—Tan sólo me atrevo a aseverar que un velo de misterio rodea tanto a esta dama como a los dos seres que la acompañaban —declaró el clérigo con grave acento—. Yo me ocuparé de ellos, tú vigila a la sacerdotisa. En cuanto a nuestro Príncipe, no es asunto de nuestra incumbencia su relación con los entes superiores. Si solicita su ayuda y se la brindan, todos nos beneficiaremos. De lo contrario, a nosotros no ha de afectarnos; ambos sabemos que es él quien los representa en Krynn, con plenos poderes.
—No es el único —comentó Elsa, alisando el negro cabello de Crysania para despejar su faz embotada por el sueño—. Había en nuestra Orden una joven que poseía el auténtico don de la curación. La sedujo un Caballero de Solamnia, ¿cómo se llamaba?
—Soth —colaboró Quarath—. Era el señor del alcázar de Dargaard. Pero, volviendo a nuestro asunto, no dudo en absoluto que, de vez en cuando, se encuentre entre los muy jóvenes o los muy viejos a una criatura investida de dotes sobrenaturales. Sin embargo, debo confesarte mi escepticismo. Opino, francamente, que se trata de una falacia, de la consecuencia de una necesidad. Los habitantes de nuestro mundo quieren creer en algo, con tanta ansiedad que acaban por persuadirse de que son ciertas las historias fraguadas en su imaginación. En cualquier caso, su actitud no perjudica a nadie. Observa bien a la recién llegada, Elsa. Si por la mañana persiste en hablar de prodigios, incluso después de haberse recuperado, quizá tengamos que tomar medidas drásticas. De momento…
Enmudeció, y la Hija Venerable asintió con la cabeza. Sabedores de que la yaciente dormiría varias horas bajo los efectos de la poción, ambos la dejaron sola en aquella alcoba del gran Templo de Istar.
Crysania se despertó al día siguiente como si hubieran atiborrado su cabeza de algodón. Tenía un amargo sabor de boca y una sed acuciante. Se incorporó aturdida, tratando de recomponer el rompecabezas de su mente. Todo carecía de sentido. Conservaba el vago, espeluznante recuerdo de un espectro de ultratumba resuelto a aniquilarla entremezclado con su visita, a instancias de Raistlin, a la Torre de la Alta Hechicería. Y, a tan dispares situaciones, se unía una escena en la que se veía rodeada de magos ataviados de Blanco, Rojo y Negro, así como los ecos de unas piedras que cantaban y la sensación de haber realizado un largo viaje.
También danzaba en su memoria la imagen de un hombre, en cuya presencia había despertado, poseedor de una belleza deslumbradora, de una voz que colmaba su alma de paz. Pero el aparecido le dijo que era el Príncipe de los Sacerdotes, que se hallaban en el Templo de los Dioses en Istar, y eso la desconcertaba. En un delirio posterior a este encuentro había llamado a Elistan, sin que quienes la circundaban dieran muestras de conocer al anciano. Les explicó quién era y cómo fue sanado por Goldmoon, sacerdotisa de Mishakal, relatándoles asimismo su decisivo liderazgo en la pugna contra los dragones del Mal y el apostolado que después realizase para anunciar al pueblo el regreso de los dioses. Lo único que consiguió fue que los clérigos la mirasen con piedad, además de alarmados. Por último le ofrecieron una poción de extraño sabor, y cayó de nuevo dormida.
Aunque todavía confundida, estaba resuelta a averiguar dónde estaba y qué ocurría a su alrededor. Alzóse del lecho, hizo sus abluciones como todas las mañanas, sin abandonarse a la extrañeza que su entorno le causaba, y se sentó frente a un curioso tocador a fin de cepillar y trenzar, con calma, su largo y negro cabello. La rutina la ayudó a relajarse.
Incluso se tomó tiempo para inspeccionar su alcoba, cuyo esplendor no la dejó indiferente. No obstante, y pese a admirar tanta belleza, juzgó fuera de lugar aquella exuberancia en un lugar consagrado a las divinidades, si en realidad era en un santuario donde se encontraba. Su dormitorio en la casa familiar de Palanthas no era tan espléndido, pese a estar decorado con todo el lujo que el dinero podía comprar.
Voló su pensamiento a lo que Raistlin le había mostrado, la pobreza y miseria que convivían en estrecha vecindad con el fastuoso recinto del Templo, y se sonrojó turbada.
—Quizás ésta sea una habitación destinada a los huéspedes —se dijo en voz alta, hallando alivio en el sonido de su propio timbre—. Después de todo, las estancias de invitados de nuestro Templo también han sido diseñadas para que los visitantes se sientan a gusto. Pero —añadió al posarse sus ojos en una costosa estatua, que representaba a una dríade con una vela en sus manos doradas— no deja de ser una extravagancia. Sólo esa figura alimentaría, de fundirse, a una familia durante meses.
Se alegró sobremanera de que Elistan no pudiera verla, y determinó solicitar sin demora una entrevista con el máximo dignatario de la Orden. No podía ser el Príncipe de los Sacerdotes, probablemente su estado la había inducido a cometer un error de interpretación.
Tras decidirse a actuar, con la mente despejada, Crysania mudó el camisón de dormir por la túnica blanca que descubrió a los pies del lecho, extendida con sumo primor.
¡Qué anticuado se le antojó aquel atavío mientras lo deslizaba por su cabeza! En nada se asemejaba a las austeras vestiduras que utilizaban los miembros de su Orden en Palanthas. Era ésta una prenda ornamentada, las hebras de oro que destellaban en mangas y repulgo se completaban mediante una cinta carmesí que cruzaba el pectoral y, para engalanar el llamativo conjunto, un pesado cinturón dorado recogía los pliegues a la altura del talle. Se mordió el labio disgustada ante semejante derroche, pero al asomarse al espejo de marco también dorado tuvo que admitir que la túnica ajustada a la cintura le prestaba un singular atractivo.
Fue entonces, al pasar revista a su figura, cuando palpó sin proponérselo la misiva que se ocultaba en su bolsillo.
Introdujo la mano y extrajo un papel de arroz, doblado en cuatro partes. Al principio supuso que la dueña de las vestiduras lo había dejado por descuido, pero comprobó asombrada que la nota iba dirigida a ella y, en un mar de dudas, la abrió.
Sacerdotisa Crysania:
Conocía tu proyecto de demandar mi ayuda para viajar al pasado y, de ese modo, impedir que el joven mago Raistlin llevara a término su perverso plan. Lamentablemente, durante tu periplo hacia la Torre te atacó un Caballero de la Muerte y, deseoso de salvarte, Paladine trasladó tu alma a su morada celestial. Ninguno de nosotros, ni siquiera Elistan, puede hacerte volver al mundo de los vivos, sólo los clérigos que habitaban el desaparecido Templo del Príncipe de los Sacerdotes ostentaban tal don. Es ésta la razón de que te hayamos enviado a Istar, a la época previa al Cataclismo, en compañía de Caramon, hermano del maligno hechicero. Debes cumplir allí una doble misión: en primer lugar curarte de tus penosas heridas y, en segundo, concretar tu propósito de transformar a esa descarriada criatura en una realidad beneficiosa para Krynn.
»Si ves en tales transacciones la mano de los dioses, darás quizá por buenos cuantos sacrificios se te exijan. Permíteme recordarte que las divinidades eligen sendas ajenas al entendimiento de los mortales, ya que nosotros sólo atisbamos un fragmento del lienzo por ellos pintado, el más próximo a nuestra percepción. Me habría gustado darte algunos consejos personalmente antes de tu partida, mas ha sido imposible. Me limito pues a recomendarte que te guardes de Raistlin.
»Eres virtuosa, firme en tu fe, y estás orgullosa de ambas cualidades. Debo decirte que forman una combinación letal, querida, y que él sacará provecho de tan peligrosa mezcla.
»Ten presente, asimismo, que Caramon y tú habéis retrocedido a un tiempo azaroso. Los días del Príncipe de los Sacerdotes están contados, y el guerrero debe embarcarse en una aventura que acaso le cueste la vida, pero eres tú quien se enfrenta al peor avatar: el de perder tu alma. Preveo que se te obligará a escoger entre materia y espíritu y que tendrás que renunciar a una para conservar el otro. Por otra parte, hay varios medios por los que puedes abandonar este período de la Historia, uno de ellos a través de Caramon.