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La repetición sistemática de estos postulados consiguió acallar la parte de su mente que hervía de rabia y pesadumbre. Con una frialdad insondable ayudó a sus compañeros a alzar el cadáver del suelo, imaginando que todo aquello era ficticio y su amigo sólo se fingía muerto. Incluso hizo el suficiente acopio de valor para girar el rostro hacia el público y saludar con una reverencia. Pheragas, por su parte, posó la mano libre en la nuca del bárbaro y la inclinó varias veces, tan diestramente que nadie dudó que también él se despedía. Los espectadores los aclamaron en una batahola ensordecedora, sin cesar de aplaudir hasta que los cuatro gladiadores hubieron desaparecido en los pasillos subterráneos.

Una vez al abrigo de la audiencia, Caramon posó el cuerpo del bárbaro en el frío suelo de piedra. Durante largos momentos observó, absorto, a su amigo, volcándose sobre él sin hacer el menor caso a los gladiadores que aguardaban allí su turno. Un sombrío torbellino azotaba su cerebro, no podía pensar con claridad en medio de tantos interrogantes.

Despacio, enderezó la espalda para encararse con Pheragas. Lo asió por los hombros y, en un inusitado alarde de energía, lo arrinconó en la pared, a la vez que extraía de su cinto la ensangrentada daga y la agitaba frente a los ojos del esclavo negro.

—Ha sido un accidente —explicó éste con los labios apretados.

—¡Los cantos ligeramente afilados! —se encolerizó el guerrero, repitiendo las palabras que formulara su compañero antes de los Juegos—. ¡Se puede sangrar un poco! No toleraré más embustes, dime qué está sucediendo.

—Ya le has oído, asno, el bárbaro ha sufrido un accidente —intervino una voz burlona.

Caramon dio media vuelta. El enano se erguía ante él, visible su achaparrado cuerpo como una sombra retorcida en el oscuro corredor que conducía a la arena.

—Estoy dispuesto a revelarte los hechos si sueltas de inmediato a Pheragas —le ofreció, si bien tras su amabilidad se escondía una patente malevolencia. A su lado se perfilaba la colosal figura de Raag, armado con una maza—. Los miembros de tu equipo deben salir, el público desea homenajear a los ganadores.

El hombretón miró a su prisionero y aflojó su garra, tan desazonado que la daga se deslizó entre sus entumecidos dedos. Kiiri apoyó la mano en su brazo en una muestra de callada simpatía mientras Pheragas, lanzando un suspiro, espiaba a Arack con unas pupilas que despedían veneno y echaba a andar por el pasillo. La mujer y él rodearon el cadáver del bárbaro que yacía, inmóvil, en la roca, y se encaminaron hacia el exterior.

—¡Me aseguraste que nadie moriría! —exclamó Caramon con una voz sofocada por la furia y el sufrimiento.

El enano se acercó a su oponente, que había desplomado su peso contra el muro.

—Ha sido un accidente —insistió—. En ocasiones se producen este tipo de percances, sobre todo si no se es precavido. Podría ocurrirte a ti en un momento de descuido, o a ese hombrecillo que tienes por amigo. El bárbaro cometió una imprudencia o, mejor dicho, fue su amo quien incurrió en un error imperdonable.

Caramon levantó el rostro y clavó sus desorbitados ojos en Arack, unos ojos que destilaban horror y perplejidad.

—Veo que empiezas a comprender —comentó el enano al estudiar su expresión.

—Este hombre ha sucumbido porque su señor ha contrariado a alguien —aventuró el guerrero.

—En efecto —fue la respuesta de su interlocutor, que se atusó la barba antes de continuar—. Un sistema muy civilizado, no como en los viejos tiempos. Ahora se actúa con sutileza, nadie se ha percatado de la desgracia salvo, por supuesto, el amo del bárbaro. He estudiado su rostro durante la liza, y en el instante en que has apuñalado a su siervo se ha revuelto en las gradas como si fuese a él a quien hubieses clavado la daga. Ha captado el mensaje.

—¿Ha sido una advertencia? —inquirió Caramon.

El enano se limitó a asentir con la cabeza y encogerse de hombros.

—¿Dirigida a quién? ¿Quién era el dueño de mi infortunado amigo?

Arack titubeó. Prendió de su oponente una mirada de sarcasmo y, ensanchados sus labios en una sonrisa, calculó qué beneficio le reportaría desvelar el secreto o, al contrario, guardar silencio. Al parecer la balanza de sus especulaciones se inclinó hacia la confesión pues, tras un breve balbuceo, indicó a Caramon que se agachara y le susurró un nombre al oído.

El guerrero quedó desconcertado.

—Es un clérigo, un Hijo Venerable de Paladine —añadió el enano—. Ocupa un cargo importante como confidente del Príncipe de los Sacerdotes, pero se ha fraguado la enemistad de un temible personaje.

Un amortiguado estallido de vítores resonó en el circo y, al percibirlo, Arack ordenó a Caramon:

—Ve a saludar. La audiencia te espera, eres uno de los vencedores.

—¿Y él? —preguntó el hombretón señalando al exánime bárbaro—. No puede volver a la arena, lo echarán en falta.

—¡Oh, no! Aquí son frecuentes las distensiones musculares —explicó el deforme maestro de ceremonias—. Nadie se sorprenderá si no aparece. Luego, haremos correr la voz de que se ha retirado, que ha obtenido su libertad.

«¡Obtenido su libertad!». Tan cruel ironía hizo que las lágrimas se agolparan en los párpados de Caramon. Desvió la faz hacia el pasillo al escuchar una nueva oleada de aplausos y se dijo que debía recibir el agasajo del público, pues de ello dependían varias vidas, la del kender, la de sus compañeros y, por lo visto, la suya propia.

—¡Ya sé por qué dispusiste que fuera yo quien lo matara! —comprendió de pronto—. Ahora estoy a tu merced, piensas que no hablaré.

—Esa certeza ya la tenía de antemano —repuso Arack con una siniestra mueca—. Digamos que si te asigné como ejecutor fue para dar satisfacción a mi cliente, un detalle que me granjeará su confianza. Verás, es tu amo quien concibió esta patraña y creí que, si era su esclavo quien materializaba la amenaza, no podría por menos que felicitarme. No te ocultaré que corres peligro, ya que la muerte del bárbaro clama venganza, pero en cuanto circule el rumor mi negocio adquirirá un nuevo auge.

—¡Mi amo! —se asombró Caramon, a quien nada le importaban las cuestiones pecuniarias—. ¿No fuiste tú mi comprador, en nombre de la Escuela?

—Actué como agente, pero no de esta institución —lo corrigió el astuto hombrecillo.

—¿Y quién es mi…?

El guerrero se interrumpió, conocía la respuesta. Ni siquiera oyó las siguientes frases de Arack, se lo impidió el súbito rugido que atronó su mente y que, cual una marea purpúrea, asfixió cualquier razonamiento. Le dolían los pulmones, le pesaba el estómago y las rodillas le flaqueaban, incapaces de sostener su mole.

Se hizo el vacío. Cuando recobró el conocimiento estaba sentado en el pasillo, y el ogro sujetaba su testa entre las piernas. Venciendo su embotamiento, el colosal humano inhaló aire y, erguida la cabeza, se liberó de Raag.

—Me encuentro bien —murmuró a través de sus amoratados labios.

—No podemos llevarle fuera en tan triste estado —declaró Arack en respuesta a una consulta de su secuaz—. Parece un pez recién sacado de la red, causaría una pésima impresión. Arrástralo hasta su alcoba.

—No —se interfirió una voz en la penumbra—. Yo cuidaré de él.

Era Tas quien había hablado y quien ahora se aproximaba al grupo, tan lívido su semblante como el de Caramon.

Arack vaciló, mas no tardó en mascullar unos improperios y dar la espalda a los esclavos. Tras hacer una significativa señal al ogro, se encaramó a la escalera para cantar las alabanzas de los vencedores frente a la desenfrenada audiencia.