—Estarás callado, ¿verdad? —rogó Denubis a Tas con la preocupación reflejada en la faz—. Sin duda eres consciente de la importancia que reviste este asunto.
Aunque ignoraba el exacto significado de su última sentencia, el kender optó por asentir en silencio. Satisfecho, el eclesiástico centró la atención en los soldados y el prisionero lo imitó no sin esfuerzo, ya que tuvo que torcer el cuello en una forzada postura. Vio que Caramon se apartaba del fardo informe que protegía para permitir que se aproximasen los centinelas. Uno de ellos se arrodilló a su lado y levantó la capa.
—¡Capitán! —vociferó, al mismo tiempo que el otro guardián agarraba a Caramon. Sorprendido y furioso a recibir un trato tan brutal, el guerrero se deshizo de su agresor y se encaró con el otro, que se había puesto en pie de un salto. Refulgió el acero.
—¡Diablos! —blasfemó el capitán—. Vigila a este pequeño bastardo, Denubis —bramó al clérigo de la túnica blanca, y arrojó a Tas en su dirección.
—¿No debería acompañarte? —propuso Denubis inmovilizando al kender cuando, llevado por el impulso, tropezó contra su cuerpo.
—¡No!
El oficial se adentró a grandes zancadas en la calleja con la espada desenvainada, y Tas le oyó farfullar algo sobre «un tipo peligroso».
—Caramon no es peligroso —protestó el hombrecillo alzando la vista hacia el clérigo—. Espero que no le hagan daño. ¿Qué es lo que sucede?
—No tardaremos en averiguarlo —respondió Denubis en un acento estentóreo, si bien desmentía tal despliegue de energía la suavidad con que sujetaba a su presa. El kender consideró la posibilidad de escapar, pues nada había mejor que un concurrido mercado para ocultarse, pero la suya fue una idea tan fugaz e instintiva como el gesto de Caramon al desembarazarse de su atacante. No podía abandonar a su amigo.
—No le lastimarán si se entrega pacíficamente —comentó el clérigo con un suspiro—. Aunque si ha hecho lo que temo —se estremeció y calló unos segundos— más le valdría sucumbir ahora mismo, su muerte sería más benigna.
—¿Qué crees que ha hecho? —indagó Tas desconcertado. También su compañero parecía confuso, el hombrecillo advirtió que alzaba los brazos entre protestas de inocencia.
Pero, mientras argumentaba, uno de los soldados se situó tras su espalda y flageló la parte posterior de sus rodillas con el mango de la lanza. El guerrero dobló las piernas a causa del impacto y, en cuanto empezó a tambalearse, el centinela que tenía delante lo abatió mediante un severo golpe en el pecho.
Apenas había rozado el suelo el herido, ya aguijoneaba su garganta la punta de un acero. Levantó las manos débilmente para dar a entender que se rendía y sus adversarios se apresuraron a voltearle para, una vez postrado de bruces, atarle las manos sobre el espinazo con pasmosa habilidad.
—Diles que se detengan —apremió Tas a su custodio, forcejeando con denuedo—. No pueden hacerle eso.
—Silencio, amiguito, es preferible que te quedes conmigo y no te inmiscuyas —le recomendó Denubis quien, al percatarse de que había relajado su presión, aferró al hombrecillo con mayor firmeza—. Escúchame, te lo ruego. No puedes ayudarle, el intentarlo no te servirá sino para complicar las cosas.
Los soldados zarandearon a Caramon hasta incorporarlo y procedieron a registrarlo con esmero, zambullendo incluso sus brazos en el interior de los ajados calzones que ahora portaba. Encontraron una daga en su cinto, que entregaron a su capitán, al lado de un singular frasco. Uno de ellos lo destapó, olisqueó su interior y lo desechó con una mueca de repugnancia.
Otro de los centinelas señaló a la inerte figura que yacía sobre el empedrado, y el capitán se agachó para examinarla. Tas le vio menear la cabeza antes de alzar en volandas el rígido cuerpo de Crysania ayudado por uno de sus hombres, y recorrer la calleja en dirección a la plaza. Al pasar junto a Caramon le espetó un ofensivo insulto, una imprecación soez que resonó en los tímpanos del anonadado kender y, al parecer, también en los de su amigo, ya que el rostro de éste asumió la palidez de la muerte.
Volviéndose hacia Denubis, Tas descubrió que tenía los labios apretados y sintió el temblor de sus dedos sobre los hombros, donde los había posado. No le cabía la menor duda, ahora sabía de qué acusaban al hombretón.
—¡No! —exclamó en un alarido agónico—. No podéis pensar eso. Caramon es inofensivo, nunca atacaría de un modo tan vil a la sacerdotisa. ¡Sólo pretendía socorrerla! En realidad para eso hemos venido, salvar a Crysania es uno de los objetivos primordiales de nuestro viaje. Por favor, atiende a razones —añadió, uniendo las manos en actitud de súplica—. Mi amigo es un guerrero y, como tal, ha matado a algunas criaturas, pero tan sólo a draconianos, goblins y otros seres despreciables. ¡Debes confiar en mí, nunca mentiría en una situación como ésta!
Denubis, perdido en sus cavilaciones, se limitó a ignorarlo y contemplar a la comitiva que se aproximaba.
—¡No! —se revolvió desesperado el kender—. ¡No es posible que abriguéis la menor sospecha sobre él! Odio este lugar, quiero regresar a mi mundo.
Su sensación de impotencia aumentó al reparar en la desencajada faz del compañero y, prorrumpiendo en llanto, se cubrió los ojos con las manos preso de violentas convulsiones. De pronto, sintió el contacto de unos dedos que lo acariciaban con dulzura.
—Vamos, serénate —le dijo Denubis—. Tendrás oportunidad de relatar tu historia, y también tu amigo. Si sois inocentes nada malo os ocurrirá. —Calló, y Tas le oyó preguntar entre suspiros—: El humano ha estado bebiendo, ¿me equivoco?
—Desde luego —contestó el kender casi sin resuello—. No ha probado una gota de alcohol.
Se quebró su voz, no obstante, al escudriñar al orondo cautivo mientras los soldados lo conducían a la avenida donde él aguardaba junto al clérigo. Tenía la tez embadurnada con las inmundicias del pasaje, chorreaba la sangre por un corte abierto en su labio y sus pupilas, también sanguinolentas, le conferían un aspecto salvaje que contrastaba con la vacuidad de su rostro. Además, el legado de antiguas borracheras se marcaba ostensiblemente en sus enrojecidos y embotados pómulos. Perplejo, aturdido, el guerrero caminaba con paso inseguro hacia el lugar donde la muchedumbre, que se había congregado a la vista de los guardias, lo saludaba entre exclamaciones de toda índole.
Tas hundió la cabeza sobre el pecho. ¿Qué estaba haciendo Par-Salian? ¿Había fracasado en su intento de memorizar el hechizo, hasta tal punto que ni siquiera se hallaban ahora en Istar? ¿Se habían perdido? Quizás eran víctimas de una espantosa pesadilla.
—¿Qué ha pasado? —interrogó Denubis al capitán, sacando al kender de su momentáneo ensimismamiento—. ¿Estaba en lo cierto el Ente Oscuro?
—Sí —fue la tajante respuesta—. ¿Acaso ha errado alguna vez en sus apreciaciones?
—¿Quién es la dama? —prosiguió el clérigo.
—Ignoro su identidad, aunque debe pertenecer a tu Orden a juzgar por el Medallón de Paladine que exhibe en su pecho. Está muy maltrecha, incluso afirmaría que ha muerto de no ser por el tenue pálpito que se percibe en su cuello.
—¿Crees que ha sido… que ha sido…? —No pudo pronunciar la palabra, pero no era necesario.
—No lo sé —confesó el oficial—. Lo que es evidente es que la han maltratado y ha sufrido una especie de ataque. Tiene los ojos abiertos, mas no da muestras de ver ni oír nada.
—Debemos llevarla al Templo sin tardanza —ordenó el clérigo con determinación, si bien Tasslehoff detectó un titubeo en su voz. Mientras hablaban sus superiores, los soldados se afanaban en dispersar al gentío interponiendo sus lanzas y haciendo retroceder a los curiosos.
—Todo está bajo control —decían—. Moveos, el mercado no tardará en cerrar y es mejor que ultiméis vuestras compras en lugar de quedaros aquí como pasmarotes.