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—No puedo decirte —declaró Quarath con las cejas enarcadas— sino que ya estaba aquí el día de mi llegada, hace casi un siglo. Debe ser más viejo que muchos de los longevos miembros de mi raza, incluso los más veteranos han oído susurrar su nombre en las leyendas de su infancia. Es humano y, por lo tanto, utiliza la magia para conservar la vida, si bien no imagino cómo. ¿Has comprendido ahora por qué el Príncipe lo acoge en su corte? —añadió, clavando en su interlocutor una penetrante mirada.

—¿Porque lo teme? —apuntó el ingenuo discípulo.

La sonrisa de porcelana del elfo se congeló unos segundos para, luego, ensancharse en la de un padre que esclarece un sencillo misterio frente a un hijo poco dotado.

—No, amigo mío —explicó con paciencia—, la razón es que Fistandantilus nos resulta de gran utilidad. ¿Quién conoce el mundo mejor que él? Ha viajado a todos los confines de nuestro continente y se ha familiarizado con los dialectos, las costumbres y las tradiciones de las razas que pueblan Krynn. Su sapiencia es ilimitada, y nuestro sumo dignatario prefiere tenerle cerca en lugar de desterrarle a Wayreth como ha hecho con sus colegas.

—Entiendo —murmuró Denubis—. Y, ahora, debo retirarme. Agradezco tu hospitalidad, Hijo Venerable, y tu benevolencia al despejar mis incógnitas. Me siento mucho mejor.

—Me satisface haber sido capaz de ayudarte —contestó Quarath—. Deseo que los dioses te proporcionen un apacible descanso.

—Lo mismo digo, insigne clérigo.

Tras intercambiar las fórmulas de rigor, Denubis salió de la estancia y oyó cómo la puerta se cerraba a su espalda. Su chirrido, lejos de excitarle, le llenó de paz.

Retrocedió por el mismo pasillo que antes recorriera en pos de Quarath y, al pasar junto a la sala de audiencias, sintió la necesidad de detenerse. La luz escapaba a raudales por las rendijas, los ecos de la voz musical lo atraían con su inenarrable embrujo, pero temió que empeorase su indigestión y venció el impulso de entrar.

Anhelando la tranquilidad de su alcoba, el eclesiástico atravesó presuroso las otras dependencias del Templo. Tan precipitada era su marcha que incluso se perdió una vez tras tomar un recodo equivocado en el laberinto de corredores. Sin embargo, volvió a dar con el pasadizo que lo llevaría hasta la zona del recinto donde residía.

Ésta era austera en comparación con la magnificencia de la corte y los aposentos del Príncipe de los Sacerdotes, pero revestida de un lujo superior al que solía observarse en los edificios de Krynn. Mientras caminaba por los pasillos, iluminados mediante antorchas, Denubis no pudo sustraerse al ambiente acogedor que éstas creaban pese a carecer del esplendor de las grandes cámaras palaciegas. Otros clérigos se cruzaron con él, intercambiando sonrisas y saludos, y constató que la sencillez que lo circundaba era su auténtico hogar.

Exhaló un suspiro y, reconfortado al fin, abrió la puerta de su humilde habitación —no existían los candados en el Templo, por considerarse un signo de desconfianza respecto a los otros cofrades— dispuesto a refugiarse en su penumbra.

De pronto, se detuvo, al atisbar el borroso movimiento de una sombra en la negrura. Fijó la vista en el corredor, mas lo halló vacío.

«Me estoy haciendo viejo —recapacitó—, sufro alucinaciones». Penetró en la estancia envuelto en el revoloteo de su alba túnica en torno a los tobillos, encajó la hoja en el dintel y buscó la medicina para el estómago.

3

Denigrante esclavitud

Una llave tintineó en la cerradura de la celda. Tasslehoff se incorporó a la velocidad del relámpago en aquella estancia donde la luz se filtraba, en pálidos haces, a través del ventanuco de barrotes.

Al ver su reflejo en el muro de piedra, el kender concluyó que debía estar amaneciendo. La llave produjo un nuevo chasquido en el ojo metálico, como si el celador tuviese dificultades para abrir. El prisionero lanzó una inquieta mirada a Caramon que, tumbado en el otro lado del calabozo, dormía en la losa que le servía de lecho sin moverse ni oír el molesto ruido.

«Mala señal», pensó Tas entristecido, a sabiendas de que el experto guerrero —cuando no estaba ebrio— era capaz de despertarse con el mero eco de unas sigilosas pisadas en la distancia. Pero Caramon no había manifestado ninguna reacción desde que los soldados lo encerraron la víspera. Había guardado silencio y rechazado el alimento, pese a asegurarle su compañero que era un bocado superior al que solía comerse en las prisiones. Se acostó sobre el suelo y se sumió en la contemplación del techo hasta el anochecer, hora en que desarrolló una ínfima actividad: cerrar los ojos.

El estruendo de la llave fue en aumento, mezclado con los sonoros reniegos del carcelero. Tasslehoff se puso en pie y atravesó la estancia, desembarazando su cabello de las briznas de paja de su almohada y alisando su ropa mientras caminaba. Al distinguir una desvencijada banqueta en un rincón, la arrastró hasta la puerta a fin de encaramarse a ella y espiar por la mirilla al hombre que se afanaba en el exterior.

—Buenos días —lo saludó—. Veo que tienes problemas.

El aludido retrocedió, tan sobresaltado al oír una voz imprevista que casi dejó caer el manojo de llaves. Era un individuo de corta talla, flaco, con una tez grisácea que lo identificaba con las pétreas paredes. Alzó hacia el kender un rostro de expresión furibunda a través de la reja, insertó una vez más el metálico instrumento en el cerrojo y comenzó a manipularlo vigorosamente. Detrás de él se erguía otra figura, un hombre alto y corpulento que, ataviado con ricas vestiduras, se protegía del gélido aire matutino mediante una capa de piel de oso. Sostenía en la mano una pizarra, terminada en una delgada correa de cuero de la que pendía una punta de tiza.

—Apresúrate —gruñó el desconocido—. El mercado se abre a mediodía y tengo que limpiar y adecentar a este lote antes de que se inicie.

—Debe haberse roto —se excusó el celador.

—No, en absoluto —colaboró el kender—. A decir verdad, creo que la llave encajaría si no entorpeciera su paso uno de mis alambres.

El centinela interrumpió su quehacer y escudriñó al hombrecillo de manera siniestra.

—Sufrí un curioso incidente —explicó Tas, al parecer imperturbable—. Anoche estaba aburrido, pues Caramon se durmió temprano y tú me habías despojado de mis pertenencias, así que me puse a hurgar en mis vestiduras y descubrí, por pura casualidad, un alambre para forzar cerraduras que había escapado a tu registro al ocultarse dentro de mis botas. Decidí probarlo en esta puerta, a fin de entretenerme y también de comprobar qué tipo de calabozos construís en Istar. Por cierto, éste es espléndido —afirmó en actitud solemne—, uno de los mejores que he visitado, quizás el más sólido. ¡Pero olvidaba presentarme! Me llamo Tasslehoff Burrfoot —agregó, introduciendo su mano a través de la reja por si alguno de sus contertulios deseaba estrecharla (no lo hicieron)—. Vengo de Solace, al igual que mi amigo, con el encargo de cumplir una delicada misión que… ¡Ah, sí, el cerrojo! No es necesario que me claves tan funestas miradas, no fue culpa mía. ¡Fue tu estúpido mecanismo el que quebró mi alambre! Lo consideraba el más valioso de mi colección, heredado de mi padre —suspiró nostálgico—. Me lo obsequió el día en que cumplí la mayoría de edad, de modo que no estaría de más si os disculpaseis —terminó con tono severo.

Frente a tal exigencia el carcelero emitió un extraño sonido, semejante a un estornudo virulento. Agitando el manojo de llaves frente al kender, masculló unas frases incoherentes sobre «pudrirse en la celda para toda la eternidad» e hizo ademán de alejarse, si bien lo detuvo el personaje de la capa.

—No tan deprisa —lo espetó—. Debo llevarme al otro reo.

—Lo sé —replicó el guardián con los labios apretados—, pero se ha de llamar al cerrajero.

—No puedo esperar. He recibido órdenes estrictas de incluirlo en el lote de hoy.