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—No desconozco tus dudas, Crysania —declaró—, adivino tu profundo descontento. Has penetrado los entresijos de la Iglesia, eres tan consciente como yo de que sólo se intenta manipular el mundo a su albedrío en lugar de predicar las enseñanzas de los dioses. Has presenciado escenas en las que los clérigos, sedientos de supremacía, sellan pactos políticos, derrochan en banalidades el dinero que debería gastarse en alimentar a los pobres. Al catapultarte a la antigua Istar te proponías rehabilitar esta institución, demostrar que fueron otros, y no sus ministros, quienes obligaron a las divinidades a hundir bajo la montaña ígnea a los transgresores de sus leyes. Abrigabas la esperanza de acusar a los hechiceros de la hecatombe, ¿me equivoco?

Incapaz de afrontar este reproche, la dama apartó su semblante. Pero la humillación que la atenazaba era ostensible en sus más mínimos gestos.

Raistlin se mostró inconmovible.

—Se acerca el Cataclismo —aseveró—, los verdaderos sacerdotes ya han abandonado el Templo. Tu amigo Denubis, por ejemplo, ha partido esta misma tarde. Eres tú, Crysania, la única sierva del Bien que queda en la ciudad.

—Eso es imposible —susurró la eclesiástica, con los ojos desorbitados ante tan imprevista noticia.

Inspeccionó la sala y, por primera vez desde su llegada, prestó atención a los grupos que cuchicheaban lejos del Príncipe de los Sacerdotes. Los oyó parlotear sobre los Juegos, discutir acerca de la distribución de los fondos públicos y comentar la necesidad de formar ejércitos, único medio para aplastar a los rebeldes… todo en nombre de la Iglesia.

Y entonces, como si quisiera ahogar tan mezquinos conciliábulos, la voz dulce, armoniosa del máximo dignatario inundó su alma, calmando su zozobrante ánimo. El Príncipe seguía allí, en su trono, la invitaba a desechar la negrura y volverse hacia la luz donde su fe inquebrantable, pura, había de defenderla de cualquier tentación.

—Todavía existe la bondad en el mundo —dijo, fortalecida en sus convicciones—. Mientras este hombre sin mácula, elegido de los dioses, ostente el poder, no creo que estos últimos descarguen su ira sobre la Iglesia. Si, como relata la Historia, están a punto de invocar una hecatombe, es para castigar a quienes vuelvan la espalda a nuestro santo estamento.

Su tono era desapasionado, su serenidad irrefutable. Se levantó resuelta a salir y Raistlin, tras imitarla, se aproximó a ella sin cejar en su empeño. Ajena al escrutinio al que su interlocutor la sometía, la sacerdotisa prosiguió:

—O quizá las divinidades condenarán con su acción a todos cuantos se obstinan en ignorar el prudente mandato del Príncipe, la verdad que él simboliza. Sin duda él presiente la catástrofe e implora la piedad de los supremos hacedores en un desesperado intento de evitarla.

—Fíjate en ese «hombre sin mácula, elegido de los dioses» —le urgió el hechicero con su proverbial susurro.

Estirando la mano, Raistlin inmovilizó a Crysania y la forzó a mirar al mandatario. Agobiada por los remordimientos, enfurecida consigo misma por su flaqueza y por haber permitido que el nigromante ahondara en ella, la dama forcejeó con objeto de apartarse. Pero él la sujetaba con firmeza, el contacto de sus dedos le abrasaba la piel.

—¡Fíjate en esa criatura! —repitió el hechicero, al mismo tiempo que le hacía levantar la cabeza para que contemplara la luz, la gloria que rodeaba al sumo dignatario.

Sintió Raistlin que aquel cuerpo tan cercano al suyo se agitaba en un ligero temblor, y sonrió satisfecho. Adelantando su encapuchada cabeza hacia la de la mujer, le murmuró al oído:

—¿Qué ves, Hija Venerable?

No recibió más contestación que un gemido.

—Descríbemelo —insistió, tibio su aliento al rozar el pómulo femenino.

—Un hombre —balbuceó Crysania, llena de perplejidad ante la imagen que se revelaba a su examen—. Sólo un ser humano, exhausto y asustado. Advierto las arrugas de su tez, las pronunciadas bolsas oculares que denotan un continuo desvelo. De sus azules pupilas se desprende un temor, un pánico que nunca osaría confesar en público…

Comprendió, de pronto, la magnitud de sus palabras y calló, consciente de la proximidad de Raistlin, del poder que sobre su talante ejercía aquel cuerpo musculoso pese a hallarse embutido en una gruesa túnica de terciopelo. Desconcertada, se soltó de un violento tirón.

—¿En qué encantamiento me has sumido? —inquirió enfurecida, encarándose a su oponente.

—En ninguno, Hija Venerable, lo único que he hecho es desvirtuar el hechizo donde él se refugia de su miedo. Ese miedo será la causa de su caída y la posterior destrucción del mundo.

Crysania lo consultó con la mirada, remisa a aceptar tales afirmaciones. Quería que mintiera, lo necesitaba, si bien no tardó en recapacitar que, aunque así fuera, poco importaba. No podía engañarse a sí misma.

Confundida, abrumada, la dama dio media vuelta y, cegada por las lágrimas, abandonó a toda carrera la sala de audiencias.

Raistlin la espió mientras huía, insensible a su propia victoria. No cabía alegrarse por algo que había previsto de buen principio. Sentándose una vez más, ahora junto al fuego, asió una naranja de un frutero depositado sobre la mesa y, abstraído en sus cavilaciones, comenzó a mondarla sin desviar la vista de las llamas.

Alguien más, uno de los presentes en la cámara, observó la despavorida fuga de Crysania. También, aunque se mantuvo al margen, contempló cómo el hechicero comía la fruta, sorbiendo primero su jugo para luego engullir la pulpa.

Lívido su rostro en una mezcla de ira y aprensión, Quarath dejó la estancia y se encerró en su aposento, donde paseó inquieto hasta el alba.

11

La noche de los Hados

Fue conocida en la Historia como la «Noche de los Hados», la noche en la que los auténticos clérigos abandonaron Krynn. Dónde se dirigieron, cuál fue su destino, es algo que ni siquiera figura en las Crónicas de Astinus. Hay quien afirma haberlos visto en los trágicos días de la Guerra de la Lanza, tres siglos más tarde de su desaparición, y son numerosos los elfos que juran por lo más sagrado que Loralon, el más importante y devoto de los sacerdotes de su raza, recorrió las arrasadas tierras de Silvanesti, llorando su declive y bendiciendo los esfuerzos de cuantos se entregaron a la ardua tarea de reconstruirla.

Pero, para la inmensa mayoría de los habitantes de Krynn, el desvanecimiento de los verdaderos ministros del Bien pasó desapercibido. Sea como fuere, aquélla fue la Noche de los Hados en diferentes aspectos.

Crysania huyó de la sala de audiencias del Príncipe de los Sacerdotes movida por el desconcierto, por el temor. El desconcierto era fácil de explicar, había visto a la más perfecta criatura, un dignatario que aún reverenciaban los eclesiásticos de su tiempo, como un simple mortal asustado de su propia sombra, un hombre que se agazapaba tras sus hechizos y permitía que otros gobernaran en su nombre. Todas las dudas, los recelos que habían revuelto su alma cobraron vida con lacerante intensidad. En cuanto a su temor, no podía, o no quería, definirlo.

Al salir de la estancia corrió a trompicones, sin saber qué hacía ni a donde iba. Transcurridos los primeros minutos de incertidumbre, deseosa de serenarse, se refugió en un rincón, secó sus lágrimas y recobró la compostura perdida. Avergonzada de su pasajera pérdida de control, la sacerdotisa decidió presta su curso de acción.

Tenía que encontrar a Denubis, demostrar a Raistlin que se había equivocado.

Tras recorrer varios pasillos vacíos, iluminada por la exigua, tenue luz de Solinari, Crysania arribó al ala del Templo en la que se hallaba el aposento del clérigo. Aquélla historia de eclesiásticos que se esfumaban sin dejar rastro no podía ser cierta. Cuando vivía en el futuro, en su propia era, la dama nunca creyó las leyendas sobre la Noche de los Hados, que juzgaba un cuento infantil. Ahora que le había sido dado vivirla, aún estaba persuadida de que Raistlin cometía un error.