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—Se han ido —musitó a los enjaulados monstruos—. Se han ido, me han abandonado.

Un repentino combeo del suelo lo arrojó de bruces, en el mismo instante en que rugía un fragor que a punto estuvo de atrofiar sus tímpanos, tan devastador fue. Alzó la cabeza en su incómoda postura a fin de examinar el techo, y su espanto rebasó todos los límites al comprobar que se había rasgado en dos mitades. Crujió la roca, y los cimientos de la mole cedieron a la embestida de las fuerzas divinas.

El edificio se resquebrajó. Los muros volaron por los aires, el mármol se desprendió en aserrados fragmentos y los suelos, uno tras otro, estallaron como los pétalos de la rosa Hiemis al recibir el calor del sol, un influjo que desaparece con la llegada del crepúsculo, agostando su vida. Siguió atentamente el progresivo desmoronamiento hasta que, al fin, vio a través de la hendidura que la torre central se venía abajo, desintegrada, y en su caída provocaba un temblor más desolador que el del terremoto.

Incapaz de moverse, consciente de que lo protegían los malignos hechizos de un mago muerto tiempo atrás, Tas permaneció en el laboratorio de Fistandantilus con la mirada fija en el cielo.

La bóveda celeste escupía lenguas de fuego sobre la malhadada ciudad de Istar.