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«Mi error estriba en haber recurrido a Fizban. Quizá sea Paladine, pero algún recoveco mortal de su ser le inclina a disfrutar provocando farsas jocosas», reflexionaba el consternado Tas.

El hecho de evocar al caótico mago y constatar cuánto lo echaba de menos no le ayudaba a sentirse mejor, así que descartó tales elucubraciones y trató una vez más de concentrarse en la observación de su entorno, por si le sugería una posible escapatoria. Escudriñó la sedosa penumbra que lo envolvía y, de pronto, se hizo la luz.

«¡Eres un estúpido! —se insultó en la cumbre de la excitación—. En toda mi vida no había conocido a un kender con cerebro de mosquito, a un botarate de semejante envergadura, como diría Flint. Y tendría razón. Lo único que hay que cambiar es el término kender por ratón, ya que he dejado de pertenecer a mi antigua tribu. Soy un pequeño roedor… y eso me da una ventaja, porque ahora tengo afilados colmillos».

Al instante, Tasslehoff realizó un primer experimento. Quiso morder la pared más próxima de la bolsa pero, al escabullírsele la resbaladiza seda que la componía, el desaliento volvió a adueñarse de él, pero no cedió al pesimismo.

«Prueba suerte con la costura, necio», se urgió severo y, en un santiamén, hundió los incisivos en el hilo que mantenía unidas las dos partes de tela. Sus cortantes armas rasgaron las hebras y, tras deshacer por idéntico procedimiento varias puntadas, un mar rojizo se reveló a sus ojos: ¡la túnica del mago! Acarició su faz una ráfaga de aire fresco —ignoraba qué había guardado antes su celador en el saquillo, pero el pobre kender-roedor estaba al borde de la asfixia— y se sintió tan reconfortado que se aplicó a su tarea con renovada energía.

No tardó en interrumpirse, al reflexionar que si ensanchaba más la hendidura se precipitaría por ella. No estaba preparado para dejarse caer, todavía no, debía aguardar hasta que llegasen al lugar donde se dirigían. No podía estar muy lejos, ya que llevaban largo rato subiendo sinuosos tramos de escalera y oía los jadeos de Caramon, poco acostumbrado en la actualidad a ejercitar sus músculos, percibiendo incluso ciertas irregularidades en el resuello de su arcano guía.

—¿Por qué no me transportas por la magia al laboratorio? —sugirió el guerrero, totalmente derrengado tras la escalada.

—¡Ni hablar! —se opuso el hechicero con vehemencia. No obstante, suavizó su tono al agregar—: Desde aquí presiento las vibraciones, las chispas que el inmenso poder de Par-Salian propaga en el aire al preparar su encantamiento. ¡No permitiré que uno de mis nimios hechizos perturbe las fuerzas que se han desatado esta noche!

Tas se estremeció bajo su blanco pelaje y supuso que Caramon había experimentado idéntica reacción, pues oyó cómo se aclaraba nervioso la garganta y proseguía el ascenso en absoluto mutismo. Transcurridos unos minutos, se detuvieron.

—¿Hemos alcanzado nuestro objetivo? —preguntó el hombretón, tratando de aparentar una calma que no tenía.

—Sí —contestó Justarius en un susurro que obligó al kender a aguzar sus finos sentidos para captar sus palabras—. Te conduciré hasta la cúspide de la escalera, de la que nos separan escasos peldaños, y una vez frente a la puerta que la corona la abriré con sigilo y te franquearé el acceso. ¡No despegues los labios! No digas nada susceptible de romper la concentración del gran maestro, recuerda que ha pasado varios días ultimando sólo los preliminares…

—¿Entonces sabía de antemano que esta noche formularía…? —intentó interrogar Caramon a su interlocutor. Intuía, con cierto retraso, que no era sino una pieza en manos de seres superiores.

—Silencio —lo atajó el mago de encarnado atuendo, impregnada su voz de ira—. Por supuesto, era consciente de que existía esa posibilidad y tenía que prepararse por si acaso. Fue un acierto tomar tal precaución, ya que ignorábamos la premura con que pretende actuar tu hermano. —Exhaló un hondo suspiro y, ya más sereno, añadió—: Y ahora, te lo repito: cuando salvemos los últimos escalones debes sellar tu boca. ¿Has comprendido?

—Sí. —El fornido humano parecía haber perdido su capacidad de réplica.

—Haz exactamente lo que te ordene Par-Salian. No preguntes, limítate a obedecer. ¿Serás capaz de controlar tus impulsos?

—Sí —accedió Caramon, más subyugado a cada segundo. Tas incluso detectó un ligero temblor en tan breve respuesta.

«Está asustado —comprendió el kender—. Pobre amigo mío, ¿por qué le someten a tan dura prueba? No acabo de entenderlo, estoy seguro de que existen motivos inconfesables que escapan a nuestra percepción. Sea como fuere, me expondré si es necesario a la cólera de Par-Salian pero no dejaré solo a Caramon. De algún modo me reuniré con él, no he de privarle de mi ayuda. Además, será maravilloso viajar en el tiempo».

—De acuerdo —concluyó vacilante Justarius, y Tas reparó en la tensión que lo agarrotaba—. Nos despediremos en este punto, guerrero. Espero que los dioses te acompañen, porque vas a embarcarte en una empresa azarosa… para todos nosotros. No puedes ni siquiera imaginar las consecuencias del fracaso. —Pronunció esta última frase tan quedamente que tan sólo la oyó el kender, y su inquietud fue en aumento—. Desearía poder afirmar que tu hermano merece el intento.

—Lo merece —repuso el hombretón con convencimiento—, ya lo verás.

—Ruego a Gilean que no te equivoques. ¿Estás preparado?

—Sí.

Resonó en los tímpanos del kender un murmullo de tela, y supuso que el hechicero meneaba la cabeza bajo su capucha. Acto seguido reanudaron la marcha, subiendo despacio los empinados peldaños mientras Tas se asomaba por la abertura del saquillo y estudiaba el avance. No tendría sino unos instantes para actuar.

Alcanzaron la cima, la ancha piedra que marcaba el rellano apareció en el limitado campo de mira del falso roedor. «¡Éste es el momento!» —decidió, tragando saliva. Percibió un nuevo movimiento en el cuerpo del mago, sucedido por el crujir de una puerta, y se apresuró a limar los últimos hilos que afianzaban la costura. Caramon traspasó el umbral, la hoja inició su lento recorrido para ajustarse…

Soltóse la última puntada que impedía la caída de Tas y éste se lanzó al aire, no sin preguntarse si los ratones aterrizaban siempre de pie como los gatos, ya que en una ocasión había arrojado a un felino desde el tejado de su casa para cerciorarse de que así era, con resultado satisfactorio. En cuanto se tropezó con el frío suelo emprendió una rápida carrera, tras advertir que la puerta estaba cerrada y que el sabio de Túnica Roja comenzaba a alejarse. No se detuvo para estudiar el terreno, atravesó el tramo que lo separaba de la estancia a toda la velocidad de que fue capaz y, encogiendo su pequeño cuerpo, logró filtrarse por la angosta rendija inferior de la entrada.

Ya dentro del laboratorio, se zambulló bajo una librería adosada al muro e hizo un alto al objeto de tomar aliento.

¿Qué ocurriría si Justarius descubría su fuga? ¿Vendría en su busca?

«Olvida tan absurdos temores —se reconvino, disgustado consigo mismo—. Ignora dónde caí y, en cualquier caso, no osaría adentrarse en la sala y arruinar el hechizo».

El bombeo de su corazón volvió poco a poco a la normalidad, de tal modo que sus vías auditivas se abrieron, de nuevo, a otros ruidos que no fueran sus intensas palpitaciones. Pocos fueron los ecos que llegaron a sus tímpanos: unos imprecisos siseos, como si alguien ensayara su monólogo para una representación callejera, y los esfuerzos que realizaba Caramon a fin de amortiguar los jadeos de la escalada, fiel a su promesa de no perturbar al gran maestro. Pero eso era todo, si se exceptúa el rechinar de las botas del guerrero al levantar los pies a intervalos, preso de un gran desasosiego.