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El clérigo nada dijo, se limitó a consultar con los ojos a su oponente.

—No los adquirió personalmente —explicó éste—, encomendó tal tarea a uno de sus subordinados.

—¿Quiénes eran los esclavos? —inquirió Quarath, si bien conocía la respuesta.

—El humano y el kender a los que se acusó de asaltar a la sacerdotisa.

—Di instrucciones concretas de que fueran vendidos al enano o enviados a las minas.

—Arack hizo cuanto pudo para obedecerte, señor, y lo cierto es que el enano pujó por ellos. Pero los agentes del Ente Oscuro ofrecieron una suma insuperable y hubo que adjudicárselos, de lo contrario habría surgido el escándalo. Además, el esbirro de Fistandantilus los mandó directamente a la Escuela, como tú deseabas.

—Comprendo —murmuró Quarath.

Todo encajaba, el enigmático hechicero incluso había tenido la temeridad de comprar al asesino sin disimulos. Luego se desvaneció, acaso para informar del éxito de su misión. Pero no, algo iba mal en el entramado. ¿Por qué iban a rebajarse los magos a utilizar criminales? Fistandantilus, de habérselo propuesto, podría haber matado al Príncipe de los Sacerdotes en incontables ocasiones. Pobre Quarath, se sentía como si hubiera abandonado una senda limpia e iluminada para internarse en un bosque lóbrego y traicionero.

Tanto rato se mantuvo en silencio el eclesiástico que el joven acólito carraspeó tres veces consecutivas, recordándole así discretamente su presencia, antes de que volviera a reparar en él.

—¿Deseabas confiarme otra tarea, señor? —preguntó al ver que levantaba los ojos.

—En efecto —asintió éste—, y la noticia que me has dado le confiere una especial importancia. Quiero que te encargues tú mismo de comunicar al enano que lo espero. He de hablar con él sin tardanza.

El joven hizo una respetuosa reverencia, y se fue. No era preciso puntualizar a qué enano se refería Quarath, sólo había uno en Istar.

Nadie sabía a ciencia cierta quién era Arack Rockbreaker, ni de dónde procedía. Nunca aludía a su pasado y, por regla general, se enfurecía tanto cuando se hacía algún comentario al respecto que al instante se cambiaba de tema. Circulaban ciertas especulaciones interesantes sobre el particular, siendo la más extendida que había sido desterrado de Thorbardin, antigua capital de los Enanos de las Montañas, en castigo a un abominable delito. Ningún habitante de Istar se aventuró a insinuar en qué consistió su crimen, ni tuvo en cuenta un hecho que habría dado al traste con tales conjeturas: los enanos no imponían nunca la pena del exilio, por considerar más humanitario el ajusticiamiento.

Otros rumores persistían en identificarle como un dewar, una raza de enanos malvados que casi fueron exterminados por sus primos y, ahora, llevaban una vida miserable en las entrañas de la tierra. Aunque Arack en nada se asemejaba a los dewar, ni en su físico ni en su conducta, esta creencia se popularizó debido a que su compañero favorito, el único a decir verdad, era un ogro. Y también había quienes afirmaban que el enano no era oriundo de Ansalon, sino de un continente ignoto situado al otro lado del mar.

En un punto había consenso: su rostro era el más abyecto que nunca se vio en un miembro de su raza, con dos aserradas cicatrices que lo surcaban en vertical y lo contraían en una perpetua mueca. No había un gramo de grasa en su cuerpo y, al moverse, adoptaba una actitud felina que se contradecía cuando, al interrumpir su marcha, se plantaba en el suelo con tal firmeza que parecía formar parte de ella.

Cualquiera que fuese su patria, Arack llevaba tantos años establecido en la ciudad que apenas se suscitaba el enigma de su origen. Él y su ogro, un monstruo llamado Raag, acudieron a Istar para participar en los Juegos en una época en que, todavía, conservaban su realismo primitivo. Se convirtieron de inmediato en los preferidos del público y eran numerosos los habitantes que recordaban cómo entre ambos derrotaron a Darmoork, el poderoso minotauro, en tres asaltos. Todo comenzó cuando Darmoork arrojó al enano fuera de la arena y Raag, en un acceso de ira, alzó en volandas al contrincante e, ignorando las terribles heridas de puñal que hendían su carne, le ensartó en la afilada cúspide del Obelisco de la Libertad que se erguía en el centro de la plaza.

Aunque ni el enano —quien sobrevivió merced al hecho de que había un clérigo en la calle cuando, en su trayectoria, sobrevoló el muro del recinto y aterrizó a sus pies— ni el ogro obtuvieron la libertad aquel día, a nadie le cupo la menor duda de quién había vencido en la liza. En realidad transcurrieron semanas antes de que nadie alcanzara la llave dorada del Obelisco, tanto se tardó en retirar los restos del minotauro.

Ahora, Arack relataba los macabros pormenores de la disputa a sus dos nuevos esclavos.

—Fue así como se desfiguró mi faz —dijo a Caramon mientras conducía a éste y al kender por las calles de Istar—, y también como Raag y yo nos hicimos célebres en los Juegos.

—¿Qué juegos? —preguntó Tas, tropezando con las cadenas y cayendo de bruces, para deleite de la muchedumbre que atestaba el mercado.

—Quítale esos grilletes —ordenó el enano al ogro de piel macilenta, que hacía las veces de guardián—. No creo que emprenda la huida y abandone a su amigo a su suerte. —Estudió a Tas concienzudamente, y declaró—: No, no lo harás, sé que tuviste una oportunidad de escapar y no la aprovechaste. ¡Ni se te ocurra traicionarnos! —lo amenazó, a la vez que señalaba a su gigantesco compañero—. Nunca antes había comprado a un kender pero no me han concedido otra alternativa, según ellos los dos formáis un lote. Sea como fuere ten presente que, para mí, no vales nada —lo desafió de nuevo—. Por cierto, ¿qué querías saber?

—¿Cómo vais a desprender mis ataduras? Necesitáis la llave —apuntó Tasslehoff más interesado por este particular que por los dichosos juegos. No recibió contestación, pero contempló admirado cómo el ogro asía los grilletes en sus manos y, de una brusca sacudida, los partía en dos.

—¿Has visto eso, Caramon? ¡Qué ogro tan forzudo! —exclamó mientras el monstruo lo incorporaba y le daba un violento empellón, que a punto estuvo de derribarlo sobre el polvo—. Hasta hoy no he conocido a ninguno de tu especie. Pero ¿de qué hablábamos? ¡Ah, sí, de esos juegos misteriosos!

—De misteriosos nada —lo espetó Arack exasperado.

Tas desvió la mirada hacia Caramon con ademán inquisitivo, mas el guerrero se encogió de hombros y meneó, taciturno, la cabeza. Resultaba evidente que en Istar todo el mundo los conocía, y era preferible no despertar sospechas haciendo demasiadas preguntas, así que el kender optó por rebuscar en su mente. Se zambulló en los recovecos de su memoria para desenterrar todas cuantas historias había oído sobre la época anterior al Cataclismo hasta que, de pronto, halló la respuesta.

—¡Los Juegos! —vociferó, ajeno a la curiosidad con que lo escuchaba el enano—. ¿No recuerdas, Caramon, los grandes Juegos de Istar?

El semblante de su amigo se ensombreció.

—¿Es allí donde nos lleváis? —indagó el hombrecillo, prendidos sus desorbitados ojos de Arack. Como éste se encerrara en su mutismo, se dirigió de nuevo al guerrero—. Seremos gladiadores y lucharemos en la arena, aclamados por el gentío. ¡Oh, Caramon, qué emocionante! Me han contado tantos…

—Y a mí también —lo interrumpió su fornido compañero—, por eso afirmo que nunca me obligaréis a tomar parte. —Se dirigía al enano—. Admito que he matado a otras criaturas, pero sólo cuando debía decidir entre su vida o la mía. Nunca gocé aniquilando a un semejante, los rostros de mis víctimas se me aparecen en mis peores pesadillas mucho tiempo después de la batalla. ¡No asesinaré por deporte!

Pronunció su parrafada con tanta vehemencia que Raag alzó ligeramente su maza y, teñida su tez de una súbita ansiedad, espió a su patrón sin proferir una palabra. Arack le lanzó una mirada furibunda y le indicó, con una negación de cabeza, que no debía agredir al reo.