—Espero que no la hayan atrancado mediante un hechizo —murmuró, sintiendo que un frío repentino entumecía sus huesos. No ignoraba que los magos recurrían en ocasiones a tales ardides, una costumbre que en su opinión de kender atentaba contra la ética más elemental. Pero quizás en una Torre de la Alta Hechicería, habitada sólo por criaturas arcanas, no juzgarían necesario invocar tales portentos. «Cualquiera podría echarla abajo con otro encantamiento», argumentó al objeto de tranquilizarse.
Como era de prever, el cerrojo no opuso resistencia a sus hábiles dedos. Con el corazón palpitante, el kender empujó el quicio de la puerta y espió el interior de la sala que se desvelaba a sus ojos. La única luz que la alumbraba era una débil fogata a punto de extinguirse, así que aguzó el oído para percibir cualquier sonido procedente del lecho, envuelto en penumbra. No llegaron hasta él ronquidos ni inhalaciones, y se decidió a entrar. En efecto, la cama estaba vacía.
«No les importará que me lleve una vela si no han de utilizarla», se convenció a sí mismo. Cuando detectó una con su aguda vista, encendió el pabilo aplicándolo a un carbón incandescente y, raudo pero meticuloso se entregó al placer de examinar las pertenencias del ocupante de la alcoba. No tardó en comprender que, quienquiera que éste fuese, no se distinguía por su pulcritud.
Dos horas después, y con varias habitaciones en su haber, Tasslehoff regresó cansino a la suya, abultados sus saquillos a causa de los fascinantes artículos que habían ido engrosándolos. Por descontado, abrigaba la firme intención de restituir todo a sus dueños a la mañana siguiente. Había recogido la mayoría de los objetos en las mesas, donde yacían esparcidos sin orden ni concierto, e incluso halló algunos abandonados en el suelo. También había rescatado atractivas bagatelas de los bolsillos de túnicas que seguramente debían lavarse, en cuyo caso se habrían extraviado y no serían útiles a nadie.
Antes de llegar, no obstante, y ya salvado el último tramo de pasillo, se detuvo sobresaltado al ver un torrente de luz en la rendija de su puerta.
—¡Caramon! —exclamó si bien, lejos de precipitarse, su cerebro se pobló de inmediato de centenares de excusas plausibles para justificar la larga ronda. Quizás el guerrero aún no lo había echado de menos, sumergido en los efluvios del alcohol. Sea como fuere, el kender avanzó de puntillas hasta la hoja cerrada y escuchó en perfecto silencio.
Oyó voces. Reconoció una como la de Bupu, pero la otra… Frunció el ceño pues, aunque le resultaba familiar, no acababa de identificarla.
—Te enviaré junto al Gran Pulp en cuanto me reveles su paradero. ¿Cómo voy a cumplir tu deseo si no me ayudas? —protestaba el desconocido, en un tono que denotaba cierta exasperación.
Al parecer hacía ya rato que duraban las negociaciones. Tas miró por el ojo de la cerradura y vio a Bupu, salpicadas las greñas de puré de patata, erguida en actitud recelosa frente a una figura ataviada de rojo. Al fin, Tas recordó dónde había oído aquella voz: pertenecía al mago del cónclave que había importunado sin descanso a Par-Salian.
—¡Gran Bulp! —corrigió indignada la enana gully—. Su título es Gran Bulp, no Gran Pulp. Está en casa. Mándame a casa y yo lo encontraré.
—De acuerdo. ¿Dónde está tu casa?
—Donde vive el Gran Bulp.
—¿Y dónde vive el Gran Pul… Bulp? —insistió el hechicero, abandonadas las últimas esperanzas.
—En casa —fue la sucinta respuesta de Bupu—. Ya te lo he dicho antes. ¿Tienes orejas debajo de esa capucha? Quizá seas sordo.
La diminuta mujer desapareció unos segundos del campo de visión de Tas, al agacharse para revolver en su hatillo. Cuando se levantó de nuevo exhibía en su mano un lagarto muerto, con una correa anudada en torno a su cola.
—Te curaré —ofreció—. Introduce el rabo en el lóbulo y…
—Agradezco tu interés —se apresuró a declarar el mago—, pero puedo asegurarte que no sufro ninguna anomalía. Veamos, ¿cómo se llama tu hogar? ¿Tiene algún nombre?
—El Pozzo, con dos zetas. Imaginativo, ¿verdad? —comentó ella orgullosa—. Fue idea del Gran Bulp. En una ocasión devoró un libro y aprendió mucho. Todavía lo guarda aquí —añadió, señalando su estómago.
Tas tuvo que cubrirse los labios con la mano para refrenar una carcajada, mientras advertía que el hechicero experimentaba problemas similares. Temblábanle los hombros bajo la túnica, y no pudo articular palabra hasta unos momentos después. Cuando lo hizo, su voz parecía quebrada.
—¿Cómo denominan los humanos a tu… tu Pozzo?
—De un modo muy feo. Se diría que escupen: Skroth.
—Skroth —repitió el sabio, desconcertado pero sin desistir de su propósito. De pronto, chasqueó los dedos y se le iluminó el rostro—. ¡Ya lo tengo! —exclamó—. El kender pronunció ese nombre en la asamblea. Sin duda te refieres a Xak Tsaroth.
—Te lo he dicho hace un minuto —gruñó Bupu—. ¿De verdad no quieres probar mi remedio contra la sordera? Insertas la cola…
Emitiendo un suspiro de alivio, el mago extendió la mano sobre la cabeza de la enana y comenzó a entonar un extraño cántico. Entre una y otra estrofa, derramaba sobre la pequeña gully un polvillo que la hacía estornudar violentamente.
—¿Ahora volveré a casa? —indagó Bupu, olvidadas sus suspicacias.
El hechicero no contestó, no podía interrumpir su fórmula.
«No es nada simpático —rezongó ella para sus adentros, molesta por la picazón que la agitaba cada vez que una nueva capa de polvo se depositaba sobre su cuerpo—. Ninguno de estos seres puede compararse a mi hombre cautivador. Él no se burlaba de mí, me llamaba "pequeña"».
La substancia harinosa que envolvía a la enana gully empezó a refulgir con una luz amarilla. Tas contempló sin resuello cómo los resplandores ganaban intensidad y se tornaban anaranjados, verde mar, azules y…
—¡Bupu! —susurró el kender. Su compañera había desaparecido.
«¡Y yo seré el próximo!», comprendió aterrorizado. En efecto, el renqueante individuo echó a andar hacia el lecho donde Tas, en una estratagema digna de su astucia, había confeccionado una tosca réplica de sí mismo para que Caramon no se preocupara en el caso de despertar.
—Tasslehoff Burrfoot —lo llamó con quedo acento el mago de Túnica Roja. Éste se hallaba ahora en un rincón de la alcoba y el kender había dejado de divisarle.
El hombrecillo estaba paralizado, aguardando que el sabio descubriera el engaño. No le asustaba la idea de ser atrapado, no sería la primera vez que escapara de un atolladero gracias a su locuacidad, pero le causaba un espanto indecible que lo mandaran a su recóndito país. Por mucho que se lo propusieran, no catapultarían a Caramon al pasado sin él.
«¡Mi amigo me necesita! —se revolvió en una muda agonía—. Ellos no saben que atraviesa momentos difíciles, no se han preguntado qué ocurriría si yo no estuviera a su lado para arrancarle de las tabernas».
—Tasslehoff —persistió el hechicero al no recibir respuesta. Debía hallarse junto a la cama.
Hundió el kender la mano en uno de sus saquillos y, sacando un puñado de quincalla, esperó contra toda esperanza encontrar algo útil. Abrió la palma, la alzó hacia la llama de su vela y columbró bajo su tenue luz un anillo, un grano de uva y una pelota de cera. Era obvio que estos últimos objetos no le interesaban, de modo que se desprendió de ellos.
—¡Caramon! —oyó que el mago interpelaba al guerrero con tono severo. El hombretón rezongó y gimió, no era difícil adivinar que su oponente lo estaba zarandeando—. Caramon, despierta. ¿Dónde está el kender?