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—En ese caso habrá que ingeniarse otro medio de sacarlos de ahí dentro —sugirió el soldado—. Proporcionemos al kender un nuevo alambre, quizá funcione —bromeó—. Vamos, olvídalo y reunamos a los restantes.

Emprendió un ligero trotecillo, dejando al hombre del pellejo de oso plantado ante la puerta, remiso a moverse.

—Me han dado instrucciones terminantes —recordó irritado el celador.

—También a mí —repuso el otro por encima de su huesudo hombro—. Si no están conformes pueden venir y rezar hasta que la reja se abra, o bien avisar al cerrajero para que haga su trabajo.

—¿Vais a devolvernos la libertad? —inquirió Tas con jovial talante—. Si es así, os ayudaremos. —Una fugaz idea cruzó su mente, un pensamiento que demudó su rostro—. ¿O acaso os disponéis a ejecutarnos? Porque, de ser esos vuestros planes, preferimos aguardar al herrero y no daros facilidades.

—¡Ejecutaros! —se escandalizó el individuo más elegante—. Hace ya diez años que no se ajusticia a nadie en Istar. Lo prohibe la Iglesia.

—Sí, una muerte limpia y rápida era demasiado benigna para un condenado —comentó el centinela que, de nuevo, se había vuelto hacia ellos—. ¿Y tú, pequeño truhán, cómo pensabas contribuir a solventar esta contrariedad?

—Y si no vais a matarnos, ¿qué sorpresa nos reserváis? —siguió indagando Tas sin atender al apremio del carcelero—. No proyectáis soltarnos, eso es evidente, pese a nuestra declarada inocencia. No agredimos a…

—La suerte que tú corras nada me interesa —lo atajó el individuo de la piel de oso con un gesto despreciativo—, es a tu amigo a quien quiero. Pero has acertado, no le dejarán libre.

—Una muerte limpia y rápida —repitió el soldado, a la vez que torcía la desdentada boca en una mueca grotesca—. Siempre se congregaba una muchedumbre deseosa de presenciar la escena, y eso hacía que el condenado se sintiera importante, que le encontrase un sentido a su próximo fin, tal como me confesó Snaggle mientras marchábamos hacia la horca. Confiaba en que asistiera un gentío enfervorizado, y así fue. «Todas estas personas —declaró con lágrimas en los ojos— han renunciado a su descanso para venir a despedirme». Fue un caballero hasta exhalar el último suspiro.

—Lo llevarán a la plataforma —anunció el personaje de rico atuendo, vociferando para imponerse a las divagaciones del otro.

—Limpia y rápida —insistió, ya en tonos apagados, el carcelero.

—Ignoro qué «plataforma» es ésa —vaciló el kender—, pero si os comprometéis a no hacernos daño intentaré convencer a Caramon de que nos eche una mano.

Desapareció del portillo, y los dos individuos le oyeron urgir al guerrero:

—Despierta, Caramon. Quieren sacarnos de la celda y no consiguen abrirla, me temo que por mi culpa.

—No sé si has comprendido que debes quedarte con ambos —insinuó el guardián, con aviesa mirada, a su oponente.

—¿Cómo? —se sobresaltó éste—. Nadie me mencionó que…

—Hay que venderlos juntos —afirmó el soldado, complacido al advertir su ira—. Ésas son mis órdenes, y provienen de las mismas esferas que las tuyas.

—¿Está especificado en el documento escrito?

—Por supuesto. —El hombre no cabía en sí de gozo.

—Perderé dinero —protestó el ostentoso personaje—. ¿Quién iba a gastar sus monedas en adquirir a un kender?

El celador se encogió de hombros, no era asunto de su incumbencia.

El individuo del mullido pellejo abrió la boca presto a discutir, pero enmudeció al aparecer otro rostro enmarcado en el ventanillo. Era la faz de un humano joven, debía rondar la treintena. Sin duda fue en un tiempo un hombre atractivo, si bien ahora la grasa desfiguraba sus pómulos, tenía los ojos entelados bajo el velo de insondables calamidades y su cabello, enmarañado y revuelto, oscurecía la apostura que en su día poseyera.

—¿Cómo está Crysania? —preguntó Caramon.

El ser corpulento pestañeó confuso.

—La dama que transportaron al Templo —aclaró el guerrero.

El flaco carcelero azuzó a su vecino en las costillas.

—La mujer a quien atacó —quiso ayudar.

—Yo no la ataqué —replicó el acusado, aunque sin cólera—. ¿Cómo se encuentra?

—No te interesa —contestó secamente el hombre alto, que acababa de consultar la hora y empezaba a ponerse nervioso—. ¿Eres acaso cerrajero? El kender nos ha asegurado que podrías abrir la puerta atascada.

—No es tal mi oficio —dijo Caramon—, pero existen otros métodos para forzar una hoja rebelde. ¿Qué ocurrirá si la resquebrajo? —inquirió, dirigiéndose al guardián.

—De todos modos el cerrojo está inservible y habrá que cambiarlo. No puedes causar demasiado estropicio, a menos que la eches abajo —comentó el aludido sin comprender las intenciones del hombretón.

—Eso es precisamente lo que me propongo hacer —se apresuró a revelarle éste.

—¿Quieres derribar la puerta? —se horrorizó el celador—. ¿Te has vuelto loco?

—Aguarda. —El individuo de la piel de oso examinó, a través de los barrotes, los hombros y el rotundo cuello del guerrero—. Dejemos que pruebe. Si lo consigue, yo pagaré los desperfectos.

—Por descontado, yo me encargaré de que cumplas —lo amenazó el centinela pero, al sentir sobre su piel la acerada mirada del otro, enmudeció.

Caramon entornó los párpados e inhaló aire varias veces, expulsándolo despacio en cada intervalo. Antes de desaparecer de la vista de los dos hombres les hizo señal de apartarse y, cuando hubieron obedecido, retrocedió unos pasos, emitió un estentóreo grito y se lanzó contra la sólida superficie de madera que debía abatir. La puerta se estremeció en sus goznes y, a decir verdad, hasta los rocosos muros parecieron tambalearse con el impacto; pero la pesada hoja se mantuvo en su lugar.

El carcelero, boquiabierto ante la colosal fuerza del reo, optó por alejarse al comprobar que éste se disponía a reanudar sus intentos. En efecto, resonó otro alarido en la celda y se produjo la segunda embestida, ahora coronada por el éxito. La puerta estalló con tal violencia que los únicos fragmentos reconocibles que dejó al desintegrarse fueron los retorcidos goznes y la zona del cerrojo, aún afianzada al marco. Caramon, por su parte, salió despedido con el impulso de su carrera y fue a parar al pasillo rodeado de los amortiguados vítores de los otros condenados, que aplastaban los rostros contra los barrotes de los calabozos circundantes a fin de no perderse el espectáculo.

—¡Tendrás que hacerte cargo de todos los gastos! —recordó el celador al otro hombre.

—El resultado lo merece —contestó éste, mientras ayudaba al guerrero a levantarse e incluso sacudía el polvo de sus ropas, no sin dedicarle críticas miradas—. Me temo que has comido demasiado bien —comentó al escudriñarlo—, y que no eres insensible a los placeres del alcohol. Probablemente sea ésa la causa de tu encierro, aunque no me preocupa lo más mínimo. Te llamas Caramon, ¿verdad?

El hombretón asintió con gesto taciturno.

—Y yo soy Tasslehoff Burrfoot —intervino el kender, que había atravesado el boquete de la puerta y volvía a tenderle la mano—. Lo acompaño dondequiera que va, y no pienso dejar de hacerlo. Se lo prometí a Tika, no puedo defraudarla.

La criatura del llamativo pellejo, que se afanaba en hacer anotaciones en su pizarra, apenas lo escuchaba.

—Comprendo —se limitó a decir con aire ausente.

—Y ahora —prosiguió Tas embutiendo una mano en su bolsillo—, creo que si nos liberaras de los grilletes caminaríamos mejor.

—Muy cierto —murmuró el interpelado, que no cesaba de garabatear sobre su tablero. Sumó unas cifras, sonrió e indicó al guardián—: Tráeme a los otros miembros del lote de hoy.

El soldado se alejó obediente, si bien antes clavó sus centelleantes ojos en Tas y Caramon.

—Vosotros dos, sentaos junto al muro hasta que hayan reunido al grupo —ordenó a los prisioneros el hombre de la pizarra.