—Sí —concedió con amargura—, es probable que tengas razón. Han querido mofarse de mí, y lo han conseguido.
Hizo una pausa en la que, por primera vez, examinó su contorno. Cuando alzó la testa el esplendor del Templo se dibujó ante él, el esplendor que correspondía a este lugar sagrado, al palacio de los dioses. No pudo evitar que su fastuosidad lo impresionara, consciente, de súbito, de su propia pequeñez, y contempló la escena durante varios minutos. La argéntea luminosidad de Solinari no hacía sino subrayar la necesidad de venerar a los entes superiores en cuyo honor se habían erigido aquellos muros.
—Has acertado, los dioses nos han transmitido su señal —musitó.
Había un corredor en el Templo por el que rara vez transitaban sus moradores y, cuando lo hacían, no era voluntariamente. Si se veían obligados a jalonarlo para cumplir algún encargo, se apresuraban a resolver el asunto en cuestión y se alejaban sin demora.
Nada singular encerraba el pasillo mismo, era tan espléndido como cualquier otra dependencia. Artísticos tapices de suave colorido embellecían sus paredes, mullidas alfombras cubrían el marmóreo suelo, gráciles estatuas colmaban las sombrías alcobas. Lo flanqueaban, a ambos lados, una sucesión de puertas de madera labrada que conducían a otras tantas estancias, decoradas con tanto primor como las restantes salas del santo paraje. Pero nadie abría ya estas puertas. Permanecían atrancadas y las habitaciones que debían guardar estaban vacías, con una sola excepción.
El aposento ocupado se hallaba en el extremo más apartado del corredor, oscuro y silencioso incluso durante el día. Se diría que su morador había envuelto en un manto invisible el suelo que pisaba, el aire que inhalaban sus pulmones, pues quienes penetraban en aquel rincón sentían una inexplicable asfixia. Al salir, todos recuperaban el resuello como si acabasen de escapar de una casa en llamas.
Tan peculiar estancia era el dormitorio de Fistandantilus. Lo fue durante años, desde que el Príncipe de los Sacerdotes asumiera el poder y expulsara a los magos de la Torre de Palanthas, la Torre donde reinara Fistandantilus como máximo dignatario del cónclave.
¿Qué pacto habían sellado los exponentes del Bien y del Mal? ¿Qué trato permitía al Ente Oscuro alojarse en el recinto más sagrado de Krynn? Nadie lo sabía, aunque eran muchos los que especulaban. Entre estos últimos cundió la creencia generalizada de que la estancia del nigromante respondía a la generosidad del Príncipe, a un noble gesto con el derrotado.
Pero ni siquiera él, ni siquiera el benevolente clérigo, frecuentaba el corredor. Aquí, al menos, gobernaba el hechicero en una supremacía tan irrevocable como aterradora.
En el fondo del enigmático pasillo se recortaba un alto ventanal. Un afelpado cortinaje, corrido a perpetuidad, impedía el paso de los rayos solares del día y los haces de las lunas durante la noche. Rara vez la luz penetraba los gruesos pliegues del paño, neutralizando así la función primordial de las cristaleras. Pero ahora, acaso porque la servidumbre, capitaneada por el ama, había limpiado este ala del edificio y desempolvado sus marqueterías, figuras y demás ornamentos, una ínfima rendija separaba el perfecto ajuste de las cortinas y la plateada Solinari alumbraba la desierta zona. Las intangibles hebras del satélite, que los enanos denominaban la Vela de la Noche, traspasaban la negrura como una alargada hoja de refulgente acero.
«O acaso como el dedo exangüe de un cadáver», pensó Caramon mientras escrutaba el callado corredor. Tras filtrarse por las vidrieras, el hilo de luna recorría el alfombrado suelo y se detenía donde él estaba, en su centro.
—Ése es su aposento —anunció Tas, tan quedamente que el guerrero apenas le oyó por encima de su propio pálpito—. El de la izquierda.
Caramon escondió de nuevo la mano bajo su capa, en busca del tranquilizador contacto de la empuñadura de su arma. Pero la halló helada. Inmediatamente le azotó un repentino temblor al rozarla y se apresuró a retirar los dedos.
Parecía sencillo caminar por aquel pasadizo y, sin embargo, el imponente luchador no acertaba a moverse. Quizá se debía a la enormidad de su propósito, matar a una criatura no en el fragor de la batalla, sino en lo más plácido del sueño. Segar la vida de alguien que duerme, en el momento en que se está más indefenso, en el momento en que uno se abandona a la protección de los dioses. ¿Existía un crimen más aborrecible, más cobarde?
«Los dioses me han dado una señal», recordó. También se perfiló en su memoria la imagen del bárbaro moribundo y otra ya lejana pero no menos hiriente, la del suplicio sufrido por su hermano en la Torre. Recapacitó sobre lo poderoso que era el perverso mago en estado de vigilia. Tales elucubraciones le infundieron valor, así que echó a andar por el tramo de pasillo que lo separaba de la enigmática alcoba atraído, además, por la luna, que parecía inducirle a seguir. No extrajo la daga de su cinto, si bien la palpaba a menudo para alentarse.
Sintió, de pronto, una presencia tras él. Era Tas, tan próximo que, al detenerse, el kender tropezó contra su espalda.
—Quédate aquí —le ordenó.
—No —quiso protestar el hombrecillo, pero el guerrero se apresuró a imponerle silencio.
—Es necesario —insistió—, alguien ha de vigilar el corredor. Si se acerca un sospechoso, haz un ruido que yo pueda identificar.
Cuando Tasslehoff se aprestaba a poner otros impedimentos, el gladiador lo fulminó con los ojos, tan inamovible en su decisión que su oponente tragó saliva y optó por obedecer.
—Me cobijaré en esa sombra —anunció, señalando el lugar y dirigiéndose a él.
Caramon aguardó hasta asegurarse de que su amigo no iría tras él de manera «accidental» y, ya satisfecho al vislumbrar que se agazapaba junto a una planta muerta en su maceta meses antes, dio media vuelta y reanudó la marcha.
Apostado al lado de aquel esqueleto vegetal, cuyas hojas resecas crujían al menor movimiento, Tas espió a su amigo. Lo vio llegar al extremo del pasadizo, estirar la mano y apoyarla en el picaporte de la puerta. Un suave empellón bastó para que ésta cediera, abriéndose de inmediato, y Caramon desapareció en el interior del aposento.
El kender empezó a temblar, víctima de una espeluznante sensación que se extendió por todo su cuerpo y le arrancó un gemido. Se cubrió la boca con la mano a fin de evitar que se le escapase un grito delator, a la vez que se apretujaba contra el muro en el convencimiento de que moriría, completamente solo, en la penumbra.
Caramon rodeó la puerta, que sólo había entreabierto por si chirriaban los goznes. Nada perturbó la calma, ni tampoco dentro de la estancia. Ninguno de los murmullos nocturnos del Templo penetraba en la cámara, como si la agobiante negrura hubiera devorado la vida. Tal era la asfixia que atenazaba su garganta que el guerrero sintió arder sus pulmones, al igual que le ocurriera cuando estuvo a punto de ahogarse en el Mar Sangriento de Istar, pero desechó con firmeza el impulso que lo inducía a correr en busca de aire.
Hizo un alto en el umbral para apaciguar su alterado ánimo, y escudriñó el dormitorio. La luz de Solinari penetraba a través de una rendija en la unión de los cortinajes de la ventana, similar en su intensidad a la que se proyectaba en el pasillo. El fino haz de plata surcaba las tinieblas, dividiéndolas como una aguja que, con su conspicuo filo, condujera al lecho.
El mobiliario era escaso. Además de la cama, situada en el rincón opuesto a la puerta, el humano distinguió el amorfo contorno de una túnica negra doblada sobre una silla. Junto a ella se dibujaban unas botas de piel, y apenas nada más se reveló a sus ojos en la oscuridad reinante. No ardía el fuego en el hogar, la noche era demasiado tibia. Asiendo una vez más la empuñadura de su acero, Caramon lo desenvainó y atravesó la sala guiado por el único, argénteo resquicio de luminosidad.