—Así que nadie muere —persistió Caramon, mientras estudiaba la arena y las dantescas escenas de las pinturas.
Tas advirtió que el enano miraba al guerrero de un modo extraño. Su expresión se había tornado cruel y calculadora, sus enmarañadas cejas se enarcaban, crespas, sobre sus ojillos redondos. El fornido humano no se dio cuenta, concentrado en inspeccionar los murales.
El kender emitió un leve sonido y Caramon, saliendo de su ensimismamiento, clavó sus ojos en el enano. Pero éste había mudado de nuevo su semblante.
—Nadie, te lo aseguro —contestó al hombretón, dándole unas palmadas en el brazo.
6
De guerrero a gladiador
El ogro condujo a Caramon y Tas a una espaciosa sala. Aunque cabizbajo, el guerrero tuvo la impresión de que estaba atiborrada.
—Traigo a un nuevo aprendiz —rezongó Raag señalando con su sucio índice al hombretón, que se había detenido a poca distancia. Ésta fue la presentación de Caramon a sus «compañeros de escuela».
Con un intenso rubor en las mejillas, consciente de la argolla que se ceñía a su cuello y delataba su esclavitud, Caramon hundió su mirada en los listones del suelo, cubiertos de paja. Sin embargo, pese a su vergüenza y a su cólera, alzó los ojos al oír el murmullo que respondía a la breve frase del ogro. Descubrió entonces la mescolanza que reinaba en la estancia, la treintena de individuos de distintas razas y nacionalidades que, agrupados en mesas, ingerían su cena.
Algunos lo observaban con sumo interés, otros ni se dignaron volver la cabeza en su dirección. Unos pocos lo saludaron, la mayoría siguieron comiendo, y ante tal desconcierto el guerrero no sabía qué hacer. Fue Raag quien solventó el problema: tras apoyar la mano en su hombro, lo empujó brutalmente hacia una mesa. Caramon tropezó en el impulso y casi cayó de bruces, si bien logró agarrarse antes de estrellarse contra la tabla. Se giró de forma brusca para encararse con Raag, que se hallaba plantado en el mismo lugar y se frotaba las manos en anticipación de una buena trifulca.
«Intenta provocarme», comprendió al instante el hombretón, tras haber visto múltiples veces la misma actitud en los locales públicos que frecuentaba donde, a menudo, había alguien resuelto a inducirle a la lucha. Era éste un combate, a diferencia de tantos otros, del que nunca saldría victorioso pues, aunque él medía poco menos de dos metros, a duras penas llegaba al hombro de su supuesto contrincante. Además la manaza de Raag podía dar dos vueltas a su ancha garganta, así que optó por tragar saliva, acariciarse la magullada pierna y sentarse en el largo banco al que había ido a parar.
Después de dedicar una mueca sarcástica al humano el macilento ogro inspeccionó a los presentes quienes, entre susurros de desencanto, centraron de nuevo su atención en los platos. Resonaron unas carcajadas en una mesa situada en la esquina, donde se hallaban agrupados unos minotauros, y Raag intercambió con ellos una mirada de complicidad antes de abandonar el destartalado comedor.
Tanta era la turbación de Caramon, que se encogió en su banco como si quisiera que se lo tragase la tierra. Había alguien sentado frente a él, pero el corpulento guerrero no soportó la idea de enfrentarse a su burla y prefirió ignorarlo. Tasslehoff, sin embargo, no era presa de tales inhibiciones. Encaramándose al largo asiento junto a su amigo, estudió al desconocido sin el menor rubor.
—Me llamo Tasslehoff Burrfoot —lo saludó, al mismo tiempo que le tendía su pequeña mano—. También soy nuevo aquí.
El kender estaba ofendido porque nadie lo había presentado y aún aumentó más su disgusto cuando su vecino, un humano de tez negra que también exhibía la argolla del servilismo, le dirigió una mirada desdeñosa y decidió dialogar con Caramon.
—¿Sois socios? —le preguntó.
—Sí —contestó el interpelado, agradeciéndole en su fuero interno que no se hubiera referido al incidente con Raag.
De pronto, penetraron en sus vías olfativas los aromas de los manjares, y los olisqueó hambriento. Se le hizo la boca agua al inspeccionar el plato del hombre negro, provisto de una amplia ración de carne de venado, patatas y gruesas rebanadas de pan.
—Parece que, al menos, nos alimentarán bien —comentó con un suspiro.
Advirtió el guerrero que su vecino espiaba su abultado vientre y, en actitud socarrona consultaba con los ojos a una mujer alta, de espectacular belleza, que tomó asiento a su lado y depositó en la mesa una fuente rebosante de exquisiteces. Caramon, deslumbrado, hizo un torpe esfuerzo para levantarse.
—Señora, soy vuestro humilde servidor —dijo, a la vez que se inclinaba en una reverencia.
—¡Siéntate, asno! —lo espetó la dama enfurecida—. ¡No nos pongas en ridículo a ambos! —Su curtida tez se oscureció.
Había acertado, algunos de los comensales rieron entre dientes. La mujer los fulminó con los ojos, apoyando su desafío mediante un rápido gesto por el que aferró una daga ceñida a su cinto. No era necesaria tal violencia, el verde fulgor de sus ojos bastó para que terminara la chanza y todos se ocuparan de vaciar sus platos en silencio. La retadora fémina aguardó hasta asegurarse de que los había amedrentado, y también ella empezó a engullir su ágape en rápidos bocados, que apenas tenía tiempo de ensartar en su tenedor.
—Lo siento —balbuceó Caramon—. No era mi intención incomodarte.
—Olvídalo —contestó ella con voz gutural. Su acento era extraño, el guerrero no lograba identificarlo. En cuanto a su apariencia, era la de una humana salvo en el color entre plomizo y verdoso de su cabello que, junto a su peculiar manera de hablar (más aún que la de los otros presentes), imposibilitaba su clasificación dentro de una raza definida. Mientras él examinaba aquella melena lacia, densa, que llevaba recogida en una larga trenza, la mujer prosiguió—: Sé que acabas de llegar, por eso no conoces las normas. No debes tratarme de un modo especial, soy igual que los demás tanto dentro como fuera de la arena. ¿Has comprendido?
—¿La arena? —repitió Caramon boquiabierto—. ¿Eres acaso gladiadora?
—Una de las mejores —intervino el hombre de tez negra con una sonrisa—. Pero hagamos las presentaciones de rigor: yo soy Pheragas, de Ergoth del Norte, y ella es Kiiri, la Nereida.
—¡Una nereida! —exclamó Tas, olvidado su agravio—. ¿De verdad eres una de esas criaturas del fondo del mar que se transforman a voluntad?
La mujer lanzó al kender una mirada tan fulminante, que éste optó por enmudecer. Una vez silenciado el hombrecillo, la singular hembra desvió de nuevo su atención hacia Caramon.
—¿Lo encuentras divertido, esclavo? —preguntó, fijos sus ojos en la argolla de su oponente.
El guerrero tanteó con las manos el humillante aro, y se ruborizó. Kiiri emitió una cruel carcajada, pero Pheragas fue más caritativo.
—Con el tiempo te acostumbrarás —declaró, encogiéndose de hombros.
—¡Nunca! —se enfureció el guerrero, y cerró el puño como si a través de este gesto quisiera subrayar su indignación.
—Tendrás que hacerlo, o de lo contrario tu disgusto te llevará a la muerte —comentó la mujer. Tan hermosa era, tan altivo su porte, que su argolla de hierro más se asemejaba a un collar de plata. O, al menos, así se le antojó a Caramon. Quiso responder, pero lo interrumpió un humano que, ataviado con un grasiento mandil blanco, depositó en aquel mismo instante un plato de comida delante de Tasslehoff.
—Gracias —respondió cortésmente el kender.
—No os habituéis a que os sirvan —aconsejó el hombre, que no era sino el cocinero—. A partir de hoy conseguiréis vuestras propias provisiones, como todo el mundo. Toma —añadió a la vez que arrojaba sobre la mesa un disco de madera—, ésta es tu credencial. Si no la presentas no se te dará alimento. Aquí tienes la tuya —dijo a Caramon, entregándole otra pieza idéntica.