—De acuerdo —concedió el anciano, si bien su tono abrupto no pasó desapercibido a Tas—. Seréis llamados en su momento —dijo al trío.
—¡Esperad! —suplicó Caramon—. ¡Deseo asistir a este acto!
El fornido humano calló, atragantándose a causa de la sorpresa. La estancia había desaparecido, con sus ocupantes y las butacas de piedra.
Tan sólo permanecían a su lado Tas y Bupu, aquél muy ocupado en examinar su nuevo entorno. En efecto, se hallaban en una acogedora alcoba semejante a las de «El Último Hogar». El fuego ardía en la chimenea, tres mullidos lechos se alineaban en un extremo y, frente a las llamas, se erguía una mesa cargada de suculentos manjares. El aroma del pan recién horneado y la carne asada en las brasas activaron el apetito del kender. Estaba encantado, se le hacía la boca agua.
—Creo que hemos ido a dar con el lugar más maravilloso del mundo —aseveró.
14
Un alma en juego
El anciano mago de la túnica alba se hallaba en un estudio muy similar al que Raistlin utilizaba en la Torre de Palanthas excepto en que los libros, también alineados en estanterías, estaban encuadernados en piel blanca. Las runas plateadas de los lomos y cubiertas reverberaban bajo la luz del chisporroteante fuego, que difundía por la estancia un calor excesivo para el visitante corriente. Sin embargo, Par-Salian, que tenía el frío de la edad metido en los huesos, encontraba acogedora aquella atmósfera caldeada. Estaba sentado frente a su escritorio, contemplando las llamas, cuando lo sobresaltó el tímido golpeteo de unos nudillos en su puerta.
—Adelante —dijo con un suspiro.
Un joven hechicero, vestido del mismo color blanco apareció en el dintel para dar paso, con una reverencia, a una mujer ataviada de negro. Ella aceptó el homenaje sin proferir ningún comentario, acostumbrada al tratamiento que exigía su rango. Se quitó la capucha y dejó atrás al discípulo, deteniéndose en el dintel de la cámara en espera de que éste cerrara la puerta a su espalda para entrevistarse, en privado, con Par-Salian. Era Ladonna, la actual cabecilla de los nigromantes de la Orden.
Dirigió la fémina una penetrante mirada a la sala. Una gran parte de su interior se diluía en las sombras, allí donde la fogata no proyectaba su luz. Las cortinas estaban echadas, bloqueando la entrada de los rayos lunares, así que Ladonna alzó una mano y pronunció unos versículos que habían de permitirle escudriñar la penumbra. Una serie de objetos comenzaron al instante a brillar con un singular resplandor rojizo, indicativo de que poseían virtudes arcanas: un bastón apoyado en el muro, un prisma de cristal que descansaba en el escritorio, un candelabro de múltiples brazos, un gigantesco reloj de arena y algunas de las sortijas que adornaban los dedos del anciano. No pareció alarmarse, sino que se limitó a estudiarlos uno tras otro y asentir con la cabeza antes de tomar asiento, satisfecha, cerca de la labrada mesa. Par-Salian la observaba, esbozada una sonrisa en su ajado rostro.
—Te aseguro que no hay criaturas del más allá agazapadas en los rincones —declaró secamente—. De haber querido desterrarte de este plano, querida, lo habría hecho tiempo atrás.
—¿En nuestra juventud? —replicó Ladonna. Su cabello, de un gris plomizo, estaba recogido en una intrincada trenza que al culebrear por su cabeza, enmarcaba una faz cuyo atractivo realzaban, además, los surcos de la madurez. En efecto, tales surcos parecían haber sido cincelados por un delicado artista y, así, reflejaban tanto su inteligencia como su oscura sabiduría—. Habríamos librado entonces una reñida lid, gran maestro —apostilló.
—Prescindamos de los títulos —le rogó Par-Salian—. Hace demasiados años que nos conocemos para caer en formulismos.
—Sí, tantos que difícilmente podríamos disimular uno frente a otro —agregó la dama con una sonrisa, a la vez que posaba la vista en el fuego.
—¿Te gustaría volver atrás, Ladonna? —indagó el hechicero.
—¿Y tener que someter de nuevo a examen mi habilidad, sapiencia y dotes? ¿De qué serviría repetir el proceso? No, no me seduce la idea. ¿Y a ti?
—Habría coincidido contigo hace algunos lustros, pero ahora no estoy tan seguro —admitió él.
—Sea como fuere, y por muy agradable que resulte revivir el pasado, es otra la misión que me ha traído a tu estudio —anunció la nigromante en tono severo y frío—. He venido para oponerme a este desatino. Espero que no hablases en serio durante el cónclave, Par-Salian. —Se inclinó hacia adelante y sus ojos relampaguearon—. Ni siquiera tu probada bondad puede inducirte a enviar a ese necio humano a una época remota, con la misión de detener a Fistandantilus y salvar el alma de su hermano. ¡Piensa en el peligro! Podría alterar la Historia, y todos nosotros cesaríamos de existir.
—La bondad nada tiene que ver con este asunto, eres tú quien debe reflexionar, Ladonna —le espetó el dignatario—. El tiempo es un gran río que fluye sin tregua, más ancho y caudaloso que ninguno de los que conocemos. Arroja una piedra a su rugiente curso, ¿crees acaso que dejará de discurrir, o que sus aguas retrocederán? ¿Supones que se desviará su cauce en otra dirección? ¡Por supuesto que no! La piedra, el guijarro, producirá unos rizos en su superficie y se hundirá al instante. Impasible, el río no mudará su recorrido.
—¿De qué hablas? —inquirió la hechicera sin comprender el símil.
—Comparo a Caramon y Crysania con guijarros, querida —explicó Par-Salian—. No afectarán el transcurso del tiempo más de lo que lo harían dos rocas lanzadas al fondo del Thon-Salarian. Son dos piedrecitas —repitió.
—Según Dalamar no apreciamos en lo que vale el poder de Raistlin —le recordó Ladonna—. De no estar convencido de su éxito no se aventuraría, no es ningún demente.
—Está seguro de averiguar la fórmula mágica que necesita, y eso no podemos impedírselo. Pero el encantamiento nada significa si no cuenta con la ayuda de Crysania, por eso la sacerdotisa tiene que hacer ese viaje.
—Sigo sin entender…
—¡Debe morir, Ladonna! —la interrumpió el viejo mago—. ¿Me obligarás a conjurar una visión? Debe ser enviada a una era en la que todos los clérigos desaparecieron de estas tierras. Raistlin aseveró que tendríamos que mandarla, que no nos quedaría otra opción, y también afirmó que era el único medio a nuestro alcance para contrariar sus planes. Crysania es su mayor esperanza… y su temor más latente. Sin su auxilio no traspasará la puerta, pero ha de acompañarle por su propia voluntad y ése es el motivo de que se haya propuesto debilitar su fe, desencantarla hasta tal punto que ella decida actuar a su lado. —Hizo una pausa y, ondeando su mano en el aire, añadió—: No perdamos más tiempo, el hechicero parte mañana y hay que ponerse manos a la obra.
—En ese caso, mantenla aquí —sugirió Ladonna desdeñosa—. Me parece más sencillo.
El mago meneó la cabeza.
—Volvería a buscarla —argumentó él—. Y para entonces habría adquirido unos conocimientos arcanos que le permitirían hacer cuanto le plazca.
—Mátala.
—Ya se ha intentado, sin el menor éxito. Y por otra parte ni siquiera tú, con todo tu poder, la destruirías mientras permanezca bajo la protección de Paladine.
—Quizás el dios impedirá que emprenda el viaje.
—No. He estudiado los augurios y se mantiene neutral, ha dejado el problema en nuestras manos. Crysania es aquí un vegetal, ninguna criatura viviente es capaz de restituirle el aliento. Quizá Paladine ha resuelto que perezca en un lugar y un tiempo en los que su muerte tenga un sentido. De ese modo se completará su ciclo de existencia.
—Veo que has determinado enviarla a un fin irreversible —susurró la dama con expresión de perplejidad—. Tu túnica inmaculada se teñirá de sangre, viejo amigo.
Par-Salian, desfigurado el rostro, estampó los puños en la mesa.
—¡No azuces más el fuego, bastante dolorosa es la encrucijada en la que me encuentro! —le reprochó—. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? ¿No comprendes que estoy en una situación límite? Veamos, ¿quién es el adalid de los nigromantes?