El guerrero se acuclilló en el suelo, frotándose el hombro con que había embestido la hoja y Tas lo imitó. Emitió el kender un suspiro de júbilo. El mundo se le antojaba más hermoso fuera del angosto calabozo pues, según había susurrado a su amigo para animarlo a actuar, «Cuando salgamos tendremos una oportunidad. Atrapados en este agujero estamos indefensos».
—A propósito —gritó al carcelero ya distante—, ¿te encargarás de que me devuelvan mi alambre? Posee para mi un valor sentimental.
—Una oportunidad, ¿no? —rezongó Caramon cuando el forjador se disponía a cerrar el collar de hierro. Había tardado un rato en encontrar uno del tamaño adecuado, así que el hombretón fue el último al que ajustaron este símbolo de esclavitud. El prisionero sintió una punzada de dolor en el instante en que el artesano soldaba la argolla con metal candente, despidiendo olor a carne quemada.
Tas, compungido, se encogió de hombros en su propio aro y dio un respingo en solidaridad con el sufrimiento del compañero.
—Lo siento —gimió—, no había comprendido el sentido de la palabra «plataforma». Estaba convencido de que se referían a la calle, en este lugar tienen un curioso modo de utilizar el lenguaje. Te lo aseguro, Caramon…
—No te preocupes —respondió el aludido—. No es culpa tuya.
—Pero hay un responsable de todo este embrollo —declaró el kender en actitud reflexiva, contemplando interesado cómo el herrero aplicaba una capa de grasa sobre la quemadura del guerrero e inspeccionaba su trabajo con ojo crítico. Más de un forjador de Istar había perdido su puesto al exigir el propietario de un esclavo una retribución por un sirviente que había escapado de la argolla.
—¿Qué quieres decir? —inquirió el guerrero sin entusiasmo, dibujada la resignación en su faz.
—Detente a meditar —le urgió Tas, sin perder de vista al herrero—. Fíjate en tus vestiduras, llegaste a la ciudad ataviado como un rufián y, además, el clérigo y los centinelas aparecieron en el momento oportuno para inculparnos. Era evidente que nos esperaban, que todo estaba planeado, por no hablar del maltrecho aspecto que presentaba Crysania.
—Tienes razón —admitió Caramon, encendida una tenue llama en sus inexpresivos ojos—. Raistlin —masculló, y el destello ardió en un fuego abrasador—. Sabe que me propongo detenerlo, y ha provocado esta calamidad.
—No me atrevería a afirmarlo —replicó el kender—. ¿No sería más propio de él consumirte en un relámpago, o emparedarte hasta la asfixia?
—¡No! —exclamó el guerrero excitado—. ¿No lo entiendes? Él quiere que venga a Istar para hacer algo que no adivino. No desea mi muerte. Así nos lo advirtió el elfo oscuro que trabaja con él, ¿recuerdas?
El kender, dubitativo, intentó rebatir este argumento, pero se lo impidió el forjador al obligar a Caramon a levantarse. El individuo de la piel de oso, que no había cesado de espiarles impaciente desde la puerta del taller, hizo una imperativa señal a dos de sus esclavos personales, y éstos se apresuraron a agarrar a los compañeros a fin de colocarlos en hilera junto a los otros reos. Acto seguido, más servidores se acercaron al grupo y comenzaron a atar a los prisioneros con recias cadenas, hasta afianzar toda la fila por los grilletes de los pies. Concluida esta operación, y obediente a la orden de la criatura de la pizarra, la mísera comitiva de humanos, semielfos y goblins echó a andar.
No habían avanzado tres pasos, sin embargo, cuando quedaron enmarañados por una imprevista acción de Tasslehoff, que no había oído las instrucciones y se empeñaba en caminar en otro sentido.
Tras una retahila de reniegos y algunos restallidos de látigo —que utilizaba después de asegurarse de no ser observado por ningún clérigo—, el hombre de las pieles restableció el orden y continuó la marcha. Tas tenía que dar saltos para seguir el ritmo y, en un par de ocasiones, a punto estuvo de romper de nuevo la cadena viviente al caer de rodillas y arrastrar a los de detrás. Al darse cuenta, Caramon optó por rodear su cintura con su fornido brazo, alzarle en volandas y llevarlo de esta guisa, incluida la cadena.
—Ha sido divertido —murmuró el kender, todavía jadeante—. ¿Has visto la cara de ese tipo cuando me he derrumbado de bruces?
—¿Qué insinuabas antes, mientras esperábamos? —lo interrumpió el guerrero—. ¿Qué te hace pensar que no es Raistlin el artífice de nuestra desgracia?
El rostro del hombrecillo adquirió una seriedad inusual, una expresión ponderada que no casaba con su talante.
—Caramon —musitó, juntando las manos tras la nuca de su amigo y aproximándose a su oído para que no ahogaran sus palabras el repiqueteo de las cadenas y el bullicio de la calle, donde ahora se hallaban—. Escucha, Caramon. Raistlin debe haber estado muy ocupado en las últimas horas con los preparativos del viaje. No olvides que Par-Salian tardó varios días en conjurar el hechizo de traslación en el tiempo pese a ser un mago muy poderoso, de modo que tu hermano tiene que haber consumido una cantidad ingente de energía. ¿Cómo pudo organizar su propio periplo y, a la vez, tendernos esta trampa?
—Si no fue él, ¿quién entonces? —indagó el hombretón con el ceño fruncido.
—Quizá Fistandantilus —apuntó Tas, haciendo un gesto teatral.
Caramon tragó saliva, se contrajo su semblante en una mueca de incredulidad.
—Es un hechicero de gran sapiencia —insistió el kender— y, por otra parte, no te molestaste en disimular el hecho de que venías al pasado con la intención de destruirlo. Lo proclamaste a los cuatro vientos en la Torre de la Alta Hechicería, y nadie ignora que Fistandantilus deambula a su albedrío entre sus muros. Fue allí donde conoció a Raistlin, ¿no es cierto? Podría haber estado presente en el cónclave y enterarse de tu proyecto, que no le habrá colmado precisamente de satisfacción.
—¡Eso es absurdo! —protestó el guerrero, aunque cuidando de no levantar la voz—. Una criatura investida de sus dotes arcanas me habría fulminado en el instante de averiguar mis designios.
—Te equivocas —repuso Tasslehoff—. Hazme caso, he cavilado mucho antes de llegar a estas conclusiones. Fistandantilus no puede asesinar al hermano de su discípulo, menos aún si Raistlin te trajo aquí por un motivo concreto. Él no sabe si tu gemelo abriga, en su fuero interno, algún sentimiento hacia ti.
Caramon palideció, y el kender se reprendió a sí mismo por no haberse mordido la lengua. De todos modos, debía continuar y así lo hizo, en un susurro precipitado para desviar tan espinoso tema.
—Es evidente que no osa desembarazarse de ti de una manera directa, tiene que encubrir su acción mediante una estratagema que no ofenda a su pupilo.
—¿Y?
Tasslehoff enmudeció y exhaló un hondo suspiro. Cuando prosiguió, lo hizo en un quedo siseo.
—Por lo visto en Istar no ejecutan a los condenados, si bien utilizan otros medios para neutralizar a quienes perturban la paz. El carcelero ha comentado esta mañana que la pena capital era un final limpio y rápido comparado con lo que aquí sucede.
Un latigazo en la espalda de Caramon puso término a la conversación. Lanzando una enfurecida mirada al que lo había fustigado —una criatura obsequiosa, ruin, que parecía disfrutar con su trabajo—, el guerrero se sumió en el silencio y reflexionó sobre las teorías de Tas. Tenía razón al aseverar que Par-Salian había realizado un gran esfuerzo de concentración para conjurar el encantamiento, y que el poder de Raistlin era limitado. No había que desdeñar el quebranto sufrido por la salud de su hermano.
«Tasslehoff ha acertado —pensó el hombretón—. Nos van a vender, y Fistandantilus hallará el modo de eliminarme. Luego explicará a Raistlin que mi muerte fue accidental».
En los recovecos de su mente, una ronca voz enanil lo imprecó: «No sé quién es más majadero, tú o ese botarate de Tasslehoff. Si salís con vida de este atolladero recibiré una gran sorpresa».