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Débil, exhausto, el anciano maestro se derrumbó sobre el suelo. Su último pensamiento, antes de abandonarse a su desmayo, fue espantoso. Había enviado un kender al pasado.

LIBRO II

1

Calumnias

Denubis caminaba sin prisas por los ventilados, luminosos pasillos del Templo de los Dioses erigido en Istar, absorto en sus cavilaciones y con la mirada perdida en los intrincados diseños del marmóreo suelo. Un observador, al verle deambular sin rumbo y en actitud preocupada, habría supuesto sin duda que el clérigo era insensible al hecho de que se estaba adentrando en el corazón del universo. Nada más lejos de la verdad: era muy poco probable que olvidara tal circunstancia y, de haber incurrido en un momentáneo descuido, el Príncipe de los Sacerdotes se encargaría de recordárselo en su diaria llamada a la oración.

«Somos el corazón del universo —repetiría el dignatario en una voz tan musical que, en ocasiones, uno no prestaba atención al contenido de sus frases—. Istar, ciudad elegida de los dioses, es el centro del orbe y nosotros, quienes vivimos en su seno, somos la víscera que lo alimenta. Del mismo modo que la sangre fluye por el organismo, bañando y enriqueciendo incluso los dedos del pie, así también nuestra fe y enseñanzas brotan de este magnífico Templo para llegar a las entrañas de la más insignificante de las criaturas. Tened presente mi sentencia cuando os entreguéis a vuestros quehaceres cotidianos, porque aquellos que aquí trabajáis sois los hijos predilectos de las divinidades. Al igual que un ligero roce en la hebra más fina de la argéntea telaraña propaga temblores en toda su superficie, vuestra más nimia acción podría hacer que se tambalease el reino de Krynn».

Denubis se estremeció, habría preferido que el Príncipe de los Sacerdotes no utilizara esta metáfora. El clérigo detestaba a las arañas y, en realidad, a todos los insectos, algo que nunca admitió quizá porque le provocaba un sentimiento de culpabilidad. ¿No estaba obligado a amar a todo ser viviente salvo, por supuesto, aquéllos que creara la Reina de la Oscuridad? Tal categoría englobaba a los ogros, goblins, trolls y otras razas perversas, pero no tenía la total certeza de que las arañas figuraran en la lista. Aunque era su firme intención preguntarlo, sabía que ese paso entrañaría un debate filosófico de varias horas con los Hijos Venerables y no creía que mereciese la pena. Cualquiera que fuese el veredicto, en su fuero interno seguiría odiando a las arañas. El clérigo se golpeó suavemente la incipiente calva. ¿Cómo había llegado su errabunda mente a centrarse en tan abyectos animales?

«Me estoy haciendo viejo —pensó con un suspiro—. No tardaré en ser como el pobre Arabacus si no desarrollo más actividad que la de sentarme en los jardines y dormir hasta que alguien me despierte para cenar. —Suspiró de nuevo, si bien sentía más envidia que lástima—. Al menos, Arabacus se ha salvado de…».

—Denubis.

Hizo una pausa a fin de escudriñar el ancho corredor, pero no vio a nadie. Un temblor recorrió su espina dorsal al preguntarse si había oído una voz susurrante, o tan sólo lo había imaginado.

—Denubis —insistió el enigmático ser, en idéntico tono.

Esta vez el clérigo estudió más minuciosamente las sombras proyectadas por las robustas columnas de mármol que sostenían el áureo techo y, entre ellas, distinguió una más oscura, una mancha de negrura en las tinieblas. Contuvo la exclamación de ira que afloraba a sus labios y, refrenando asimismo un segundo temblor que agitaba sus músculos, hizo un alto en su camino y se aproximó despacio a la figura que se dibujaba en la penumbra a sabiendas de que ésta no abandonaría su lóbrego entorno para ir hacia él. La luz no dañaba al ser que le había llamado como solía perjudicar a los hijos de la noche, ya que al parecer nada en la faz del mundo era capaz de lastimarle. Si no acudía a su presencia era, simplemente, porque prefería las sombras. «Muy teatral», se dijo el clérigo con una mueca sarcástica.

—¿Qué quieres de mí, Ente Oscuro? —inquirió con una voz que pretendía ser agradable.

Intuyó una ambigua sonrisa en el nebuloso rostro, y comprendió que su interlocutor conocía sus más secretas elucubraciones.

—¡Maldita sea! —renegó Denubis, fiel a un hábito que el Príncipe de los Sacerdotes desaprobaba pero que él, simple mortal, no había logrado desechar—. ¿Por qué permite nuestro dignatario que se pasee por la corte en lugar de desterrarlo, como hizo con los otros?

Su pregunta no iba dirigida a nadie en concreto dado que, en el fondo de su alma, sabía la respuesta. Este ser era demasiado peligroso, su poder traspasaba todas las fronteras. El Príncipe de los Sacerdotes lo conservaba en su compañía como un hombre corriente albergaría en su casa a un mastín feroz: es consciente de que el animal atacará a quien le ordene, pero debe asegurarse constantemente de que permanece atado a su traílla pues, si la correa se rompiera, la bestia se abalanzaría contra el cuello del amo.

—Siento mucho molestarte, Denubis —se disculpó el Ente con aquella voz acariciadora—, más aun al verte absorbido por tan hondas reflexiones. Si oso interrumpirte, es porque en este mismo instante tiene lugar, no lejos de aquí, un evento de suma importancia. Debes reunir un batallón de centinelas del Templo y encaminarte a la plaza del mercado. Allí, en la encrucijada, hallarás a una Hija Venerable de Paladine en estado comatoso. Y, en el mismo lugar, se encuentra el hombre que la asaltó.

Los ojos del clérigo casi se salieron de sus órbitas, antes de encogerse en rendijas que denotaban suspicacia.

—¿Cómo te has enterado? —indagó.

La figura hizo un leve movimiento en su lúgubre aureola y la línea que formaban sus labios, fina pero discernible, se ensanchó en una aproximación a lo que denominamos sonrisa.

—Denubis, hace muchos años que nos conocemos —argumentó el Ente Oscuro en actitud burlona—. ¿Le preguntas al viento cómo sopla? ¿Interrogas a las estrellas para averiguar de dónde procede su brillo? Lo sé, amigo mío, y eso debe bastarte.

—Pero… —El clérigo decidió callar, sus protestas de nada habían de servirle. Sin embargo, no era tan sencillo convocar a un batallón de guardianes del Templo. Tendría que dar explicaciones e informar a las autoridades. Sumido en una gran confusión, se llevó las manos a las sienes.

—Apresúrate, Denubis —le urgió el sombrío personaje—. No vivirá mucho tiempo.

El infeliz humano tragó saliva. ¡Una Hija Venerable de Paladine asaltada, moribunda! ¡Y en la plaza del mercado! Probablemente la rodeaba una muchedumbre boquiabierta. ¡Qué escándalo! El Príncipe de los Sacerdotes se disgustaría sobremanera cuando le comunicara tal noticia.

Quiso hablar, mas enmudeció de nuevo para buscar el auxilio de la figura. Comprendiendo que no había de brindárselo dio media vuelta y, entre el revoloteo de su propia túnica, echó a correr por el pasillo. Sus sandalias de piel arañaban el suelo en su precipitada marcha y levantaban estruendosos ecos.

Al llegar al cuartel del capitán de la guardia, Denubis consiguió, con voz jadeante tras su carrera, formular su demanda al teniente que se hallaba de servicio. Como había previsto, se originó una auténtica conmoción y, mientras esperaba que apareciese el oficial en funciones, se derrumbó sobre una silla a fin de recuperar el resuello.

La identidad del creador de las arañas era un asunto abierto a debate pero, en la mente de Denubis, no existía la menor duda sobre quién había concebido al Ente Oscuro. Estaba seguro de que la figura se mantenía agazapada en la penumbra, riéndose de él.

—¡Tasslehoff!

El kender abrió los ojos, tan aturdido que no adivinaba dónde estaba ni quién era. Una voz había pronunciado un nombre que le resultaba familiar, ésa era su única certeza en el torbellino que le envolvía. Aún confuso, examinó el paraje y advirtió que estaba acostado encima de un humano corpulento, tumbado a su vez cuan largo era en medio de una calle. El individuo le miraba perplejo, quizá porque Tas se hallaba encaramado a su rollizo vientre.