«Tengo que ver —razonó Tas—, si quiero enterarme de lo que sucede».
Al deslizarse bajo la librería el kender empezó a integrarse de verdad en el universo único, diminuto del que había pasado a formar parte. Era un mundo de migas, de ovillos de hilo y de polvo, de pinzas y ceniza, de pétalos de rosa secos y hojas de té mojadas, un mundo en el que lo insignificante adquiría inusitadas proporciones. El mobiliario se alzaba sobre él como los árboles en un bosque, sirviendo, al igual que éstos, para proporcionar cobijo. La llama de una vela era el sol, Caramon un gigante monstruoso.
El kender-ratón rodeó los descomunales pies de su amigo. Mientras lo hacía vislumbró por el rabillo del ojo señales de movimiento y, al volver la cabeza, atisbó otro miembro más pequeño que, calzado con una sandalia, sobresalía bajo unas vestiduras de color blanco. Reconoció de inmediato a Par-Salian así que, raudo como una centella, escapó en dirección al rincón opuesto de la estancia. Por fortuna, tan sólo lo alumbraban unas oscilantes candelas.
Se detuvo como pudo, patinando sobre la lisa superficie de roca. En el pasado tuvo oportunidad de visitar el laboratorio del mago, cuando se ciñó al dedo aquel malhadado anillo mágico que lo catapultó en el espacio, mas, pese al tiempo transcurrido, permanecían impresos en su memoria los portentos que le fuera dado contemplar. Echó de nuevo a andar mientras cavilaba sobre el esotérico contenido de la sala, si bien su ensimismamiento no le impidió hacer una prudente pausa antes de penetrar en un círculo dibujado en el suelo. En el centro de esta circunferencia que, trazada con polvillo de plata, refulgía a la luz de las velas, yacía la sacerdotisa Crysania. Sus pupilas vidriosas se perdían en la nada, fijas e invidentes, y su rostro estaba tan lívido como el lienzo que la arropaba.
No existía la menor duda de que era aquí donde había de obrarse el encantamiento. Con la pelambre erizada sobre su cerviz, Tasslehoff reculó a trompicones y se agazapó debajo de un bacín invertido, desde donde podría escudriñar la escena sin ser visto.
En el exterior del círculo se erguía Par-Salian, resplandeciente su alba vestimenta en la feérica luz del objeto que sostenía en la mano. Era éste un cetro con joyas incrustadas que despedía vivos destellos al darle vueltas su portador, de aspecto similar al que ostentara un rey de Nordmaar en presencia del kender. Sin embargo, el que ahora admiraba se le antojó más fascinador, quizás a causa de la manera singular en que estaban ensambladas sus facetas. Algunas de sus partes se movían mientras que otras, el desconcertado Tas no acertaba a representárselo de otra manera, giraban sin desplazarse. El gran maestro manipulaba hábilmente este ingenio, doblándolo sobre sí mismo para luego retorcerlo hasta reducirlo al tamaño de un huevo. Sin cesar de farfullar extraños versos, el archimago introdujo tan deslumbrador artículo en un bolsillo de su túnica.
De pronto, y pese a que su oculto espectador no le vio dar ningún paso, Par-Salian se situó en el interior del cerco, próximo a la figura inerte de Crysania. Se inclinó hacia la sacerdotisa, depositó algo que escapó a la observación del kender en los pliegues de su atuendo y acometió un cántico en el lenguaje de la magia, a la vez que esbozaba con sus nudosas manos círculos en el aire.
Lanzando una mirada a Caramon, Tas comprobó que el guerrero permanecía al lado del cerco con una extraña expresión en el rostro. Su actitud era la de un ser ajeno a las artes arcanas pero que, al mismo tiempo, no se siente incómodo frente a sus procedimientos. «Es natural, ha crecido entre hechizos. Quizás imagina que se halla de nuevo junto a su hermano», pensó.
Par-Salian enderezó la espalda, y el kender sufrió un gran sobresalto al advertir el cambio que se había operado en él. Su rostro había envejecido más aún, tiñéndose de una palidez cenicienta, y su cuerpo se bamboleaba en su erecta postura. Hizo señal de acercarse a Caramon y éste obedeció, si bien cuidó de no pisar el polvillo plateado al penetrar en la zona sagrada. Sumido en un trance, el hombretón avanzó unos pasos para detenerse al lado de la exánime Crysania.
Par-Salian extrajo entonces el cetro de su bolsillo y se lo tendió al humano, quien posó la mano sobre él de tal suerte que, durante unos segundos, ambos lo sostuvieron. Caramon movió los labios mas ningún sonido brotó de su garganta, como si se estuviera preparando mediante el aprendizaje de una información comunicada mágicamente. Cuando volvió a sellarse la boca del guerrero el maestro levantó ambas palmas y, al hacerlo, se izó del suelo y flotó hasta el exterior del círculo a fin de refugiarse en la oscuridad del laboratorio.
Tas dejó de verlo, pero podía oír. El cántico que antes iniciara subió de volumen hasta que, de forma súbita, un muro de plata surgió del círculo trazado en la piedra. Tan brillante era que los ratoniles ojos del kender comenzaron a arder, si bien no logró desviar la mirada, ni tampoco fue capaz de bloquear sus tímpanos al agudo griterío que se había generado en la sala. En efecto, se había unido a la estridente tonada del hechicero un coro de voces que parecían nacer en profundidades abismales y reflejarse sobre la roca, en respuesta a las estrofas de su adalid.
Más que en la barahúnda, los sentidos del kender estaban absortos en la centelleante cortina de poder. Al otro lado Caramon, inmóvil junto a Crysania, sujetaba todavía el extraño ingenio. Tas ahogó una exclamación, que más se asemejaba a un suspiro, al examinar el laboratorio que, aunque visible a través del argénteo muro, parecía parpadear como si luchara por su propia existencia. En los intervalos de negrura que se alternaban con las intermitencias luminosas se perfilaban imágenes de bosques, ciudades, lagos y océanos, todos ellos sucediéndose en nebulosas secuencias que iban y venían, pobladas de criaturas cuyos contornos eran de inmediato reemplazados por otros.
El cuerpo del fornido guerrero empezó a vibrar al ritmo de las alucinantes visiones, siempre en el interior de la columna de luz. Crysania, por su parte, aparecía y se desvanecía con idéntica regularidad.
Las lágrimas inundaron el hocico del transformado hombrecillo, prendiéndose de sus bigotes. «Caramon va a emprender la más fabulosa aventura de todos los tiempos y me deja aquí, solo», se lamentaba.
Durante unos inciertos segundos Tasslehoff libró una cruenta batalla contra sí mismo. La lógica, la razón argumentaban en su mente, como lo habría hecho Tanis, que sería un estúpido si se interfería en tan inexplicables prodigios porque, en ese caso, no tardaría en arruinar los proyectos de su amigo. Oía esta voz, sí, pero los cánticos del mago y de las piedras la fueron difuminando hasta acallarla por completo.
Par-Salian nunca oyó el chillido del pequeño roedor. Tan abstraído estaba en los pormenores del hechizo que tan sólo vislumbró, de soslayo, un leve movimiento. Era ya demasiado tarde cuando vio salir al ratón de su escondrijo y correr en pos del plateado muro de luz. Aterrorizado, cesó en su canto y las voces de la piedra, ahora huecas, murieron junto a la suya. En el silencio reinante distinguió unas palabras articuladas, asombrosas por el tono en que eran pronunciadas: «¡No me abandones, Caramon, sin mi ayuda no sabrás salvar los peligros que te aguardan!».
El roedor atravesó el polvillo de plata, dejando tras de sí un rastro refulgente, e irrumpió en el círculo de luz. Par-Salian percibió un tenue tintineo producido, al parecer, por una sortija que rodaba en el pétreo suelo, y un instante más tarde se materializó, tras la cortina que él mismo conjurara, una tercera figura, arrancándole un alarido desgarrador. Se desvanecieron acto seguido los vibrantes contornos y los cegadores haces fueron absorbidos en un postrer torbellino, que sumió el laboratorio en tinieblas.