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Tasslehoff se arrodilló junto a Caramon, posando la mano en el musculoso brazo de su amigo. Al constatar que se había recuperado, ladeó el rostro hacia el inerte cadáver que yacía, olvidado, en el suelo. El guerrero imitó su gesto y, sensible a la angustia que rezumaba por todos sus poros, el kender se atragantó. Tenía un nudo en la garganta, no atinaba sino a dar reconfortantes palmadas en el hombro del gladiador.

—¿Qué parte de la conversación has escuchado? —preguntó Caramon con la boca pastosa.

—La suficiente —dijo Tas—. Fistandantilus.

—Sí, él planeó esta terrible afrenta. —El hombretón suspiró y reclinó la cabeza en la pared, a la vez que cerraba los ojos—. Es así como pretende desembarazarse de nosotros. No habrá de ponerse en evidencia, bastará con que ese clérigo…

—Quarath —colaboró Tasslehoff.

—En efecto, Quarath. Él se encargará de destruirnos —el forzudo humano apretó los puños—, y el mago podrá presentarse ante Raistlin con las manos limpias. Mi hermano nunca sospechará. En todas las batallas que libre de ahora en adelante sólo me obsesionará una idea: ¿Es auténtica la daga de Kiiri, está afilada la lanza de Pheragas? —Levantó los párpados y contempló a su compañero—. Y tú, Tas, también estás involucrado, ya has oído al enano. Yo no puedo escapar, pero tú sí. ¡Sal de esta encerrona cuanto antes!

—¿Dónde iría? —inquirió el kender descorazonado—. El nigromante me encontraría, Caramon, es el más poderoso hechicero que nunca pisó la faz de Krynn. Ni siquiera un miembro de mi raza podría eludir su asedio.

Durante unos minutos permanecieron sentados en silencio, envueltos por el lejano vocerío de la muchedumbre. Al rato, los ojos de Tasslehoff distinguieron un fulgor metálico al otro lado del corredor y, reconociendo qué objeto lo despedía, se puso en pie y fue a recogerlo.

—Puedo introducirte en el Templo —sugirió entre hondos suspiros, destinados a afirmar su voz.

Alzó el hombrecillo la daga en el aire y, regresando junto a Caramon, se la entregó.

—Nos escabulliremos esta noche.

Los dos amigos saldrían por una ancha grieta en la roca cuya existencia conocía Arack pero que, en un acuerdo tácito, decidió no bloquear para que los gladiadores pudieran hacer sus correrías nocturnas siempre que no se abusara del privilegio.

8

El sarcasmo del destino

Solinari, la luna de plata, resplandecía en el horizonte. Alzándose sobre la torre central del Templo del Príncipe de los Sacerdotes, el astro se asemejaba a la llama de una candela que ardiera sobre un pabilo aflautado. Esta noche Solinari brillaba en todo su esplendor, tanto que no eran precisos los servicios de los mozos que, provistos de candiles y fanales, se ganaban la vida iluminando a los noctámbulos en el recorrido hasta sus hogares. Depositadas sus lamparillas en los estantes de sus moradas, los guías nocturnos permanecieron en casa sin poder por menos que maldecir a aquellos haces luminosos que les arrebataban el sustento.

Lunitari, en cambio, no había aparecido en la bóveda celeste ni lo haría hasta dentro de unas horas. Entonces alumbraría las calles con sus rayos purpúreos. En cuanto a la tercera luna, la negra, su tenebroso contorno, apenas insinuado entre las radiantes estrellas, era observado por un hombre, quien le lanzó una furtiva mirada mientras se despojaba de su túnica azabache, repleta de componentes mágicos, para mudarla por una camisola de igual tono, más ligera y confortable. Tras cubrirse el rostro con la capucha a fin de eludir la molesta, penetrante luz de Solinari, el arcano personaje se tendió en el lecho y se sumergió en el descanso que tanto necesitaba su fatigoso arte.

Al menos, tal fue la escena que vislumbró Caramon en su imaginación cuando, junto al kender, echó a andar por las animadas calles de Istar. Era ésta una noche desbordante de algarabía. Los compañeros se tropezaron con numerosos grupos de juerguistas, hombres que comentaban los Juegos entre estentóreas carcajadas y mujeres que apiñadas en las esquinas, dirigían al gladiador tímidas y soslayadas miradas. Sus etéreos vestidos revoloteaban en torno a sus cuerpos, agitados por la brisa aún tibia del otoño. Una de estas mujeres reconoció al hombretón, quien a punto estuvo de emprender carrera por el temor de que llamaran a los guardianes para que lo devolvieran al circo.

Pero Tas, conocedor del mundo, impidió su fuga e, incluso, se acercó al corrillo. Las damas que lo formaban estuvieron encantadas, habían visto la lucha de aquella tarde y el guerrero había conquistado sus corazones. Le hicieron insípidas preguntas sobre su número sin escuchar las respuestas lo que, por otra parte, benefició a los prófugos ya que Caramon estaba tan nervioso que, incapaz de coordinar sus ideas, se perdió en explicaciones banales. Al fin reanudaron la marcha las curiosas hembras, riendo y deseándole suerte en futuras lides.

De nuevo solos, el hercúleo humano consultó con los ojos a Tas, quien se limitó a menear la cabeza y responder:

—¿Por qué crees que te he ordenado disfrazarte?

En efecto, a Caramon le había sorprendido que su amigo lo obligara a ataviarse de aquel modo. Tas insistió en que luciera la dorada capa de seda con que se personara en la arena, coronada por el llamativo yelmo, un atavío que al guerrero se le antojó improcedente para introducirse en el Templo sobre todo si, como suponía, debía arrastrarse entre alcantarillas o encaramarse a los tejados. Pero, antes casi de que abriera la boca al objeto de protestar, el kender le dijo tajante que, o bien obedecía, o podía olvidarse de su ayuda.

No le quedó más remedio que seguir las instrucciones del hombrecillo, tuvo que ajustarse la capa encima de su holgada camisa y los calzones cotidianos, procurando que le ocultara también la vergonzosa argolla de la esclavitud. Insertó, asimismo, en su cinto la daga ensangrentada que, tras comenzar a limpiar por la fuerza de la costumbre, decidió dejar tal como estaba. Era mejor así.

Fue sencillo para Tasslehoff forzar el cerrojo de su alcoba después de que Raag los encerrase, y ambos atravesaron la zona de aposentos destinados a los gladiadores sin ser detectados. La mayor parte de los luchadores dormían como leños o, en el caso de los minotauros, la ebriedad embotaba sus sentidos.

Salieron al exterior sin camuflarse, para desconsuelo de Caramon. El kender, no obstante, se mostró imperturbable y, de un humor taciturno inusitado en él, ignoró de manera sistemática las preguntas de su desconcertado compañero. Se aproximaron, sin prisas, al Templo, que ahora se erguía ante ellos con sus perlíferos fulgores.

—Espera un instante, Tas —rogó el hombretón a la vez que arrastraba al kender a un umbrío rincón—. ¿Qué planes has forjado para entrar en esa mole?

—¿Planes? —repitió el interpelado—. Atravesar la puerta principal, eso es todo.

—¿Te has vuelto loco? —lo imprecó Caramon atónito—. ¡Los centinelas nos apresarán!

—Se trata de un Templo —le recordó Tas con un suspiro—, un santuario consagrado a los dioses donde no tienen cabida las criaturas perversas.

—Fistandantilus va y viene a su antojo —repuso el guerrero.

—Sólo porque el Príncipe de los Sacerdotes lo permite —contestó el kender encogiéndose de hombros—. De otro modo, nunca cruzaría el umbral. Los dioses se encargarían de vedarle el acceso o, al menos, eso es lo que afirman los clérigos a los que he interrogado.

Caramon frunció el ceño. La daga que ocultaba en su talle asumió, de pronto, un peso agobiante, el metal de su hoja abrasaba su piel. En un intento de serenarse el gladiador se dijo que aquellas sensaciones eran producto de su imaginación, que su arma era idéntica a cuantas había portado en sus innumerables correrías, y deslizó la mano en el interior de su capa para tantearla. Ya más tranquilo, inició su andadura hacia el Templo seguido por Tas, que tras un breve titubeo corrió en su busca a fin de no quedar rezagado.