»Que Paladine te acompañe, valerosa señora.
Crysania se dejó caer sobre el lecho. Se quebraron sus rodillas, incapaces de sostener su peso, y la mano con que sujetaba la carta se agitaba en incontenibles temblores. Contempló el mensaje con expresión alelada antes de leerlo una y otra vez, sin aprehender su significado. Transcurridos los primeros minutos, sin embargo, logró serenarse y realizó un esfuerzo de voluntad para revisar cada palabra, cada frase, prohibiéndose pasar a la siguiente hasta haberla comprendido.
Tal hazaña supuso media hora de lectura y cavilaciones, pero quedó satisfecha… o casi. Por una parte le ayudó a recordar el motivo de su viaje a Wayreth, y supo que Par-Salian estaba enterado. «Tanto mejor», pensó. Y éste estaba en lo cierto al afirmar que el ataque del Caballero de la Muerte había sido una innegable muestra de la intervención de Paladine, quien quería asegurarse de su retorno al pasado. Pero el comentario acerca de su fe y virtud era un puro desatino.
Se puso en pie. En su lívido rostro se dibujaba su resolución, subrayada por unas manchas coloreadas en sus pómulos que, acaso, denotaban también ira, la misma que se reflejaba en sus ojos. Lo único que lamentaba era no haber discutido este punto con Par-Salian en persona. ¿Cómo osaba sugerir semejante impertinencia?
Contraídos sus labios en una tensa línea, Crysania dobló la nota con dedos ágiles, rápidos, presionando los pliegues como si pretendiera rasgarla. Reparó entonces en una caja dorada, similar a los joyeros de las damas de la corte, que reposaba en el tocador junto al cepillo del cabello y un espejo de mano. La izó, tiró de la llave insertada en el cerrojo, arrojó la misiva al interior y cerró la tapa con estrépito. Accionó acto seguido el mecanismo de seguridad hasta oír el chasquido metálico, retiró la llave y la guardó en el bolsillo donde había encontrado la carta.
Asió el espejito del bello mueble y, mirándose en él, apartó de su faz la negra melena para ceñirse mejor la capucha. Al percibir la tonalidad purpúrea que habían asumido sus pómulos se forzó a relajarse, a mitigar su furia. A fin de cuentas, el viejo mago abrigaba las mejores intenciones al avisarla del riesgo que él creía advertir. ¿Cómo podía un hechicero comprender a una religiosa? Tenía que sobreponerse a su mezquina cólera, después de todo se disponía a vivir su momento de grandeza en compañía de Paladine, cuya presencia se palpaba en el aire. ¡Y el hombre al que había conocido era el Príncipe de los Sacerdotes!
Evocó, con una sonrisa, la bondad que el mandatario destilaba. ¿Cómo podía ser él responsable del Cataclismo? En lo más hondo de sus entrañas rehusó aceptar tal atrocidad. La Historia había distorsionado los hechos. Pese a haberlo visto tan sólo unos segundos estaba convencida de que un ser tan saturado de belleza, tan clemente y tan santo no pudo nunca desencadenar la oleada de muerte y destrucción que arrasara Krynn. ¡Era impensable! Tal vez conseguiría rehabilitarlo, quizás era ésta otra de las razones por las que Paladine la había enviado a este tiempo remoto: quería que descubriera la verdad.
El júbilo inundó su alma. En aquel instante ribeteó su dicha, o al menos así se lo pareció, el tañir de las campanas anunciando la hora de los rezos matutinos. La melodiosidad de la música arrancó lágrimas de sus ojos y, con el corazón exultante de felicidad, abandonó la estancia. Tan rauda avanzó por los deslumbrantes corredores, que a punto estuvo de arrollar a Elsa.
—¡En nombre de los dioses —exclamó ésta perpleja—, es increíble! ¿Cómo te encuentras?
—Mucho mejor, Hija Venerable —respondió Crysania, avergonzada al recordar que sus manifestaciones de la víspera debieron antojársele una retahila de incoherencias—. Como si hubiera despertado de una extraña y acuciante pesadilla.
—Paladine sea loado —murmuró Elsa, si bien estudió a la sacerdotisa con los ojos entrecerrados, meticulosa y suspicaz.
—Puedes estar segura de que no he dejado de ensalzarlo —repuso, con acento sincero, la convaleciente. Su gozo le impidió reparar en la singular mirada de la elfa—. ¿Acudías a la llamada a la oración? Si es así me gustaría ir contigo —solicitó, mientras examinaba el maravilloso edificio—. Temo que pasará algún tiempo antes de que aprenda a orientarme.
—Por supuesto —accedió Elsa, ahora gentil—. Es por aquí.
Echaron a andar pasillo abajo y, tras un breve silencio, Crysania apuntó:
—Estoy preocupada por el hombre que encontraron junto a mí. —Su tono era vacilante, no recordaba las circunstancias que rodearon su aparición en este tiempo y temía cometer algún desliz.
—Está donde le corresponde —explicó la otra Hija Venerable con cierta frialdad—. No debes inquietarte, cuidarán de él. ¿Es amigo tuyo?
—No, claro que no —se apresuró a contestar Crysania. La patética imagen de aquel borrachín cobró vida en su memoria, no debía permitir que la relacionasen con él—. Era mi escolta… alquilada —tartamudeó, comprendiendo que no había nacido para mentir.
—Está en la Escuela de los Juegos —declaró Elsa—. Si lo deseas, le haremos llegar un mensaje.
Crysania ignoraba qué clase de institución era aquélla, pero prefirió no indagar demasiado. Agradeció a su compañera tan amable ofrecimiento y abandonó el tema, solazado su espíritu. Al menos sabía dónde se hallaba el guerrero y, sobre todo, que nada malo le había ocurrido. Tranquila al constatar que no se había esfumado la posibilidad de volver a su tiempo con el concurso del hombretón, se relajó por completo.
—Mira, querida —le indicó la elfa—, alguien más viene a interesarse por tu salud.
—Hijo Venerable —saludaron ambas a Quarath, la visitante con una reverencia que ocultó a sus ojos el fugaz interrogante que se esbozó en el rostro del clérigo y el asentimiento de la otra dama.
—Me produce un gran regocijo verte restablecida —dijo el eclesiástico, acariciando la mano de Crysania y pronunciando su frase con tanta deferencia que ella se ruborizó—. El Príncipe de los Sacerdotes ha orado toda la noche para suplicar la gracia de los dioses, y le satisfará en extremo la prueba que éstos han manifestado, a través de ti, de su fe y poderío. Esta noche te lo presentaremos formalmente. Pero ahora —agregó, y al hacerlo interrumpió la respuesta de la huésped— debo ausentarme a fin de no entreteneros en vuestro sagrado propósito. Id a la sala de las plegarias, os lo ruego.
Se despidió con una sutil inclinación de cabeza y se alejó por el corredor.
—¿No asiste a los servicios? —inquirió Crysania, sin dejar de observarlo mientras se perdía en el esplendor de los rutilantes muros.
—No, querida, él acompaña al Príncipe en sus ceremonias privadas, poco después del alba. Quarath es el primer consejero de nuestro dignatario y, como tal, debe atender a asuntos de suma trascendencia a lo largo del día. Podría afirmarse que, si nuestro gobernante es el corazón y el alma de la iglesia, el Hijo Reverendo es su cerebro.
Durante todo su discurso Elsa no cesó de sonreír, divertida ante la ingenuidad de la sacerdotisa a la que ahora guiaba.
—¡Qué extraño! —exclamó esta última, pensando en Elistan.
—¿Extraño? —repitió la elfa en ademán reprobatorio—. El Príncipe de los Sacerdotes debe conferenciar con las divinidades, no puede exigírsele que se ocupe también de las cuestiones mundanas, de las minucias que surgen a cada instante.
—No, tienes razón —siseó Crysania turbada.
¡Qué provinciana y arcaica —aunque fuera una contradicción— debían hallarla estas criaturas! Siguió a Elsa por los ventilados, regios pasillos, y se dejó transportar por el armonioso repicar de las campanas que festoneaba, en lontananza, un coro de voces infantiles. En un callado éxtasis, la sacerdotisa rememoró los sencillos ritos que Elistan celebraba todas las mañanas y las principales tareas cotidianas que él mismo realizaba.