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—¡Mira, Caramon! —exclamó el kender muy excitado.

El hombretón no lo escuchó, los latidos que palpitaban en su frente bloqueaban el acceso de cualquier otro sonido.

—Mira, Caramon —insistió Tas dándole un nuevo codazo—. ¿Has visto a esa criatura que se yergue al margen del gentío, en una esquina?

El guerrero respiró hondo para imponer la calma en su revuelto ánimo. Desvió los ojos hacia donde señalaba el kender y, de súbito, su alterada sangre se le heló en las venas.

En el extremo del círculo de curiosos se perfilaba, en efecto, una figura solitaria, ataviada con una túnica negra. A su alrededor se había creado un espacio vacío. Muchos de los que por allí pululaban incluso trazaban un rodeo para evitarlo, como si no osaran acercarse a él y, aunque todos eran conscientes de su presencia, nadie le hablaba. Los grupos más próximos, que antes de su llegada charlaban animadamente, se sumieron en un tenso silencio a la vez que lo espiaban con disimulo.

Las vestiduras del aparecido eran de un negro insondable, casi ofensivo, sin que ningún adorno mitigara su intensa simplicidad. No refulgían hebras de plata en sus mangas, no rodeaba su capucha ningún festón. No se apoyaba en el tradicional cayado ni, tampoco, en un familiar que reafirmase su arte. Cedía a los otros magos el privilegio de exhibir runas protectoras, de portar bastones arcanos o de contar con el auxilio de animales obedientes a sus órdenes. Él no necesitaba tales accesorios. El poder que ostentaba brotaba de sus entrañas, tan inconmensurable que trascendía el paso de los siglos y, aún, los planos de existencia. Se sentía en el ambiente, brillaba en torno a su cuerpo como la aureola de calor que destila el horno de la fragua.

Era alto y fuerte, los negros ropajes caían sobre unos hombros enjutos pero fornidos. Sus blancas manos, única parte visible de su ser, denotaban firmeza sin por ello carecer de flexibilidad. Pese a su extrema ancianidad —pocos habitantes de Krynn se aventuraban a calcular sus años—, su constitución presentaba todos los rasgos de una criatura joven y plena de energía. Circulaba el rumor de que utilizaba sus dotes de nigromante para paliar las flaquezas de la vejez.

Y, así, se alzaba en soledad, cual si un sol nocturno se hubiera posado en la plaza. Ni tan siquiera se atisbaban los fulgores de sus ojos en las profundidades de la capucha.

—¿Quién es? —preguntó Tas a un compañero con aire casual, señalando a la figura mediante un ademán de la cabeza.

—¿No lo sabes? —inquirió éste a su vez. Estaba nervioso, se resistía a pronunciar el nombre del recién llegado.

—Vengo de otra ciudad —se disculpó el kender.

—El Ente Oscuro —cedió el otro reo—, Fistandantilus. Supongo que habrás oído hablar de él.

—Sí.

Tasslehoff observó a Caramon y, en un mensaje telepático, constató: «¡Ya te lo advertí!».

4

La misión de Crysania

Cuando despertó del hechizo en que la había envuelto Paladine, Crysania se hallaba en tal estado de confusión que los clérigos temieron por su salud mental. Existía el peligro de que la terrible prueba hubiera trastornado su equilibrio.

Habló de Palanthas, así que sus oyentes presumieron que ése era su lugar de origen. Pero por otra parte invocaba continuamente al máximo dignatario de su Orden, un tal Elistan, lo que causó el desconcierto de los clérigos. Pese a conocer a todos los eclesiásticos insignes de Krynn, nadie tenía noticia de ese nombre. Tanta fue, no obstante, la insistencia de la dama que se especuló sobre la posible muerte del adalid religioso de Palanthas, y se enviaron mensajeros con la mayor premura.

Crysania mencionó también el Templo de Palanthas, un santuario inexistente en la ciudad. Pero fue al oírla aludir a unas hordas de dragones y al «regreso de los dioses» cuando los sacerdotes congregados en la estancia, Quarath y Elsa, esta última mandataria de las Hijas Venerables, intercambiaron miradas de espanto e invocaron a aquéllos para portegerse de la blasfemia. Se administró a la enferma una poción de hierbas, que la sedó hasta sumirla de nuevo en un profundo letargo.

Los dos clérigos permanecieron a su lado mientras dormía, discutiendo su caso en voz baja. Al cabo de un rato el Príncipe de los Sacerdotes entró en la sala, deseoso de apaciguar sus inquietudes:

—He consultado los augurios —dijo con su voz musical—, y averiguado que Paladine la llamó a su lado a fin de salvaguardarla de un hechizo maligno, destinado a destruirla. Creo que ninguno de nosotros abrigará dudas al respecto.

Quarath y Elsa menearon sus cabezas al unísono, conocedores ambos del odio que el Príncipe profesaba a los magos.

—Ha estado pues con el dios del Bien, viviendo en el maravilloso reino que nosotros intentamos recrear en la tierra, y no es de extrañar que durante su estancia haya tenido acceso a la historia del futuro. Habla de un hermoso Templo en Palanthas: como sabéis, existe el proyecto de erigir tal monumento de la fe. Y en cuanto a Elistan, quizá se trate de alguien que dirigirá la Orden en un tiempo aún por llegar.

—Pero ¿y los dragones? ¿y el retorno de las divinidades? —cuestionó Elsa.

—Los reptiles bien podrían ser los protagonistas de un relato de su infancia que le causó una impresión duradera —apuntó el dignatario entre divertido y tranquilizador—, o acaso estén relacionados con el encantamiento de ese hechicero. Se rumorea que los brujos tienen el poder de hacer visualizar a sus víctimas escenas o seres ilusorios. Y el regreso de los dioses…

Hizo una breve pausa y, cuando reemprendió su discurso, el timbre de su voz había asumido una calidad distinta, la de quien se sume en una ensoñación.

—Vosotros, mis más allegados consejeros, conocéis el secreto anhelo que anida en mis entrañas. No ignoráis que un día no muy lejano conjuraré a las divinidades para reclamar su ayuda en la lucha contra la malignidad que, pese a nuestros esfuerzos, aún se halla presente en nuestro país. Ese día, Paladine atenderá a mi ruego. Acudirá a mi lado y, entre ambos, asediaremos a los hijos de la oscuridad hasta derrotarlos por completo. Venceremos a la negrura, y eso es lo que le ha sido revelado a la sacerdotisa. Ha definido mi próxima alianza como «el regreso de los dioses» en una visión premonitoria de lo que ha de ocurrir.

La estancia se inundó de luz. Elsa susurró una plegaria, y Quarath bajó los ojos.

—Dejadla dormir —recomendó el Príncipe a sus seguidores—, mañana se encontrará mejor. La recordaré en mis rezos vespertinos.

Salió de la sala, que se ensombreció al quedar privada de su luminoso influjo. La adalid de las Hijas Venerables lo vio alejarse en silencio y, en cuanto la puerta se cerró tras él, se volvió hacia Quarath.

—¿Tiene poder para hacer lo que acaba de anunciarnos? —preguntó, con un interrogante en sus almendrados ojos de elfa, a su colega masculino—. ¿Se propone realmente exigir el auxilio de los dioses?

—¿Cómo? —Quarath apenas le escuchaba, estaba absorto en la contemplación de la inmóvil Crysania—. ¡Ah, sí! —reaccionó de pronto—. Por supuesto que tiene poder. Ha sido capaz de salvar a esta mujer de su trance, tú misma fuiste testigo de la escena. Además, las divinidades se comunican con él a través del augurio… o así lo afirma. ¿Cuándo curaste por última vez un cuerpo maltrecho como el de la sacerdotisa, Hija Venerable?

—Entonces, ¿tú crees que es cierto que Paladine dio cobijo a su espíritu y le permitió ver el futuro? —La dignataria parecía atónita—. ¿Estás convencido de que el Príncipe sanó sus heridas?