Este pensamiento hundió el ya escaso ánimo de Tika en una depresión que, al instante, se tradujo en un ligero temblor de sus labios. Si permanecían en la posada sería el fin, así de claro y sencillo. Su vida se agotaría sin remedio. La atenazó, de pronto, un dolor insoportable y, depositando con gesto precipitado la última jarra rebosante de líquido, dejó a los elfos entre pestañeos incontrolables. No se percató de las miradas que éstos intercambiaron sin decidirse a beber, ni recordó nunca que era vino lo que habían pedido.
Cegada por las lágrimas, su única obsesión era escapar a la cocina, donde nadie pudiera verla. Los elfos se hicieron atender por una de las mozas y Raf, suspirando satisfecho, se acuclilló y lamió el resto de la cerveza que aún no había limpiado.
Tanis, el Semielfo, se hallaba al pie de una colina, oteando el camino recto y enfangado que se extendía frente a él. La mujer a la que escoltaba y sus monturas aguardaban a cierta distancia, ya que tanto ella como los caballos necesitaban descansar. Aunque el orgullo había impedido a la dama pronunciar una sola palabra, Tanis descubrió en su rostro los surcos cenicientos de la fatiga. Durante la jornada hubo incluso una vez en que comenzó a cabecear sobre la silla, casi dormida, y de no ser por el fuerte brazo de su compañero se habría deslizado hasta la calzada. Por este motivo, pese a su ansia por llegar al punto de destino no protestó cuando el semielfo declaró que quería explorar el terreno en solitario y la ayudó a desmontar, instalándola entre unos cómodos matorrales que la cobijaban de apariciones inoportunas.
Le producía cierto resquemor dejarla sin su protección, pero estaba convencido de que sus siniestros perseguidores habían quedado rezagados y no ofrecían peligro. Su insistencia en acelerar la marcha tuvo su recompensa, si bien ambos viajeros estaban doloridos y exhaustos. Tanis confiaba en mantener su ventaja el tiempo suficiente para poner a la mujer en manos de la única persona en Krynn susceptible de ayudarla.
Iniciaron la cabalgada al amanecer, en franca huida de un terror que los acechaba sin tregua desde que abandonaron Palanthas. La experiencia adquirida en la guerra, sin embargo, no permitía a Tanis determinar qué era exactamente lo que tanto pavor les causaba. Ni siquiera le servía para hacer frente a sus miedos. También su acompañante había presentido la velada amenaza, lo adivinaba en sus ojos, si bien la altivez que la caracterizaba conservaba cerrado el caparazón de sus temores. En cualquier caso, era el aspecto enigmático del desafío lo que lo tornaba más espantoso.
Mientras se alejaba de los matorrales Tanis se sintió culpable. No debería dejarla sola, ni perder un tiempo precioso. Todos sus instintos de guerrero se rebelaron contra su actitud, mas había algo que tenía que hacer sin la presencia de testigos. De otro modo incurriría en un aparente sacrilegio.
Sumido en todas estas cavilaciones estaba el semielfo al detenerse en la falda del monte para hacer acopio de valor. Cualquiera que lo observase concluiría que se disponía a luchar contra un ogro, pero no era tal el caso. Tanis, el Semielfo, regresaba al hogar… y anhelaba el reencuentro tanto como lo temía.
El sol de media tarde emprendía su viaje el ocaso, hacia la noche. El cielo se habría ensombrecido antes de que llegaran a la posada y no le gustaba la perspectiva de recorrer los solitarios caminos en la oscuridad, si bien le alentaba a continuar el conocimiento de que una vez allí concluiría aquel periplo de pesadilla. Encomendaría el cuidado de la mujer a una persona de probada competencia y seguiría rumbo a Qualinesti. Ahora, no obstante, debía afrontar la visión de tan familiares parajes, así que respiró hondo, se cubrió el rostro con la capucha verde y emprendió la escalada.
Al coronar la colina su mirada se posó en un enorme peñasco, envuelto en una gruesa capa de moho. Durante unos minutos los recuerdos lo abrumaron, hasta tal extremo que tuvo que cerrar los ojos debido al aguijonazo que infligían las lágrimas a sus párpados.
«¡Estúpida misión! ¡Es la aventura más ridícula en la que me he embarcado en toda mi vida!», —la voz del enano lanzaba ecos en su cerebro.
«¡Flint, viejo amigo! No lo resisto, me produce una sensación demasiado lacerante. ¿Por qué accedería a volver? Nada he de conseguir, nada más que avivar las cicatrices del pasado. Al fin mi vida es feliz, tranquila. ¿Quién me mandaría comprometerme a venir?».
Descargando la tensión en un prolongado y trémulo suspiro, abrió los ojos y examinó de nuevo el peñasco. Dos años atrás —haría tres en otoño— se había encaramado a este mismo montículo y se había topado con su amigo Flint Fireforge, el enano, sentado en la roca tallando madera y, como de costumbre, profiriendo quejas. El encuentro entre ambos había desencadenado acontecimientos que convulsionaron al mundo y culminaron en la Guerra de la Lanza, la pugna que devolvió a la Reina de la Oscuridad al abismo y, de este modo, puso término al poderío de los Señores de los Dragones.
«Ahora soy un héroe», caviló Tanis a la vez que estudiaba apesadumbrado la variopinta colección de condecoraciones que exhibía: el pectoral de los Caballeros de Solamnia; el cinto de seda verde emblema de los corredores de Silvanesti, las legiones más respetadas de los elfos; el medallón de Kharas, el más alto honor que podían conceder los enanos, y otras insignias similares. Nadie, humano, elfo o mestizo había sido más agasajado. ¡Qué ironía, él que detestaba los premios y las ceremonias se veía ahora obligado a llevar tan llamativos distintivos porque se lo exigía su rango! El viejo enano se habría reído de buen grado de poder contemplar su porte.
«¿Tú, un héroe?». —Casi oía sus burlas. Pero Flint estaba muerto, abandonó el mundo hacía dos primaveras entre los brazos de Tanis.
«¿Por qué la barba? Ya eres bastante feo sin ella…». —Habría jurado que oía de nuevo la voz del hombrecillo, las primeras palabras que pronunció al divisarle en el camino.
Tanis se atusó sonriente aquella crespa mata que ningún elfo en Krynn podía lucir y que constituía la señal externa, fehaciente, de su herencia humana.
«Flint sabía muy bien el motivo por el que me la dejaba crecer libremente. Me conocía mejor que yo mismo, era consciente del caos que arrasaba mi alma y de que tenía que aprender una lección fundamental», recapacitó el semielfo mientras seguía contemplando con nostalgia aquel lugar calentado por los rayos solares.
«Y la aprendí —musitó al amigo cuyo espíritu no había cesado de acompañarlo—. A sangre y fuego, pero asimilé su enseñanza».
Lo invadió un agradable aroma de madera quemada que, junto a los agonizantes reflejos solares y el fresco aire de primavera, le recordaron que aún faltaba por recorrer un largo trecho. Dio entonces media vuelta y contempló el valle donde habían transcurrido los agridulces años de su primera juventud. Sí, al girarse Tanis, el Semielfo, fijó su vista en Solace.
Era otoño cuando había visto por última vez la pequeña ciudad. Los árboles vallenwood deslumbraban al curioso con el abanico de matices propios de la estación, los rojos brillantes y dorados amarillos que se mezclaban, se difuminaban casi en el espectro purpúreo de las cumbres de los montes Kharolis, o el intenso azul del cielo reflejado, como si necesitara constatarse, en las aguas tranquilas del lago Crystalmir. Cubría el valle una ligera neblina formada por el humo de los hogares al elevarse a través de las chimeneas de la pacífica ciudad, un burgo cuyas construcciones se mecían sobre las ramas de los vallenwoods como nidos de pájaros. Flint y él estudiaron el oscilar de las luces que, una tras otra, se encendían en las casas protegidas por las hojas de los árboles. Solace era una de las maravillas de Krynn.
Durante unos minutos Tanis visualizó aquella panorámica en su imaginación con tanta claridad como si fuera auténtica y hubiera retrocedido en el tiempo. Despacio, sin que apenas lo percibiese, la primavera reemplazó al otoño y se borraron los contornos de su ensoñación. En efecto, el humo trazaba todavía espirales sobre los tejados, pero la mayoría de éstos resguardaban casas edificadas en el suelo. Dominaba la escena el verdor de los brotes nacientes, de la vida renovada, si bien a Tanis se le antojó que tal circunstancia no hacía sino realzar las negras heridas de la tierra; nunca desaparecían del todo las cicatrices de la hecatombe, aunque los surcos del arado las suavizasen en los campos de cultivo.