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—Yo —respondió Ladonna.

—¿Y quién ocupará ese puesto si él regresa victorioso?

La interpelada frunció el ceño y calló.

—Comienza a hacerse la luz en tu mente —constató el anciano—. Sé que mis días están contados, Ladonna. ¡Oh, sí, mis facultades perduran! Quizás incluso se hallen en pleno apogeo, pero todas las mañanas, al levantarme, me traspasa el aguijón del miedo. ¿Y si hoy incurro en un titubeo senil? Cada vez que me falla la memoria al invocar un hechizo me pongo a temblar, sabedor de que llegará el momento en que no recuerde las palabras correctas. Estoy cansado —confesó, cerrando los ojos—. Lo único que anhelo es recogerme en esta alcoba, sentarme frente a las cálidas llamas y anotar en mis libros los conocimientos adquiridos a través de los años. Sin embargo, no puedo claudicar, he de ser yo quien elija a mi sucesor y evitar que ostente mi rango quien no ha de darle buen uso. No me arrancarán de mi butaca en el semicírculo. Te aseguro que me juego en esta empresa mucho más que cualquiera de vosotros.

—Quizá te equivoques —repuso la hechicera sin apartar la vista de la crepitante fogata—. Si Raistlin vuelve con el triunfo dejará de existir el cónclave, todos nos convertiremos en sus siervos. ¡Pero continúo oponiéndome a esta locura, Par-Salian! —lo imprecó con los puños cerrados—. El riesgo es excesivo. Crysania debe permanecer aquí, dejemos que Raistlin descubra los secretos de Fistandantilus y preparémonos para su retorno. Aunque no desestimo su poder, es evidente que transcurrirán lustros antes de que domine las artes impartidas por su antecesor en su largo período de vida. Durante todo ese tiempo tomemos medidas, armémonos contra él. Podemos…

La interrumpió un crujir de pasos en las sombras de la estancia. La nigromante se apresuró a volverse, introducida su mano en uno de los bolsillos secretos de su atuendo.

—Detente, Ladonna —le ordenó una voz—. No malgastes tus energías invocando un hechizo de protección. No soy una criatura de ultratumba, Par-Salian nunca mentiría en esas cuestiones.

La figura avanzó hasta el círculo de luz dibujado por el fuego, envuelta en los rojizos fulgores que despedía su túnica. Ladonna se acomodó, aliviada, en su asiento, si bien la ira que irradiaban sus pupilas habría hecho retroceder a un aprendiz.

—No, Justarius —dijo fríamente—, no vienes del más allá. ¿De modo que has conseguido zafarte de mi agudo escrutinio? No cabe duda de que tu astucia aumenta cada día que pasa. Y tú envejeces al mismo ritmo, amigo mío —se dirigía a Par-Salian—, si necesitas ayuda para tratar conmigo este asunto.

—Estoy seguro de que la sorpresa del gran maestro al descubrir mi presencia es mayor que la tuya, Ladonna —intervino el llamado Justarius antes de que lo hiciera el indignado anciano.

Arremangándose el repulgo de sus encarnadas vestiduras, el recién llegado fue a sentarse en la otra butaca que flanqueaba el escritorio. Cojeaba al andar, su manera de arrastrar el pie demostraba que Raistlin no era el único en exhibir en su anatomía los estragos de la Prueba.

—Aunque, por otra parte, quizá nuestro adalid haya preferido ocultarnos su penetrante sensibilidad —rectificó sin tardanza.

—Es obvio que te he detectado —apostilló el interesado—. Lo que ocurre es que no he querido romper el hilo de nuestra charla.

—En cualquier caso, poco importa —dijo el hechicero ataviado de rojo para zanjar la cuestión—. Sólo quería escuchar tus explicaciones a Ladonna.

—No necesitabas recurrir a ardides —lo reprendió el gran maestro—, de haberme pedido audiencia te habría expuesto los mismos puntos.

—Acaso alguno menos, ya que yo no habría osado presentar la réplica. Estoy de acuerdo contigo, desde el principio he aprobado tu proceder, pero si mi postura es favorable es porque conozco la verdad.

—¿Qué verdad? —repitió Ladonna. Miró de hito en hito a sus dos contertulios, dilatados sus ojos en una mezcla de cólera y sorpresa.

—Tendrás que mostrársela —instó Justarius al anciano sin mudar el tono de voz—, de otro modo nunca la convencerás. Haz que vea dónde radica el más grave peligro.

—¡No voy a ver nada! —protestó la nigromante en la cumbre de su enfado—. No os esforcéis, no me haréis creer un ápice de vuestras confabulaciones.

—Tendrá que invocar el encantamiento por sí misma, así olvidará sus resquemores —sugirió el mago de rojo encogiéndose de hombros.

Par-Salian emitió un quedo gruñido y, a continuación, tendió a Ladonna el prisma de cristal que reposaba en el escritorio. Cuando ella lo hubo asido, le indicó:

—El bastón de la esquina perteneció a Fistandantilus, el más poderoso brujo que nunca existiera. Formula el encantamiento de la visión, Ladonna, y contempla la vara.

La dignataria acarició el prisma dubitativa, sin cesar de espiar a aquellos dos hombres que tan poca confianza le inspiraban.

—¡Vamos! —apremió el anciano—. No lo he manipulado ni urdido ninguna argucia, sabes perfectamente que soy incapaz de traicionarte.

—Sin embargo, podrías engañar a otros sin reparos —lo acusó Justarius.

Par-Salian le clavó una fulgurante mirada, pero se abstuvo de responder.

Movida por una súbita resolución, Ladonna alzó el cristalino objeto y lo llevó a la altura de sus ojos mientras entonaba unos versículos de asonante y forzada rima. Al instante, un arco iris de luz brotó del prisma e iluminó con sus vivas tonalidades la lisa vara que se apoyaba en un sombrío rincón del estudio. Se formó un espectro multicolor, un refulgente abanico que envolvió el cayado como si quisiera infundirle vida, y eso fue lo que hizo: su reseca madera comenzó a vibrar y, al alcanzar la incandescencia, asumió la imagen de su dueño.

La hechicera examinó aquel contorno durante largos minutos y luego, despacio, bajó el prisma que se había aplicado a las pupilas. En el momento en que dejó de concentrarse se desvaneció el aparecido y el arco iris se apagó, en un débil parpadeo.

—Y bien, Ladonna, ¿seguimos adelante con nuestro proyecto? —la interrogó Par-Salian ignorando su intensa palidez.

—Permíteme estudiar el encantamiento que ha de catapultarlos al pasado —solicitó ella con voz temblorosa.

—¡Eso es imposible, no deberías pedírmelo! —exclamó el gran maestro en el límite de su paciencia—. Sólo los amos de las Torres están autorizados a penetrar los entresijos del hechizo…

—Tengo al menos derecho a ver el texto —fue la gélida contestación—. Oculta los componentes y las palabras a mis sentidos de ser tal tu deseo, pero no me niegues la oportunidad de leer los otros pormenores. Discúlpame si mi fe en ti, viejo amigo —se endurecieron sus rasgos—, no es la de otros tiempos. He de confesar que, en mi opinión, tus vestiduras se están volviendo tan grises como tu cabello.

Justarius sonrió ante el comentario, al parecer divertido. Par-Salian, por el contrario, se agitó indeciso en su butaca.

—Mañana al alba, no lo olvides —le urgió el joven mago para forzar su resolución.

Molesto, a regañadientes, el mandatario de alba túnica se puso en pie y tiró de una cadena de plata apenas visible bajo su peto, de la que pendía una llave de idéntico metal… la llave que tan sólo el amo de la Torre de la Alta Hechicería ostentaba el privilegio de utilizar. Años atrás existían cinco, ahora únicamente perduraban dos. Se desprendió el anciano de la valiosa pieza, que siempre portaba ceñida al cuello, y la insertó en un ornamentado cofre que se erguía cerca del escritorio, mientras los tres magos se preguntaban en silencio si Raistlin estaría haciendo lo mismo en aquel instante, con su propia llave, o quizás incluso extraía del interior de su cofre un libro de hechizos cuya argéntea encuadernación era una réplica exacta de la que ellos poseían. Acaso ambos adalides pasaban al unísono las sagradas páginas, despacio y con solemnidad, hojeando los encantamientos reservados a los señores de las Torres.