—Tas —repitió el hombretón, más asombrado a cada instante—. Me temo que no deberías haber venido.
—No lo sé —contestó el kender, ocupado sobre todo en discernir si «Tas» era su apelativo.
De pronto, despertó su memoria y evocó el cántico de Par-Salian, la sortija que se desprendió de su dedo, la luz cegadora, el coro formado por las piedras, el terrible alarido del mago…
—¡Claro que tenía que venir! —replicó irritado, desechando de su mente el grito del hechicero—. No creerás que iba a permitirte realizar el viaje en solitario, ¿verdad? —imprecó al humano, tan próximo que casi se frotaron sus narices.
—Estoy desconcertado, no puedo afirmar nada, pero aun así —balbuceó Caramon— me parece que…
—En cualquier caso, aquí estoy —lo atajó Tas mientras saltaba de su carnosa atalaya para aterrizar en el adoquinado—. Por cierto, ¿dónde es aquí? —preguntó en un susurro casi inaudible—. Te ayudaré a incorporarte —ofreció en voz alta, tendiéndole la mano con la esperanza de ahuyentar las sospechas que respecto a su presencia abrigaba el fornido compañero. Ignoraba si podía devolverle al futuro, mas no tenía la menor intención de averiguarlo.
Caramon se esforzó en enderezar su cuerpo, tan torpemente que al kender se le escapó una risita al compararle en el pensamiento con una tortuga echada sobre su caparazón. Fue entonces cuando el hombrecillo reparó en que el atuendo de su amigo nada tenía que ver con el que luciera antes de abandonar la Torre. En la morada de Par-Salian vestía su propia cota de malla, o las partes que había podido ajustarse, y también una holgada camisa que le cosiera Tika con su abnegado amor.
Ahora, en cambio, cubría su redondez una saya de áspera tela, unida por unas costuras de burdos hilvanes. Una zamarra de cuero pendía de sus hombros y, a juzgar por su estado, debía haber sufrido los estragos del tiempo y mil batallas. Quizás en su día tuvo botones; de ser así habían desaparecido, si bien Tas recapacitó que tampoco eran necesarios pues resultaba imposible abrochar la exigua pieza al abultado estómago que debía arropar. Unos deformados calzones y un par de botas remendadas, con un agujero por el que sobresalía un dedo, completaban el ruinoso equipo.
—¡Qué mal huele! —se quejó Caramon, olisqueando a su alrededor—. ¿Quién emite estos desagradables efluvios?
—Tú —contestó el kender, a la vez que se tapaba la nariz y agitaba la mano libre como si pudiera disipar el hedor. ¡Caramon apestaba a aguardiente enanil! El hombrecillo lo escudriñó sin comprender. El guerrero estaba sobrio en la Torre, y quedaba patente que no había probado el alcohol en su mirada que, aunque confusa, se mantenía firme. Además, no se observaba ningún bamboleo en su figura erecta.
El hombretón bajó los ojos y, al hacerlo, se vio a sí mismo.
—¿Qué pasa aquí? —inquirió atónito.
—Imaginaba que los magos eran más competentes —comentó Tasslehoff con tono reprobatorio estudiando las vestiduras del compañero—. Ya sé que un hechizo tan poderoso ha de estropear la ropa, pero…
Una repentina idea selló sus labios. Temeroso de verla confirmada, él también se examinó, y al instante exhaló un suspiro de alivio. Nada en su persona se había alterado, incluso sus saquillos estaban intactos. Una molesta voz mencionó en su interior que quizá se debía a que él no tenía que ser transportado junto al guerrero, mas juzgó conveniente ignorar tal observación.
—Vayamos a investigar —propuso risueño, uniendo la acción a la palabra.
Había intuido por los olores dónde se encontraban: en un callejón. Arrugó las fosas nasales al constatar que no era sólo Caramon quien despedía la nauseabunda fetidez, sino los desperdicios de toda suerte que se apilaban sobre el empedrado. La calleja estaba sumida en la penumbra a causa del alto edificio que la tapiaba, una pétrea mole que impedía el paso de la luz. No obstante era de día, y en el extremo del pasadizo se vislumbraba una avenida rebosante de actividad por la que los viandantes iban y venían en numerosos grupos.
—Me parece que es un mercado —aventuró Tas interesado, y echó a andar en dirección al bullicio—. ¿A qué ciudad dijiste que nos enviarían?
—A Istar —farfulló Caramon a su espalda—. ¡Tas!
Al percibir el tono de espanto con que el hombretón vociferó su nombre el kender dio media vuelta, no sin llevarse la mano al cuchillo que portaba en su cinto. Su corpulento amigo se había arrodillado junto a un abultado fardo que yacía en la calleja.
—¿De qué se trata? —indagó.
—De quién, no de qué —lo corrigió el guerrero—. Es la sacerdotisa —afirmó, a la vez que alzaba una capa de tonos pardos.
—¡Crysania! —exclamó Tas horrorizado, tras acercarse—. ¿Qué le han hecho? ¿Cometieron algún error al formular el encantamiento?
—Lo ignoro, pero debemos buscar ayuda. —Con sumo cuidado, Caramon cubrió de nuevo el magullado y sanguinolento rostro de la dama.
—Yo me ocuparé de eso —se ofreció el kender—, quédate a su lado para protegerla. Temo que no hemos ido a parar a uno de los mejores barrios de la ciudad, ya me entiendes.
—Sí —admitió el hombretón con un triste suspiro.
—No te inquietes, saldremos adelante. —Mientras hablaba, Tas dio unos golpecitos tranquilizadores en el robusto hombro de su compañero, quien asintió mediante un mudo ademán de cabeza. Se giró acto seguido y jalonó de nuevo la calleja hacia la avenida, entrando en ella por la acera.
Cuando se disponía a pedir socorro una mano se cerró en torno a su brazo y lo arrastró hacia un rincón, con tanta fuerza que incluso lo levantó al aire.
—¿Puede saberse adonde te diriges? —lo interrogó el dueño de aquella garra de acero.
Tas ladeó el semblante y se enfrentó a un hombre barbudo, de facciones inescrutables bajo un refulgente yelmo, aunque sus ojos se adivinaban oscuros y gélidos.
«Un guardián», comprendió al instante el apresado, que poseía una gran experiencia con este tipo de soldados.
—Precisamente buscaba a alguien como tú —explicó, contorsionándose para recuperar la libertad y adoptando al mismo tiempo una actitud inocente.
—Una historia poco verosímil, digna de la improvisación de un kender —gruñó el individuo—. Si fuera cierta marcaría un hito en el devenir de Krynn, por la novedad que representa.
—Es cierta —se indignó el hombrecillo—. Han lastimado a una amiga nuestra en esa calleja.
El centinela consultó con la mirada a un personaje en el que Tasslehoff no había reparado, un clérigo investido de la túnica blanca.
—¡Oh, un sacerdote! —se sorprendió—. Ha sido una suerte…
Selló su boca el soldado al aplicar sobre ella la mano libre.
—¿Qué opinas, Denubis? Estamos junto al callejón de los Mendigos, lo más probable —apuntó el guardián— es que hayan acuchillado a un ladrón desprevenido y nos encontremos frente a una reyerta de truhanes. No deberíamos intervenir.
El clérigo era un humano de mediana edad, grave en su expresión y con unos claros sobre las sienes que anunciaban su próxima vejez. Tas vio cómo estudiaba la plaza del mercado y meneaba la cabeza, antes de declarar:
—El Ente Oscuro ha hablado de la encrucijada, que está muy cerca de aquí. Vamos a investigar.
—De acuerdo —accedió el recio custodio encogiéndose de hombros.
Designó a dos hombres de uniforme, lo que hizo pensar a Tas que se trataba de un oficial, y los observó mientras avanzaban cautelosos por el mugriento pasadizo. Su palma se mantenía afianzada sobre el kender que, al sentirse asfixiado, logró articular un patético grito.
—Déjale respirar, capitán —le indicó el sacerdote sin cesar de lanzar ansiosas miradas a su alrededor.
—Tendremos que escuchar su interminable cháchara —rezongó el aludido, pero retiró la mano.