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Tasslehoff, que se disponía a hundir sus afilados colmillos en el pulgar del sabio, cambió repentinamente de idea. «Concluir la tarea de hoy —repitió para sus adentros—. Seguro que está relacionada con el viaje de Caramon, y de esta guisa no me resultará difícil escabullirme y partir junto a él».

Inclinó la cabeza en una actitud que debía denotar docilidad ratonil y que sin duda satisfizo al gigante, pues sonrió con aire preocupado y empezó a hurgar en sus bolsillos como si buscara algo.

—¿Qué ocurre, Justarius? —inquirió Caramon, que se había levantado y asomaba ahora la testa por el dintel a fin de, aturdido y somnoliento, escudriñar el pasadizo—. ¿Has encontrado ya a Tas?

—¿Al kender? No. —El hechicero sonrió de nuevo, esta vez visiblemente contrariado—. Quizá tarde un buen rato en descubrir su paradero, los de su raza siempre saben dónde ocultarse.

—No lo lastimarás, ¿verdad? —preguntó el guerrero anhelante, tanto que Tas sintió pena por él y pensó en el modo de tranquilizarle.

—Por supuesto que no —le aseguró Justarius, sin cejar en su búsqueda—. Aunque —rectificó—, quizá sin quererlo se dañe él mismo. Hay objetos en la Torre con los que no es aconsejable jugar. Concentrémonos en ti: ¿estás preparado?

—No me iré hasta que haya aparecido mi amigo sano y salvo —se empecinó Caramon.

—No tienes opción —le regañó el mago, y Tas percibió en su voz una creciente frialdad—. Tu hermano saldrá al alba, la única manera de ayudarle es que inicies tu viaje en el mismo momento. Par-Salian tarda varias horas en memorizar y formular este complejo hechizo, así que, debemos apresurarnos. Lo cierto es que he perdido unos minutos preciosos buscando al kender. Vamos, no puedo permitirme más demoras.

—Espera —suplicó el fornido humano con un gesto teatral—. Mi ropa, mis pertrechos.

—No te inquietes por ellos —lo atajó Justarius.

Había hallado al fin el artículo que guardaba en su bolsillo, una bolsa plateada.

—No puedes ser enviado al pasado con armas ni ingenios del presente —le explicó—, pero una parte del encantamiento consiste en proporcionarte vestimenta adecuada para el período al que te desplazas.

—¿Significa eso que tendré que prescindir de mi atuendo habitual y que no portaré espada? —El guerrero contempló, anonadado, su cuerpo.

«¿Vais a lanzar a este hombre a un tiempo remoto en solitario? Sobrevivirá cinco minutos, quizá menos. ¡Por todos los dioses, no lo permitiré!», se rebeló el kender sin poder manifestarlo.

La tempestad que rugía en su mente sufrió un brusco revés cuando fue arrojado al interior de la bolsa. Todo se tornó negro a su alrededor mientras se precipitaba, dando volteretas, hasta caer boca arriba, una posición que en su nueva identidad se le antojó vulnerable. Luchó frenéticamente para enderezarse y, tras hacer denodados esfuerzos en los que arañó con sus garras los resbaladizos lados de la bolsa, consiguió su propósito. Al verse de nuevo de pie se disipó su momentánea angustia.

«Así que eso es lo que siente uno cuando le domina el pánico. Me alegro de que los de mi raza no conozcan esta emoción. Y ahora, ¿qué haré?», reflexionó meditabundo.

Instándose a calmarse, a normalizar el vertiginoso pálpito de su corazón, Tasslehoff se agazapó en la base del argénteo calabozo y trató de planificar sus próximos movimientos. En su forcejeo había perdido la noción de los sucesos que se desarrollaban en el exterior, mas una breve escucha le ayudó a situarse de nuevo. Se oían los ecos producidos por dos pares de pies al avanzar por un pasillo de piedra: las rotundas zancadas de Caramon y el susurrante andar del mago. Experimentó asimismo un suave balanceo, acompañado por el crujir de dos paños al entrechocarse, y comprendió que su aprehensor había suspendido el plateado saquillo de su cinto.

—¿Qué tengo que hacer cuando llegue al final del viaje? ¿Cómo volveré después? —La voz que interrogaba a su interlocutor era la de Caramon, amortiguada por la tela pero bastante clara.

—Se te explicará todo en su momento —fue la respuesta, que al kender le pareció cargada de paciencia—. ¿Abrigas alguna duda, te asaltan pensamientos que no osas confesar? Debes ser sincero con nosotros.

—No. —La negativa del guerrero sonó contundente, más firme que nunca—. No abrigo dudas ni temores, si te refieres a eso. Iré, conduciré a la sacerdotisa Crysania a la presencia de quienes puedan curarla, ya que, aunque vuestro anciano dignatario asevere lo contrario, yo soy el único culpable de su estado cataléptico y, en cuanto me haya asegurado de que recibe la ayuda que necesita, me ocuparé en vuestro nombre de Fistandantilus.

Tintineó en los oídos de Tas un quedo susurro procedente de Justarius, que el guerrero no percibió. El corpulento humano describió en gráficas imágenes lo que haría con Fintandantilus cuando lo encontrase, ajeno a aquel siseo inarticulado que al kender le heló la sangre en las venas del mismo modo que quedara paralizado al detectar, durante el cónclave, la triste mirada dirigida por Par-Salian a su amigo. Olvidando dónde estaba, el kender-ratón emitió un alarido desgarrado.

—Silencio —lo conminó el hechicero, a la vez que daba unas abstraídas palmadas en la bolsa—. Serénate, dentro de poco estarás en tu jaula comiendo maíz.

—¿Cómo? —preguntó Caramon, y Tas visualizó al instante su expresión de sorpresa.

Sin embargo, el kender estaba ensimismado en otras cavilaciones. Rechinaron sus dientes al conjurar el término «jaula» en su cerebro una terrible escena, sucedida por una idea no menos espantosa: ¿Y si no lograba recuperar su aspecto normal?

—No hablaba contigo, sino con mi hirsuto amigo del saquillo —aclaró Justarius al sobresaltado guerrero—. Se está poniendo tan nervioso que, de no ser porque el tiempo apremia, lo devolvería a su hogar de inmediato. Pero me precipito —añadió al inmovilizarse el pequeño prisionero—, creo que se ha tranquilizado. Disculpa la interrupción, ¿qué decías?

Tas dejó de escucharlos. Muy alicaído, se aferró a la pared de la bolsa para suavizar los bandazos que daba al rebotar contra el renqueante muslo de su portador. «No hay que desesperar —se animó a sí mismo—. Lo más probable es que el hechizo se deshaga en cuanto me desprenda del anillo».

Se acarició la diminuta garra que el aro, tras reducirse al tamaño adecuado, cercaba en un perfecto ajuste, y recordó que la última sortija mágica que exhibiera habíase negado a abandonar su dedo «¿Y si ahora sucedía lo mismo? ¿Y si estaba condenado a vivir para siempre bajo aquella pelambre blanca sostenida por cuatro patas rosadas?», pensó desazonado.

Tal era la obsesión que lo atenazaba que casi cedió al impulso de arrancarse la alhaja, ansioso de ver si se invertía el encantamiento.

Por fortuna se contuvo a tiempo. ¿Qué pasaría si estallaba la bolsa, surgía de ella transformado en kender y aterrizaba a los pies del hechicero que con tanto ahínco lo buscaba? No, al menos de este modo lo llevaban a la misma estancia que a Caramon y podría acompañarlo dondequiera que fuese. Si más tarde, ya libre, no se operaba la deseada metamorfosis seguiría siendo un ratón el resto de sus días. Había desgracias peores.

«¿Cómo saldré del saquillo?», se preguntaba.

Le dio un vuelco el corazón, no había recapacitado sobre este problema. No le costaría ningún esfuerzo liberarse en el caso de recuperar su identidad, sólo que en ese caso lo atraparían y lo mandarían a su tierra natal. Por otra parte, si optaba por no ensayar ninguna transformación y conformarse con ser un roedor acabaría comiendo maíz en compañía de Faikus. Gimió el kender-ratón y ocultó el hocico entre sus garras, mientras se repetía que éste era el mayor atolladero de toda su vida incluida aquella ocasión en que, cuando huyó con su mamut lanudo, dos peligrosos brujos se lanzaron a su caza y captura. Y para colmo de desventuras, su mareo iba en aumento; el ondulante movimiento del saquillo, el encierro, el viciado olor, los saltos inesperados, habían puesto la náusea en la boca de su estómago.