—¿Insinúas que los gladiadores se infligen heridas, que quizá lastime a alguien? A alguien como Kiiri, Rolf o el bárbaro, todos ellos dignos de mi afecto —constató el hombretón más que preguntó—. ¿Y qué más? ¿Qué otra sorpresa me reservas? —lo hostigó, poseído por la furia.
—¿Dónde crees que me hice estas cicatrices? —lo increpó Pheragas, también disgustado—. No fue jugando con mis hermanos, te lo aseguro. Pero no es momento de explicaciones, algún día lo comprenderás. Confía en Kiiri y en mí, si sigues nuestras instrucciones no ocurrirá nada que hayas de lamentar. Por cierto, voy a darte un primer consejo: no pierdas de vista a los minotauros. Luchan por su propio placer, sin obedecer órdenes de señores ni amos. No guardan pleitesía a ningún superior, aunque se someten a las reglas pues, de lo contrario, el Príncipe de los Sacerdotes los embarcaría en el primer galeón rumbo a Mithas. En cualquier caso, son los preferidos de la audiencia. El público se enardece al contemplar su sangre y ellos, para que el espectáculo sea completo, no dudarán en derramar la tuya si te descuidas.
—¡Vete! —vociferó Caramon.
Pheragas lo estudió unos instantes, antes de darle la espalda y encaminarse hacia la puerta. Una vez más se detuvo, ahora por su propia iniciativa.
—Escucha, amigo —instó al luchador con severo ademán—, las cicatrices sufridas en la arena son símbolos, distintivos de nuestro honor. Del mismo modo que los caballeros se enorgullecen de las espuelas que ganan en la liza, nosotros las exhibimos jubilosos. Son la única dignidad a la que podemos aspirar en este grotesco espectáculo poseedor de su propio código, un código que nada tiene que ver, querido Caramon, con el de los nobles y mandatarios que se sientan en las gradas a fin de regodearse con la sangre que vertemos. Ellos se vanaglorian de su honor, nosotros hemos inventado el nuestro ya que, de carecer de tal acicate, no sobreviviríamos en este mundo de iniquidad.
Calló. Quiso decir algo más, pero se contuvo al advertir que el guerrero estaba cabizbajo, reticente a aceptar sus palabras y su mera presencia.
—Faltan cinco minutos —se limitó a anunciar y abandonó la alcoba, dando un violento portazo.
También Tas, aunque ansiaba proferir unas frases de consuelo, abandonó la idea después de escudriñar la faz de su amigo.
«Emprende una batalla con la sangre revuelta, y antes del crepúsculo la habrás derramado». Caramon no recordaba quién fue el rudo oficial que le dio este consejo, pero lo juzgaba un buen axioma. La vida de uno dependía, a menudo, de la lealtad de los compañeros, era preferible zanjar las reyertas personales. Además, le disgustaban los rencores pues, por regla general, sólo servían para estragar su estómago.
Por consiguiente, no le resultó difícil estrechar la mano de Pheragas cuando el esclavo negro echó a andar delante de él hacia la arena. Le ofreció disculpas y éste las aceptó de buen grado, mientras Kiiri, que se había enterado de su trifulca, indicaba su aprobación mediante una sonrisa. La gladiadora dio también su visto bueno al atuendo de Caramon, estudiándolo con tan vivas muestras de complacencia en sus brillantes ojos verdes que el guerrero, turbado, se ruborizó.
Aguardaban los tres en los pasillos subterráneos el momento de entrar en el circo, acompañados por los otros gladiadores que habían de intervenir en los Juegos; Rolf, el bárbaro y el Minotauro Rojo. Oían sobre sus cabezas los ocasionales rugidos del público, si bien sus ecos llegaban amortiguados. El guerrero estiraba con frecuencia la cabeza para divisar la puerta de acceso, deseoso de comenzar y en un estado de nerviosismo que sobrepasaba al que solía atenazarle antes de una batalla.
También los otros sentían la tensión de la espera. Se hacía patente su zozobra en las risas exageradas de Kiiri, o en el sudor que chorreaba por la frente de Pheragas. Pero la suya era una inquietud positiva, preñada de excitación. Sin saber el motivo, de pronto Caramon comprendió que anhelaba batirse.
—Arack ha pronunciado nuestros nombres —anunció Kiiri.
El trío inició la marcha al unísono ya que Arack, viendo que trabajaban a gusto juntos, había decidido que formasen un equipo y, por otra parte, confiaba en que las cualidades de los dos más expertos paliarían los posibles errores de Caramon.
Lo primero que atrajo la atención del nuevo gladiador al pisar la arena fue la barahúnda, que azotó sus tímpanos en oleadas atronadoras. En el primer instante quedó paralizado, confuso. Aquella arena que le era tan familiar después de tantos meses de penosos ejercicios se le antojó, repentinamente, un lugar desconocido. Alzó la vista hacia las altas gradas que rodeaban la escena en un perfecto círculo y le abrumó la ingente masa de espectadores, todos ellos puestos en pie vociferando, pateando y vitoreando.
Los colores se emborrachaban al alcanzar su retina. Reinaba en el recinto una vibrante mescolanza de banderolas indicadoras del evento, estandartes de seda pertenecientes a las familias nobles de Istar y los más humildes reclamos de quienes vendían toda suerte de golosinas, desde hielo con sabor a fruta hasta té de distintos aromas, según la estación del año. Tal despliegue de movimiento, de luminosidad, consiguió marear al guerrero, incluso le produjo náuseas. La fría mano de Kiiri aferró su brazo y, al volverse, el hombretón recibió una sonrisa tranquilizadora. Fue como un bálsamo y a partir de entonces reconoció la arena, a Pheragas y a sus amigos.
Más sosegado, se concentró en la acción. «Será mejor que no te distraigas y pienses sólo en interpretar tu papel», se reprendió severo. Si se equivocaba en una de las acometidas tantas veces ensayadas, además de ponerse en ridículo podía lastimar a alguien. Recordó con cuanto ahínco insistió Kiiri en que calculase el grado de inclinación de su acero y en que arremetiese en el momento oportuno. Ahora sabía por qué.
Atento a sus compañeros, ignorando el ruido y la exaltada muchedumbre, ocupó su puesto en espera de la señal. Había algo que lo desorientaba, algo que no acababa de definir, mas tras una breve reflexión se percató de que el enano, además de disfrazarles a ellos, había decorado las distintas plataformas donde debían desarrollarse los combates. Estaban cubiertas de serrín al igual que en los ensayos, si bien modificaban su apariencia unos símbolos que representaban los cuatro confines del mundo.
En torno a estas plataformas, cada una engalanada con su distintivo, ardían carbones, chisporroteaba el fuego y el aceite se agitaba en las burbujas propias del hervor. Unos puentes de madera, tendidos sobre los Pozos de la Muerte, comunicaban las plataformas en un cuadrado regular. Al principio estas hondas cavidades alarmaron a Caramon, mas pronto aprendió que su única finalidad era otorgar un mayor efectismo a los Juegos. Los espectadores se entusiasmaban cuando un luchador era arrastrado hasta la pasarela, y prorrumpían en jubilosas aclamaciones siempre que, por ejemplo, el bárbaro asía a Rolf por los talones y, sin soltarlo, lo descolgaba sobre la bullente masa oleosa. Mientras presenciaba las sesiones de entrenamiento de sus colegas, el guerrero estallaba en carcajadas al descubrir la expresión de terror en el semblante de Rolf y los frenéticos esfuerzos que realizaba para liberarse, que siempre culminaban en una divertida escena en la que el bárbaro recibía un golpe en el cráneo, asestado por los poderosos brazos de su ágil contrincante.
El sol, aún próximo a su cénit, arrojó un rayo dorado sobre el centro de la arena. Se erguía allí el Obelisco de la Libertad, una alta estructura de metales preciosos que, exhibiendo exquisitas tallas, parecía fuera de lugar en aquel crudo entorno. En su cúspide se recortaba una figura, el contorno de una llave que podía abrir cualquiera de las argollas. Caramon había admirado a menudo el monumento durante sus prácticas, mas nunca vio este objeto emblemático, pues Arack lo guardaba celosamente en su escritorio. El mero hecho de contemplarlo hizo que la férrea anilla de su cuello comenzara a pesarle de manera inusitada. Sus ojos se llenaron de lágrimas al imaginar la libertad, la prerrogativa de levantarse por la mañana y recorrer el mundo a su antojo, algo tan sencillo y tan añorado ahora que lo había perdido.