10
Premonición
Denubis posó la pluma en el escritorio y se frotó los ojos. Estaba en la tranquila sala de los escribas, tapándose los entornados párpados con la mano en la confianza de que un breve descanso lo ayudaría. Pero no fue así. Cuando descubrió de nuevo su rostro y asió el fino cañón con objeto de reemprender su tarea, las palabras que intentaba traducir siguieron confundiéndose en un amasijo indescifrable.
Severo consigo mismo, se reprendió y exhortó a concentrarse hasta que, al fin, las frases se desenmarañaron y recobraron el sentido. En cualquier caso, halló difícil la labor. Le dolía la cabeza. Desde hacía varios días una migraña se había instalado en su cerebro y, con su monótono zumbido, se introducía incluso en sus sueños.
—Debe ser este tiempo tan extraño —recapacitó en voz alta—. Hace demasiado calor para la época invernal.
Cierto, el clima podía tildarse de «tórrido» dado lo avanzado del año. El aire estaba impregnado de una humedad plomiza, agobiante, como si las brisas frescas hubieran sido devoradas por la singular tibieza ambiental. A unas cien millas de distancia, en Kathay, la superficie del océano se extendía lisa, serena, bajo un sol abrumador que impedía la navegación. Las embarcaciones, a falta de viento, debían permanecer en el puerto mientras la mercancía se pudría sin remedio.
Enjugándose el sudor de la frente, Denubis trató de aplicarse a su trabajo con la mayor diligencia posible. Había iniciado la traducción a lengua solámnica de los Discos de Mishakal, una actividad que requería todo su esfuerzo, si bien no podía evitar que su mente se distrajera. Las palabras que debía interpretar evocaban en su recuerdo el relato que oyera discutir unas horas antes a un grupo de caballeros, una narración siniestra que persistía en alejarle de sus obligaciones a pesar de sus denodados intentos para conjurarla.
Según estos caballeros un miembro de su Orden, llamado Soth, había seducido a una joven sacerdotisa elfa y posteriormente la había desposado llevándola al alcázar de Dargaard, su castillo. Pero Soth ya había estado casado con otra mujer, al decir de los participantes en la conversación y, además, se aseguraba que esta primera esposa había muerto en trágicas circunstancias.
Los dignatarios de Solamnia enviaron una delegación para arrestar a Soth y retenerle hasta el momento del juicio, pero el alcázar se había convertido en una fortaleza defendida, a capa y espada, por los leales seguidores del abyecto señor. Y lo más inquietante de todo era que la dama elfa a quien el caballero había engañado permanecía junto a él, firme en su amor y fidelidad pese a haberse demostrado su culpa.
Denubis se estremeció y se conminó a descartar sus perturbadoras reflexiones. Fue imposible, cometió un error en cuanto se puso a trabajar en la primera frase. ¡Era inútil! Dejó la pluma en la mesa, en el instante en que se abría la puerta de la sala de los escribas. Al oír el ligero chirriar de los goznes, se apresuró a recoger la delicada herramienta y comenzó a garabatear en el pergamino.
—Denubis —lo invocó una voz vacilante.
—Saludos, querida Crysania —respondió él sonriente.
—Si te molesto puedo volver más tarde —ofreció la sacerdotisa.
—No, de ningún modo —le aseguró el clérigo—, es un placer verte.
No era una simple fórmula de cortesía. La presencia de la dama poseía el don de serenarlo, hasta tal punto que incluso la migraña pareció mitigarse. Abandonó el solícito eclesiástico su banqueta y fue en busca de dos sillas, una para él y otra para su invitada. Acomodóse cerca de la Hija Venerable mientras se preguntaba, en su fuero interno, el motivo de su visita.
—Me gusta este lugar —declaró Crysania contemplando la silenciosa y pacífica estancia—. Me cautiva su intimidad, en ocasiones me cansa el ajetreo del Templo —confesó, a la vez que clavaba los ojos en la puerta que conducía a los salones principales.
—Sí, resulta relajante —asintió el clérigo—. Al menos en la actualidad. Cuando llegué aquí, hace de ello varios años, estaba atestada de eruditos que traducían la palabra de los dioses a diferentes lenguas para hacerla accesible a todos los pobladores de Krynn. Pero el Principe de los Sacerdotes juzgó innecesario tan ingente esfuerzo y, uno tras otro, todos abandonaron la tarea a fin de consagrarse a quehaceres más importantes. Excepto yo. Supongo que soy demasiado viejo —añadió a guisa de disculpa—. Intenté dedicarme a otros menesteres, mas no hallé ninguno que me satisfaciera y resolví seguir. A nadie le importó… o a casi nadie.
No pudo por menos que arrugar el entrecejo al evocar sus largas charlas con Quarath, quien lo hostigaba sin tregua para sacar el mejor partido de sus aptitudes. El Hijo Venerable, no obstante, tuvo que darse por vencido, desistiendo de enderezar aquel caso perdido. Denubis se zambulló de nuevo en sus pergaminos, sus libros, que tras horas de incansable labor mandaba a Solamnia, a una biblioteca donde yacían apilados sin que nadie los leyera.
—Pero no hablemos de mí —propuso, al estudiar el macilento rostro de la eclesiástica—. ¿Qué es lo que te ocurre, querida? ¿Quizá no te encuentras bien? Perdona mi indiscreción, si oso interrogarte es porque me inquieta tu aspecto. Te he observado en las últimas semanas y no me ha pasado desapercibida tu tristeza, lo desdichada que te sientes.
Crysania posó la mirada en sus manos, enlazadas sobre el regazo, antes de alzarla hacia su oponente y consultarle:
—Denubis, ¿tú crees que la Iglesia representa la voluntad de los dioses, como debería hacer?
No era eso lo que él esperaba, la conducta de la dama se asemejaba más a la de la muchacha que ha sido defraudada por su amante que a la de un creyente decepcionado.
—Por supuesto —contestó confundido.
—¿De verdad? —persistió ella, tan penetrantes su voz y sus pupilas que Denubis quedó anonadado—. Hace ya tiempo que sirves a esta institución, cuando te iniciaste en sus secretos todavía no habían sido investidos el Príncipe de los Sacerdotes y sus ministros. Has sido testigo de sus paulatinas transformaciones ¿Opinas que ha mejorado?
El eclesiástico abrió la boca para afirmar que sí, que no podía ser de otra manera con un hombre tan santo como máximo mandatario, pero los acerados ojos de su interlocutora la sellaron abruptamente. La sacerdotisa transpasaba su alma, iluminaba aquellos recovecos donde había ocultado sus críticas durante decenios. Incómodo, pensó en Fistandantilus.
—Verás, quizás hay… —Estaba balbuceando y lo sabía, así que guardó silencio. Crysania advirtió su rubor, viendo en él una constatación de sus recelos.
—Ha mejorado —aseveró con firmeza el clérigo, temeroso de resquebrajar la fe de la mujer como, en un pasado remoto, vacilase la suya—. No debes mirarte en mi espejo, cuando se está en las puertas de la vejez uno se muestra reticente a los cambios. Eso es todo, el problema radica en nosotros y no en los necesarios progresos que exige la vida —insistió—: «Hasta la nieve era más blanca en los viejos tiempos», solemos decir. El motivo de nuestra actitud negativa es que nos abruma la modernidad, que no la comprendemos. La Iglesia actual hace un gran bien al mundo, querida, establece medidas de orden en la tierra y provechosas estructuras en la sociedad.
—Las quiera o no esa sociedad a la que pretende favorecer —replicó Crysania, si bien él optó por ignorarla.
—Se halla en vías de erradicar el Mal —prosiguió y, de pronto, la historia del caballero Soth cruzó su mente en una irrefrenable secuencia. Acalló presto su influjo perturbador, mas había perdido el hilo de su discurso y, pese al afán que puso en retormarlo, la dama se le adelantó.
—¿Tú crees? —inquirió—. ¿Podrá extirpar la perversidad de la faz de Krynn? A mi juicio nos asemejamos a esos niños que por la noche, en la soledad de su aposento, encienden una vela tras otra para ahuyentar la oscuridad. Ni ellos ni nosotros entendemos que ésta tiene una razón de ser y, agobiados por el pánico, acabamos provocando un incendio.