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Mientras aceleraba la marcha para no quedar rezagado, el maduro eclesiástico cavilaba sobre el motivo de tan urgente convocatoria, pensando que guardaba relación directa con la sacerdotisa de la calleja. No había sido requerido por su superior en dos años, y no podía ser una coincidencia que lo mandase llamar para otras cuestiones el mismo día en que hallara a la Hija Venerable moribunda en un rincón próximo a la plaza del mercado.

«Quizás ha fallecido, y quiere comunicármelo personalmente. Sería una gentileza, quizá fuera de lugar en alguien que debe ocuparse de problemas tan importantes como el destino de las naciones pero, a fin de cuentas, una prueba fehaciente de su amabilidad», pensó Denubis apesadumbrado.

Esperaba equivocarse, no sólo por ella sino por el humano y el kender. También estas dos criaturas habían presidido sus elucubraciones a lo largo del día, sobre todo el hombrecillo. Al igual que otros habitantes de Krynn, Denubis tenía una pobre opinión de estos seres que no mostraban el menor respeto por las reglas de convivencia ni la propiedad particular, ni siquiera entre ellos mismos. No obstante, el que ahora lo inquietaba parecía poseer unas cualidades excepcionales. Cualquier otro de los que conocía —o creía conocer— se habría dado a la fuga con sólo presentir el peligro y él, en cambio, había permanecido al lado de su amigo en un alarde de lealtad, e incluso se había arriesgado a defenderlo.

Con el ánimo decaído, Denubis se enfrentó a la posibilidad de que la sacerdotisa hubiese muerto. Si era así, el kender y su compañero sufrirían un castigo… No, era preferible no adelantarse a los acontecimientos. Susurrando una sincera plegaria a Paladine para granjearse su protección en favor de los cautivos —en el caso de que la merecieran, claro está—, desechó de su mente tan depresivas cábalas y se exhortó a admirar el esplendor de la residencia que el Príncipe de los Sacerdotes había erigido en el sagrado recinto.

Había olvidado la belleza de los blanquísimos muros que refulgían, según la leyenda, con la etérea luz irradiada por sus propias piedras. Tan delicada era la talla de éstas que se asemejaban a inmensos pétalos de rosa surgidos del pulido suelo, de idéntica tonalidad. Atravesaban su superficie, como para poner un contrapunto a la dureza que siempre entraña la perfecta claridad, unas vetas azuladas.

Las maravillas del pasillo daban paso a la magnificencia de la antecámara. Aquí las paredes fluían hacia las alturas para sostener la bóveda, del mismo modo que los cánticos de las mujeres elfas se elevaban en pos de las divinidades. Y, de manera más tangible que en la sala de las oraciones, los dioses se hallaban presentes en los frescos que adornaban la fabulosa estancia. También ellos brillaban con fulgores nacidos en las entrañas de la roca: Paladine, el Dragón de Platino, máximo exponente del Bien, se erguía junto a Gilean, la Balanza de la Neutralidad, y separado por éste de la Reina de la Oscuridad. El Príncipe de los Sacerdotes, que nunca osaría ofender abiertamente a la representación de la malignidad, la había plasmado en forma de un dragón de cinco cabezas, aunque en una actitud tan dócil que Denubis casi lo imaginaba postrado ante Paladine, lamiendo sus pies.

De todos modos, tal pensamiento asaltó al clérigo en una reflexión ulterior. En estos momentos estaba demasiado nervioso para detenerse a contemplar las espléndidas pinturas, tenía la mirada prendida de las ricas puertas de platino que se abrían al corazón del Templo.

Se deslizaron sobre sus goznes las ornamentadas hojas, emitiendo una luz irreal. Había llegado la hora de la audiencia.

La sala destinada a este propósito infundía al visitante un punzante sentido de su humildad e insignificancia. Era el centro de la bondad, el símbolo de la triunfante Iglesia que propagaba su poder entre los moradores de Krynn. Tras las puertas había una enorme estancia circular con el suelo de bruñido granito blanco, que se prolongaba en los lisos muros hasta culminar en una gigantesca flor cuyos pétalos, a guisa de capiteles, se unían en el centro en un cáliz que daba soporte a la cúpula. El techo, en lugar de ser opaco, estaba formado por cristaleras que absorbían los rayos del sol y de las lunas y, así, mantenían la estancia perpetuamente iluminada.

Una ondulante ola azul, similar a las crestas marinas, partía del suelo para desplegarse en un nicho situado frente a la puerta. Arropada en su seno, una plataforma sustentaba un trono y cabe afirmar que, más aún que la fúlgida aureola creada por los haces de los astros celestes, centelleaban las radiantes y cálidas chispas que de él surgían.

Denubis penetró en la sala de audiencias con la cabeza inclinada y las manos juntas sobre el pecho, como mandaban los cánones. Anochecía y, al no haber iniciado las lunas su recorrido por el firmamento, habían prendido las velas si bien el clérigo, al igual que en otras ocasiones, experimentó la extraña sensación de haber salido a un patio soleado. Incluso cerró los ojos, cegado por el exceso de luz.

Puesta la vista en el suelo, en la actitud sumisa que exigía su rango inferior hasta que le permitieran levantarla, escudriñó su entorno y detectó diversos objetos. Había asimismo otras criaturas, aunque no podía reconocerlas al no distinguir sus rostros. Ascendió los primeros peldaños que, surcando la ola, se encaramaban al estrado, vigilando sus pisadas y tan deslumbrado por las reverberaciones del trono que apenas era consciente de nada más.

—Alza los ojos, Venerable Hijo de Paladine —dijo una voz cuando llegó al pequeño rellano donde debía detenerse. La musicalidad de su timbre lo indujo al llanto, y mientras intentaba contener las lágrimas se preguntó qué emoción era aquella que lo embargaba y que las mujeres elfas ya no eran capaces de inspirarle.

Obedeció de inmediato, y se sobrecogió su alma. Hacía ya dos años que no se acercaba tanto a la figura del Príncipe de los Sacerdotes, tiempo suficiente para adormecer su memoria. ¡Cuán diferente era observarlo cada mañana desde cierta distancia, verlo como se divisa el sol en el horizonte poco después del alba, dejándose acunar por su calor benéfico! ¡Cuán diferente era columbrar un astro de ser convocado a su presencia, inmovilizarse frente a él y sentirse arder en la pureza, en la claridad de su brillo!

«Esta vez recordaré», se prometió Denubis. Pero nadie que hubiera sido recibido por el sumo dignatario lograba imprimir su apariencia en la mente y, a decir verdad, era un sacrilegio intentarlo ya que equivalía a rebajarle a la mediocridad de la carne y las miserias comunes. Lo único que flotaba para siempre en la imaginación era la idea de haber estado en presencia de una criatura de indescriptible belleza.

El aura luminosa rodeó al clérigo, y al hacerlo lo sumió en una lacerante vergüenza de sí mismo por haber cedido a dudas, recelos y pensamientos indignos. En contraste con el Príncipe de los Sacerdotes, Denubis se juzgó el ser más execrable de todo Krynn. Hincó ambas rodillas y mendigó perdón, consciente apenas de sus actos, seguro tan sólo de que así debía obrar.

El perdón le fue concedido. Habló la voz musical y, al instante, invadió al eclesiástico una sensación de paz, un bálsamo que cicatrizaba sus llagas invisibles. Incorporándose, se colocó frente a su superior en humilde postura y solicitó la gracia de ser informado sobre el motivo de tan inesperada audiencia.

—Esta mañana has traído al Templo a una mujer, una Hija Venerable de Paladine —explicó el mandatario—, y tengo entendido que estás preocupado por ella como, por supuesto, es natural y encomiable. He creído que te reconfortaría saber que se ha recuperado por completo de la terrible prueba sufrida. Quizá también te alivie la noticia, querido Hijo de Paladine, de que está físicamente ilesa.