Las implicaciones de estas palabras escaparon a la percepción de Denubis pero Crysania no se interrumpió, presa de un creciente desasosiego. Era ostensible que había albergado tales pensamientos durante meses y, al hablar, les daba al fin una forma concreta.
—No ayudamos a quienes se descarrían, no nos molestamos en guiarles hacia el camino recto. Les volvemos la espalda con la excusa de que son criaturas indignas o, peor aún, nos desembarazamos de ellos. ¿Sabías que Quarath tiene el proyecto de aniquilar a los ogros?
—Pero, querida, se trata de una raza de asesinos, de villanos —protestó Denubis sin poner excesivo énfasis.
—Una raza creada por los dioses, como nosotros mismos —fue la contundente respuesta de Crysania—. ¿Ostentamos acaso el derecho, en nuestra imperfecta comprensión de las grandes leyes del universo, de destruir a seres que moldearon las divinidades?
—Según esos argumentos hasta la vida de las arañas ha de ser respetada —aventuró, irreflexivamente, el clérigo. Al estudiar la expresión de asombro de su oponente, sonrió y trató de excusarse—. No me hagas caso, era un delirio senil.
—Vine aquí persuadida de que la Iglesia era el máximo exponente de la benignidad, y ahora me atormentan… —No pudo concluir, hubo de cobijar el rostro entre las manos.
A Denubis le dolía el corazón más aún que la cabeza. Extendiendo su trémula palma acarició la suave y negra melena de la sacerdotisa, deseoso de consolarla como habría hecho con la hija que nunca tuvo.
—No te avergüences de estos titubeos, pequeña —le aconsejó, sin olvidar que también a él le habían obsesionado los suyos—. Habla con el Príncipe de los Sacerdotes, él disipará tus resquemores con su inmensa sabiduría.
Crysania lo miró esperanzada.
—¿Querrá escucharme?
—Naturalmente —la tranquilizó Denubis—. Esta noche celebra audiencia, será el momento oportuno. Y no temas, tus preguntas no despertarán su cólera.
—De acuerdo —accedió la mujer en actitud resuelta—. Tienes razón, no debería haber librado esta batalla sin ayuda. Me sinceraré con nuestro dignatario, él alumbrará las tinieblas de mi espíritu.
Se levantó y, movida por un impulso, estampó un beso en la mejilla del clérigo.
—Gracias, amigo —susurró—. No quiero interrumpir por más tiempo tu trabajo.
Mientras la veía alejarse por la sala, ahora soleada, Denubis sintió un inexplicable pesar. Le asaltó un acuciante temor al imaginarse que, mientras él se hallaba en aquel lugar luminoso, la sacerdotisa se encaminaba hacia una vasta negrura. La luz que lo envolvía se tornaba más intensa a medida que la dama se sumía en unas tinieblas densas, escalofriantes.
Desconcertado, el eclesiástico se llevó la mano a los ojos. No había sufrido una momentánea alucinación, aquel resplandor lacerante, deslumbrador, brotaba de una fuente insondable para derramar belleza tan llena de misterio que no podía enfrentarse a ella. El aura, al penetrar en su cerebro, incrementaba su migraña hasta hacerla insoportable. «Debo prevenir a Crysania, detenerla, quizás estas visiones son premonitorias», pensó.
La luz lo subyugó, ahogando su alma en un océano de llamas. Pero de forma tan brusca como habían nacido, los destellos se fundieron en los tibios rayos solares y se instauró la atmósfera caldeada, agradable de unos minutos antes. Denubis estudió, perplejo, su entorno.
No estaba solo. Tras pestañear varias veces a fin de acostumbrarse a la penumbra, una penumbra que no era tal pero que a él así se lo pareció después de la experiencia vivida, distinguió la figura de un elfo que le escudriñaba fríamente. Era un anciano de pronunciada calvicie, poseedor de una barba cana, larga, atusada. Iba ataviado con una túnica blanca, se ceñía a su cuello el Medallón de Paladine y miraba a Denubis tan lleno de tristeza que éste sintió deseos de llorar, aunque ignoraba el motivo.
—Lo siento —se disculpó el clérigo con un hilo de voz si bien, al apoyar la mano en su castigada cabeza, descubrió que había cesado de dolerle—. No te he oído entrar. ¿Puedo ayudarte? ¿Buscas a alguien?
—Ya lo he encontrado —repuso el elfo sereno, controlado, pero sin que la congoja se desdibujara de sus rasgos—. Si, como presumo, tú eres Denubis.
—Lo soy —confirmó el eclesiástico—. Pero no logro identificarte, debes perdonar mi torpeza.
—Me llamo Loralon —anunció el recién llegado.
Denubis quedó sin aliento. Se hallaba frente a uno de los Sumos Sacerdotes elfos, una criatura que, años atrás, se había opuesto al ascenso de Quarath. Pero su rival era demasiado fuerte, lo respaldaban fuerzas poderosas que impidieron que fuera escuchado el mensaje de paz, de concordia entre los pueblos, del que Loralon era portador. Desalentado, el derrotado clérigo se refugió entre los suyos, en la hermosa tierra de Silvanesti que tanto amaba, prometiéndose a sí mismo que nunca volvería a pisar el suelo de Istar.
¿Qué hacía en la sala de los escribas?
—Sin duda has cometido un error y es al Príncipe de los Sacerdotes a quien quieres ver. Iré…
—No —lo interrumpió el anciano—, sólo hay una persona que me interesa en este Templo y eres tú, Denubis. Acompáñame, nos aguarda un largo viaje.
—¡Un viaje! —repitió el aludido boquiabierto, en el borde de la locura—. Es imposible, no he salido de Istar en los treinta años de servicio que…
—Ven, Denubis —atajó Loralon sin mudar su amable tono.
—¿Dónde? ¿Cómo? No comprendo —exclamó éste. Su interlocutor se erguía en el centro de la iluminada estancia, espiándole con una pesadumbre profunda, indescriptible, a la vez que alzaba la mano y la cerraba sobre el Medallón que exhibía en el cuello.
De pronto, al ver su gesto, Denubis comenzó a vislumbrar la razón de su venida. Paladine le había concedido el don de predecir el futuro. Lívido de terror, el bondadoso clérigo meneó la cabeza.
—No —susurró—. Es demasiado espantoso.
—No está todo decidido. Las balanzas se desequilibran, pero no se han volcado. Nuestro periplo puede ser temporal, o durar más tiempo del que acertaríamos a calcular. Sigueme, aquí no te necesitan.
El sacerdote elfo estiró el brazo y Denubis sintió una paz, una beatitud que ni siquiera había experimentado en presencia de su Príncipe. Inclinó la cabeza y asió la mano que Loralon le tendía, sin poder reprimir las lágrimas.
Crysania estaba sentada en un rincón de la suntuosa sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes, unidas las manos en su regazo y con el rostro pálido, pero sosegado. Nadie que se hubiera detenido a observarla, habría detectado el torbellino que azoraba su alma. Nadie, salvo el personaje que acababa de entrar en la cámara y que, pasando desapercibido a los presentes, se había instalado en un umbrío recoveco para vigilar a la dama.
Al escuchar la voz musical del sumo mandatario, el extraordinario acierto con que dilucidaba los urgentes asuntos de Estado, aquella versatilidad que le permitía pasar, sin intervalo, de los temas políticos a otros de mayor trascendencia, los relativos a los enigmas del universo, Crysania se ruborizó. En medio de tanta sapiencia, ¿cómo osaría abordarlo para plantear sus mezquinas dudas?
Le vinieron a la memoria unas palabras de Elistan: «No recurras a otros cuando necesites respuestas, búscalas en tu corazón, pasa revista a tu fe. O bien hallarás la clave de tus anhelos, o llegarás al convencimiento de que son los dioses quienes la poseen, no el hombre».
Y así, absorta en sus cábalas, la sacerdotisa interrogaba a sus propias entrañas. Pero la paz que ansiaba se obstinaba en eludirla y, de pronto, decidió que quizá no había respuestas a sus disquisiciones. El contacto de una mano en su brazo interrumpió sus pensamientos. Cuando alzó la faz, sobresaltada, una voz siseó en su oído:
—Tus preguntas tienen respuesta, Crysania.
Reconoció aquel timbre y, dominada por un súbito nerviosismo, escudriñó las sombras de la capucha a fin de confirmar sus sospechas. No distinguió los rasgos, de modo que lanzó una fugaz mirada a la mano que la sujetaba y al atuendo de su dueño. Vestía una túnica de terciopelo negro, como imaginaba, mas no halló las runas plateadas que él solía lucir. Una vez más centró su atención en el semblante, no vislumbrando sino el resplandor de unos ojos ocultos, una tez lívida.