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Caramon esbozó una sonrisa nostálgica al recordar a su viejo amigo. Flint no estaba junto a él, ni tampoco Tanis u otro de los compañeros de andanzas susceptible de aconsejarle. El kender y él debían arreglárselas solos y, de no haber sido por la imprevista intrusión del hombrecillo en el laboratorio de Par-Salian, ahora se hallaría en tan espantoso apuro sin el más mínimo respaldo. Tal idea le produjo un escalofrío.

«Tengo que dar con Fistandantilus antes de que él me encuentre a mí», resolvió a la desesperada.

Las torres del Templo se erguían altaneras sobre las calles de la ciudad, todas escrupulosamente limpias salvo, por supuesto, los pasadizos marginales. Reinaba una gran algarabía en las avenidas, donde se destacaban los guardianes encargados de mantener el orden con sus multicolores mantos y sus empenachados yelmos. Las mujeres dirigían a tan apuestos centinelas miradas de soslayo mientras caminaban entre los comerciantes, barriendo el empedrado en su rotundo caminar. Había un lugar, sin embargo, al que las féminas no se acercaban, aunque no podían sustraerse a contemplarlo movidas por la curiosidad: el punto de la plaza donde se hallaba el mercado de esclavos.

Como de costumbre, el mercado estaba atestado. Se organizaban las subastas un día a la semana, razón por la que el hombre de la piel de oso, que lo regentaba, se había empeñado con tanto afán en reunir el lote de esclavos aquella mañana. Aunque el dinero recaudado por la venta de los prisioneros pasaba a engrosar las arcas públicas, él recibía un puñado de monedas nada despreciable y, por añadidura, la sesión de hoy prometía ser harto provechosa.

Como había explicado a Tas, se habían abolido las ejecuciones tanto en Istar como en las regiones de Krynn que estaban bajo su jurisdicción. O, al menos, en la mayoría de ellas. Los Caballeros de Solamnia insistían en castigar a quienes traicionaban a su Orden mediante el antiguo rito bárbaro de decapitarlos con su propia espada, pero el Príncipe de los Sacerdotes había iniciado unos largos parlamentos destinados a interrumpir cuanto antes tan nefasto hábito.

Naturalmente, el cese de los ajusticiamientos había creado otro problema. Las autoridades no sabían qué hacer con los reos, los cuales aumentaban de manera alarmante y suponían un gravamen considerable para el tesoro. Así pues, la Iglesia realizó un estudio y llegó a la conclusión de que la mayor parte de los prisioneros eran indigentes, seres sin hogar ni medios de subsistencia. Los crímenes que cometían, robos, prostitución y otros de la misma índole, eran consecuencia de su extrema pobreza.

—Es lógico —declaró el Príncipe ante sus ministros en el acto de pronunciamiento— deducir que la esclavitud no sólo es la respuesta al conflicto que entraña la reclusión masiva en nuestros calabozos, sino que también constituye una medida idónea, además de caritativa, para ayudar a esos infelices cuyo único delito es el de estar atrapados en una telaraña de miseria de la que no pueden escapar.

»Yo me reafirmo en este aserto y sostengo, por lo tanto, que es nuestro deber ayudarlos. En su calidad de esclavos tendrán alimento, ropa y albergue gratuitos. Se les proporcionará todo aquello de lo que carecían, y que les empujaba a entregarse a una vida reprobable. Nos ocuparemos de que sean bien tratados y, por otra parte, propongo que se establezca una ley que les permita comprar su libertad tras un determinado período de servilismo, si han observado un buen comportamiento. Entonces nos serán devueltos como miembros productivos de la sociedad.

La idea del dignatario fue llevada a la práctica de inmediato, sin apenas deliberaciones, y cumplía ahora diez años desde su promulgación. Habían surgido ciertos inconvenientes, pero nunca habían sido comunicados al Príncipe de los Sacerdotes por considerarse demasiado ínfimos para exigir su atención. Los ministros de inferior rango los habían solventado de manera eficaz y, ahora, todo se desarrollaba con plena normalidad. La Iglesia recibía unas cuantiosas rentas merced al dinero obtenido en las transacciones públicas —que nada tenían que ver con las ventas entre particulares— y la esclavitud se juzgaba un perfecto medio contra el crimen.

En cuanto a los inconvenientes citados, aquéllos con los que no debía perturbarse al sumo mandatario, cabe comentar que dimanaban de dos tipos distintos de delincuentes: los kenders por un lado y, por otro, los que cometían atrocidades de todo punto imperdonables. Las soluciones fueron sencillas. Los kenders eran encerrados durante una noche y escoltados al amanecer hasta las puertas de la ciudad, lo que significaba una pequeña procesión diaria. Los criminales más recalcitrantes, acusados de asesinato, violación o locura peligrosa, quedaron bajo los auspicios de instituciones especiales creadas a tal efecto. En cualquier caso no existía otra alternativa, ya que ni unos ni otros hallaban compradores privados en el mercado de esclavos.

Con el máximo representante de una de estas instituciones para rufianes dialogaba animadamente el individuo que recogiera al lote en los calabozos, señalando a Caramon durante su plática. El guerrero estaba junto a los otros prisioneros en un mugriento y hediondo vallado detrás de la plataforma, en la actitud de quien se dispone a despedazar una puerta con el hombro.

El cabecilla de la institución, de raza enana, no parecía impresionado, si bien su postura nada tenía de extraña. Aprendió tiempo atrás que, en el instante en que se admiraba a un reo, el comerciante doblaba el precio de manera automática. Así pues, optó por observar desdeñoso al guerrero, escupir en el suelo, cruzarse de brazos y, plantando firmemente los pies en el adoquinado, encararse con el individuo de la piel de oso.

—Demasiado grueso, es evidente que no está en forma —declaró con la cabeza ladeada en señal de desinterés—. Además es un borrachín, no hay más que mirar su nariz para constatarlo. Y no tiene aspecto de criatura perversa. ¿Qué me has contado que hizo, asaltar a una sacerdotisa? ¡Lo único que atacaría ese humano es un barril de vino!

Su oponente no se inmutó, estaba acostumbrado a estos regateos.

—Estás a punto de desperdiciar la oportunidad de tu vida, Rockbreaker —se limitó a responder—. Deberías haberle visto cuando desencajó la puerta de su celda, desplegó una fuerza que nunca antes había advertido en un hombre. Tienes razón en lo del exceso de peso, debo concedértelo, pero ese mal se cura. Sométele a una buena dieta y se convertirá en un galán, en el favorito de las mujeres. Fíjate si no en sus lánguidos ojos castaños y su cabello ondulado. —Bajó la voz y añadió—: Sería una lástima que una fisonomía como la suya se echara a perder en las minas. He intentado evitar que se extienda la noticia de su felonía, si bien me temo que ésta ha llegado a oídos de Haarold.

Ambos personajes miraron de soslayo a un humano que, a cierta distancia, parloteaba y bromeaba con algunos de sus musculosos guardianes. El enano se atusó la barba, mas permaneció impasible.

—Haarold ha afirmado que no reparará en medios para hacerse con él —murmuró el comerciante en tono confidencial— pues, según él, podrá sacarle el rendimiento de dos personas. Sin embargo, tú eres mi mejor cliente y puedo hacer que la balanza se decante en tu favor.

—Dejemos que se lo quede Haarold —gruñó el enano—. Me disgusta tanta obesidad.

A pesar de sus palabras, el hombre de la piel detectó el aire especulativo con que su oponente estudiaba a Caramon y, sabedor por su larga experiencia de cuándo convenía callar, le dedicó una cortés reverencia y siguió su camino. Mientras andaba se frotó las manos, previendo un espléndido negocio.

Aunque no pudo oír esta conversación en medio del bullicio, el guerrero comprendió que el dignatario enanil lo observaba como a una codiciada presa de caza y sintió un repentino deseo de romper sus ataduras. No había de resultarle difícil, una vez libre, hacer añicos el cerco donde estaba enjaulado y arremeter contra el individuo de la pizarra y el presunto comprador. La sangre se agolpó en sus sienes y comenzó a tirar de las cadenas, abultándose con la presión los músculos de sus brazos en un anuncio de acometida que atrajo la perpleja mirada del enano y obligó a los soldados, que hasta entonces se habían mantenido relajados en sus puestos de vigilancia, a desenvainar las espadas. Pero Tasslehoff interrumpió la escena al azuzarle en las costillas.