—¡Yo no la lastimé, nunca la he tocado! —estalló Caramon de forma inesperada—. No la lastimé —repitió, anegados sus ojos en lágrimas.
—¡Claro que no! —lo espetó desdeñoso el capitán—. Encerrad a este par de bribones en el calabozo —indicó a sus subordinados.
Tas se sobresaltó cuando uno de los soldados asió su brazo dolorosamente pero, en un reflejo fruto de su perplejidad, se aferró a la túnica de Denubis y rehusó soltarla. El clérigo, que había posado su mano en la inmóvil figura de Crysania, dio media vuelta al sentir los dedos forcejeantes del prisionero.
—Tienes que creerle, está diciendo la verdad —imploraba el kender sin rendirse a las sacudidas del centinela.
—Eres un amigo leal —lo felicitó el eclesiástico—, una virtud poco frecuente en un kender. Espero —añadió, a la vez que acariciaba su copete con aire distraído y la tristeza reflejada en sus rasgos— que tu fe en este hombre sea justificada. Sin embargo debes comprender que en ocasiones, cuando se ha bebido en exceso, el alcohol nos empuja a cometer actos…
—¡Olvida esta absurda representación! —intervino el soldado, enfurecido a causa de la febril resistencia de Tas—. No surtirá efecto.
—No permitas que te enternezca, Hijo Venerable de Paladine —apostilló el capitán—. Ya conoces a los de su raza.
—Sí —respondió Denubis, sin apartar la vista de Tasslehoff mientras los guardianes lo arrancaban de sus ropajes y lo conducían, junto a Caramon, a través de dos hileras de espectadores que se demoraban en la plaza para asistir al desenlace de la escena—. Conozco a los kenders y por eso afirmo que éste es extraordinario —musitó antes de centrarse de nuevo en Crysania y proponer—: Si continúas sosteniéndola, capitán, rogaré a Paladine que nos traslade de inmediato al Templo.
Tas lanzó una última mirada atrás, con dificultad debido a las garras que lo atenazaban, y vio al clérigo y al capitán de la guardia en la plaza del mercado, solos, envueltos en una brillante luz blanca. De pronto, se desvaneció la aureola y ambos desaparecieron con ella.
Pestañeó lleno de pasmo y, al no fijarse en dónde ponía los pies, tropezó. Cayó sobre el adoquinado haciéndose varios rasguños en las rodillas y las manos, que había adelantado para amortiguar el golpe. Una mano lo agarró por el cuello de la camisa, lo incorporó bruscamente y le dio un violento empellón.
—Camina y no intentes escapar. Tus argucias no te servirán de nada.
El kender obedeció, tan desmoralizado que ni siquiera atinó a espiar el panorama. Tan sólo contemplaba a Caramon, y la imagen que éste ofrecía le rompía el corazón: abrumado por la vergüenza y el miedo, el guerrero se arrastraba más que caminaba, ciego a cuanto le rodeaba.
—Yo no la lastimé —persistía—. Alguien ha cometido un error.
2
El templo de Istar
Las melodiosas voces elfas fueron aumentando de volumen, sus dulces notas trazaron una espiral de octavas como si pudieran elevar sus plegarias hasta el cielo mediante un simple ascenso por las escalas. Los rostros de las mujeres, iluminados merced a los rayos del ocaso que se filtraban a través de los altos ventanales, se tiñeron de tonalidades rosáceas mientras que en sus ojos, brillaba una fervorosa inspiración.
Los atentos peregrinos lloraban ante tal despliegue de belleza, de manera que las túnicas blancas y azules de las integrantes del coro —blancas para las Hijas Venerables de Paladine, celestes para las Hijas de Mishakal— se confundieron en una sugestiva bruma. Muchos aseverarían más tarde que habían visto cómo las mujeres elfas eran transportadas hacia el firmamento, arropadas en mullidas nubes.
Cuando sus cánticos alcanzaron un crescendo de envolvente dulzura un coro de profundas voces masculinas se integró en el salmo, manteniendo arraigados a la tierra aquellos rezos que pretendían remontarse a las alturas cual pájaros en libertad o, en opinión del prosaico Denubis, cortándoles las alas. Se dijo el clérigo que debía estar demasiado cansado para apreciar la armonía, pues en su juventud también él había sido capaz de purificar su alma con las lágrimas al escuchar el himno vespertino. Después, al transcurrir los años, la ceremonia se convirtió en rutina. Recordaba bien el impacto que le había causado sorprenderse por vez primera pensando en un asunto apremiante durante las oraciones. Ahora era peor que un ejercicio cotidiano, había pasado a ser algo irritante, molesto y aburrido. A decir verdad había llegado a temer este momento del día, y aprovechaba cualquier oportunidad que se le ofreciera para excusar su presencia.
¿Por qué? Reprochaba en gran parte el negativo cambio a las mujeres elfas. Prejuicios raciales, admitió en su fuero interno, pero no podía vencerlos. Todos los años un grupo de féminas de esta raza, las Hijas Venerables y sus discípulas, viajaban a Istar desde la gloriosa región de Silvanesti para instalarse un año en la ciudad y consagrarse al servicio eclesiástico. Significaba esto que entonaban cada noche el himno vespertino y, durante la jornada, deambulaban de un lado a otro recordando a cuantos las veían que los elfos eran el pueblo elegido de los dioses, el primero en ser creado y dotado, además, de una longevidad que se extendía a varios siglos. Sea como fuere, sólo a Denubis parecía perturbarle este hecho.
Aquella tarde la sesión de cánticos le resultaba especialmente tediosa, porque ocupaba su pensamiento la mujer que había llevado al Templo a mediodía. Casi había logrado eludir el compromiso pero, en el último momento, lo había capturado Gerald, un veterano clérigo cuyos días en Krynn estaban contados y que hallaba reconfortante asistir a las plegarias. Quizá, recapacitó Denubis, su entusiasmo se debía a su absoluta sordera que, por otra parte, le había impedido explicarle que tenía problemas urgentes que resolver. Tras varios intentos infructuosos, se vio obligado a ceder y ofrecer su brazo al senil sacerdote. Gerald estaba junto a él, en ostensible trance, acaso representándose el hermoso plano de existencia al que no tardaría en acceder.
Reflexionaba Denubis sobre su superior y también sobre la sacerdotisa, de la que no había tenido noticia desde que la depositara entre los muros del Templo, cuando sintió en su brazo el contacto de unos dedos. Dio un respingo y miró en su derredor con la culpabilidad dibujada en sus rasgos, preguntándose si alguien había detectado su actitud distraída y se disponía a delatarlo. Al principio no adivinó quién le había tocado, ya que sus dos vecinos estaban sumidos en sus plegarias, mas un segundo aviso le hizo comprender que la ligera presión provenía de alguien situado a su espalda. Un rápido vistazo en ese sentido le reveló la presencia de una mano, que se deslizaba cautelosa por la cortina de separación entre la galería donde se hallaba junto a los Hijos Venerables y las antecámaras que la rodeaban.
La misteriosa mano le hizo señal de acercarse y el clérigo, desconcertado, abandonó su lugar en la hilera y tanteó con sigilo la cortina, tratando de traspasarla sin llamar la atención. La mano se había retirado y no encontraba ninguna abertura entre los pliegues de grueso terciopelo, de modo que comenzó a agitarlos hasta que al fin, convencido de que todas las miradas de los peregrinos confluían en su persona, descubrió la salida y la cruzó a trompicones.
Un joven acólito de plácido porte se inclinó en una reverencia ante el sudoroso eclesiástico, ajeno a su turbación.
—Te ruego que me disculpes por interrumpirte en tus oraciones, Hijo Venerable, pero el Príncipe de los Sacerdotes solicita que le dediques unos minutos de tu tiempo si no te causa grave inconveniente.
El discípulo pronunció esta fórmula de cortesía con tal naturalidad que a ningún observador casual le habría extrañado escuchar una negativa de Denubis, algo así como: «Ahora me es imposible, me reclaman otros deberes. Quizá más tarde».
Sin embargo, Denubis no dijo nada semejante. Palideció y murmuró la consabida frase de «Será un honor», que el acólito recibió sin inmutarse por la fuerza de la costumbre. Asintió mediante un ademán de cabeza, dio media vuelta y guió al clérigo, a través de los ventilados y sinuosos pasillos del Templo, hacia las habitaciones privadas del máximo dignatario de Istar.