Denubis dio gracias al dios del Bien por haber preservado a la sacerdotisa de la muerte mas, cuando se disponía a regocijarse de tan grata nueva en la destellante aura, comprendió el significado de las últimas palabras de su egregio señor y acertó a balbucear:
—Entonces, ¿no la asaltaron?
—No, hijo mío —contestó el patriarca con timbre jubiloso—. Paladine, en su infinita sabiduría, acogió su alma en su seno y pude, tras largas horas de oración, persuadirle de que nos devolviera el tesoro que había sido arrancado de su cuerpo. La mujer descansa ahora en un sueño reparador.
—Pero ¿y las señales de su rostro? —protestó el clérigo—. La sangre…
—No exhibía señales de violencia —repuso el Príncipe en tono suave, aunque con un atisbo de reproche que causó al subordinado una repentina desazón—. Te repito que nadie la lastimó.
—Me complace en sumo grado haberme equivocado —declaró Denubis con sincero acento—, más aun porque de este modo queda probada la inocencia del humano que fue arrestado y que, supongo, será puesto en libertad.
—Me produce tan honda satisfacción como a ti, Hijo Venerable, descubrir que uno de nuestros semejantes no ha cometido el despreciable crimen que se le imputaba. Mas, ¿quién es del todo inocente?
La melodiosa voz hizo una pausa, como si aguardase respuesta. Y, en efecto, a los pocos segundos se elevaron unos murmullos alrededor del clérigo, unos sonidos articulados que le hicieron tomar plena conciencia de las otras criaturas congregadas en la sala. Tal era el influjo del Príncipe de los Sacerdotes que, por unos momentos, se había olvidado de todo salvo del inefable ser que le hablaba desde el trono.
A pesar de sentir sus pupilas bañadas en la radiante claridad que dimanaba de la plataforma, Denubis advirtió que debía estar acostumbrándose a su cegadora magnificencia al reconocer a las otras figuras presentes en la asamblea. A ambos lados de la ola azul se hallaban distribuidos los máximos exponentes de las Órdenes masculina y femenina de los Hijos Venerables. Apodados entre sus seguidores «las manos y los pies del sol», eran ellos quienes atendían los asuntos cotidianos de la Iglesia y, también, los que gobernaban Krynn. Pero, además de los altos cargos clericales, había otras criaturas en la estancia.
Atrajo la mirada del sacerdote un rincón, el único que, al parecer, permanecía en penumbra. Se agazapaba en él una figura ataviada de negro, en medio de una oscuridad que tan sólo eclipsaba la luz del Príncipe. Asaltado por un estremecimiento, intuyó que aquel ser de tinieblas aguardaba, acechando su oportunidad, el ocaso definitivo para entrar en acción. Constatar que el Ente Oscuro, nombre con que se designaba en la corte a Fistandantilus, tenía acceso a la sala de audiencias ejerció sobre Denubis un impacto nefasto. El adalid del Bien trataba de deshacerse de la malignidad del universo y, sin embargo, la admitía en su círculo más íntimo. Una perspectiva más halagüeña vino, por fortuna, a mitigar su desasosiego: quizá cuando la perversidad fuera desterrada del mundo, cuando se eliminara a los últimos seres perversos, Fistandantilus caería de manera irreversible.
Mientras estaba absorto en estas cavilaciones, incluso con una sonrisa dibujada en sus labios, sintió sobre su piel el frío fulgor de los ojos del poderoso mago y tuvo que desviar la vista. ¡Qué contraste ofrecía aquel hombre respecto al Príncipe! Se refugió en la aureola de benignidad de su mandatario en busca de la serenidad perdida, diciéndose que siempre que contemplaba al sombrío Fistandantilus se asomaba sin poder evitarlo a las más secretas simas de su propia alma.
Aunque sometido al escrutinio perturbador del hechicero, conservó la suficiente lucidez como para volver a la realidad inmediata. «¿Quién es del todo inocente?», había inquirido el Príncipe. ¿A qué se refería? No acababa de captar el sentido de este curioso desafío.
Azuzado por la incertidumbre, Denubis bajó de la plataforma intermedia, despidiéndose confuso del Príncipe de los Sacerdotes, y se encaminó hacia una antecámara donde había dispuesta una descomunal mesa de banquetes, ya que el Templo de Istar era una auténtica corte y, en aquella ocasión, el máximo representante del Bien ofrecía una espléndida cena a sus invitados.
Los aromas de los apetitosos y exóticos alimentos, traídos de todo Ansalon por los devotos peregrinos o adquiridos en los vastos mercados al aire libre de ciudades tan lejanas como Xak Tsaroth, recordaron al eclesiástico que no había probado bocado desde el desayuno. Haciéndose con un plato, pasó revista a las multicolores fuentes a la vez que se servía de unas y otras. Al llegar a la mitad de su recorrido ya había llenado el recipiente de aquellos exquisitos manjares que, en su profusión, arrancaban gemidos de la mesa doblada bajo su peso.
Un criado le presentó una copa redonda llena de fragante vino elfo y, tras asirla, recogió los cubiertos en una esquina para, con éstos y el plato en una mano y el mosto en la otra, arrellanarse en una butaca donde consumir su suculenta cena. Comenzó a degustar ávidamente la celestial combinación que formaban un bocado de faisán asado con el sabor adherido en el paladar del licor cuando, de manera imprevista, una sombra oscureció su asiento.
Atragantándose, Denubis levantó los ojos y se apresuró a secar las gotas de vino que chorreaban por su mentón.
—Hijo Venerable —balbuceó nervioso, al mismo tiempo que se esforzaba en erguir la espalda para mostrar el respeto que merecía el cabecilla de su hermandad.
Quarath, que así se llamaba su superior más directo, lo estudió con expresión entre divertida y sarcástica.
—No te muevas, Hijo Venerable, no deseo molestarte —dijo, haciendo un lánguido gesto—. Nada más lejos de mi intención que interrumpir tu cena, sólo quería rogarte que cuando termines me dediques unos minutos.
—Ya he terminado —anunció Denubis y entregó plato y copa, aún medio llenos, a otro sirviente que pasaba por su lado—. Lo cierto es que estaba menos hambriento de lo que suponía. —Eso, al menos, era cierto, había perdido el apetito por completo.
Quarath esbozó una delicada sonrisa. Su enjuto rostro elfo, de finas facciones, se asemejaba a una escultura de porcelana susceptible de romperse ante la más nimia brusquedad. Quizá por eso apenas se ensancharon sus labios.
—De acuerdo entonces, en el caso de que no te tienten los postres.
—No, en absoluto. Los dulces se digieren con dificultad a esta hora tan avanzada.
—Acompáñame pues, Hijo Venerable. Hace semanas que no sostenemos una plática —invitó Quarath a su subordinado, a la vez que lo cogía por el brazo en un ademán de gran familiaridad pese a que no solían frecuentarse.
Primero el Príncipe de los Sacerdotes, ahora el superior de su Orden. A Denubis se le hizo un nudo en la garganta, mas se dejó llevar sin oponer resistencia. En el instante en que se disponían a abandonar la sala de audiencias resonó la armoniosa voz del sumo mandatario, y el clérigo lanzó una mirada atrás para mecerse una vez más en la mágica aura. Antes de reanudar la marcha su vista se posó, accidentalmente, en la del hechicero de negro atavío, y éste bajó la cabeza a guisa de saludo. Estremeciéndose, Denubis traspasó raudo la puerta en pos de Quarath.
Los dos clérigos avanzaron por los suntuosos corredores hasta arribar a una pequeña alcoba, la del augusto elfo. También esta cámara lucía una espléndida decoración, pero Denubis se sentía demasiado inquieto para reparar en los detalles.
—Siéntate, amigo mío, te lo ruego. Permíteme que te llame así, ya que nos hallamos cómodamente instalados y en perfecta soledad.
El clérigo no estuvo muy de acuerdo con lo de «cómodamente», pero era evidente la ausencia de testigos. Tomó asiento en el borde de la butaca que le ofrecía su anfitrión, aceptó un vaso de tónico, aunque ni siquiera se humedeció los labios, y esperó. Quarath empezó a charlar de temas intrascendentes, informándose sobre el trabajo de su interlocutor —ocupado en los últimos tiempos en traducir párrafos de los Discos de Mishakal a su lengua natal, el solámnico— y abordando, en suma, cuestiones que poco o nada le interesaban.