysania comprendió que su fin era inminente, pero se mantuvo entre los dos hombres.

El acero destelló. Desesperada, la eclesiástica aferró el Medallón de Paladine que siempre portaba ceñido a su cuello.

—¡Alto! —ordenó con voz imperiosa, pese a entornar los ojos a causa del pánico.

Se convulsionó en anticipación al dolor que había de infligirle la espada al ensartarla. Oyó en aquel momento un lamento, seguido por el estrépito del metal al chocar contra el suelo, y una oleada de alivio inundó su cuerpo. Débil, mareada y sollozante, se dejó caer.

Unas manos delicadas la sostuvieron, unos miembros entecos la abrazaron, a la vez que una voz pronunciaba su nombre con acento triunfal. La arropó una cálida negrura, que la arrastraba hacia las profundidades del Abismo, y vibraron en sus tímpanos unas frases masculladas en lengua arcana.

Como arañas o dedos acariciadores, los cánticos se enseñorearon de toda su persona. Creció su volumen en armonía con la voz de Raistlin, más poderosa a cada instante, y las luces plateadas centellearon antes de apagarse. El mago estrechó su abrazo hasta que, en un etéreo éxtasis, la sacerdotisa comenzó a dar vueltas en un torbellino que, al lado del nigromante, la arrastraba en pos de las tinieblas.

Rodeó a su compañero con los brazos y, apoyada la cabeza en su pecho, se abandonó a un viaje vertiginoso por las esferas espectrales. Los versículos, el tintineo de su sangre y el de las rocas del Templo se entremezclaron en un salmo que sólo perturbaba una nota discordante, el gemido lastimero de un hombre descorazonado.

Tasslehoff Burrfoot oyó la melodía que entonaban las rocas y, en su ensoñación, esbozó una sonrisa. Era un roedor que, en su deambular, había atravesado el polvo de plata mecido por los cantos de la piedra.

Despertó de forma brusca. Yacía en el frío suelo, cubierto de escombros, pero no tuvo tiempo de pensar en nada porque la rocosa superficie comenzó a bambolearse una vez más. El kender supo, por el extraño miedo que tomaba cuerpo en su interior, que los dioses no se detendrían. Este nuevo terremoto no había de terminar.

—¡Crysania! ¡Caramon! —los invocó, si bien sólo le respondió el eco chillón de su propia voz, que resonaba en las temblorosas paredes.

Incorporándose con dificultad, ignorando el martilleo que latía en su cabeza, Tas vislumbró la tea sobre la arcada que franqueara Crysania. Aún ardía en su pedestal, y se dijo que el subterráneo era la única parte del santuario que no había sido afectada por las convulsiones del terremoto. «La magia lo protege», decidió, al mismo tiempo que penetraba en aquella estancia repleta de artilugios arcanos.

Buscó resquicios de vida, mas sólo halló a las criaturas de las jaulas. Los espeluznantes seres se agitaban en sus prisiones, sabedoras de que se acercaba el fin de su torturada existencia y, pese a su sufrimiento, remisos a dejarla escapar.

El kender escrutó el laboratorio, preso de un invencible temor. Llamó al guerrero en un susurro y no recibió más contestación que un retumbar distante, producido por el imparable vaivén de la tierra. De pronto, bajo la luz indirecta de la antorcha, distinguió un fulgor metálico en el suelo, cerca de un escritorio. A trompicones, cruzó la cámara y recogió el objeto que lo despedía.

Se cerró su mano sobre la empuñadura de una espada de gladiador. Apuntalándose en el decorado mueble para no perder el equilibrio, examinó la sangre de su acero y, mientras lo hacía, detectó algo más. Era un retazo de paño blanco, arrugado en el suelo junto al arma, donde aparecía bordado el símbolo de Paladine en hilos de oro que brillaban tenuemente bajo el reflejo de la solitaria llama. Reparó entonces en el círculo mágico que lo cercaba, un círculo que debió ser argénteo pero que se había tornado negro al consumirse.