Berrington cogió el mando a distancia y apagó el televisor.
– Llevo diez años haciendo esto -dijo-. Tres libros, un millón de nauseabundas entrevistas televisadas a continuación, ¿y de que ha servido? De nada. Todo sigue igual.
– Todo no sigue igual -señaló Preston-. Produces genética y tienes un programa en marcha. Lo que te pasa es que eres un impaciente.
– ¿Impaciente? -replicó Berrington, en tono irritado-. ¡Apuesta a que soy un impaciente! Cumpliré los sesenta dentro de quince días. No dispongo ya de mucho tiempo!
– Tiene razón, Preston -intervino Jim-. ¿Ya no te acuerdas de cuando éramos jóvenes? Ahora miramos a nuestro alrededor y vemos que Estados Unidos se está yendo al centro del infierno: derechos civiles para los negros, los mexicanos invadiendo nuestro país a raudales, los mejores colegios inundados por hijos de comunistas judíos, nuestros chicos fumando marihuana y dando esquinazo al servicio militar. Y, muchacho, ¡tenemos razón! ¡Mira cómo han cambiado las cosas desde nuestra juventud! Ni en nuestras peores pesadillas hubiéramos imaginado nunca que las drogas ilegales se convertirían en una de las más importantes industrias estadounidenses y que a una tercera parte de los niños que nacen en este país los alumbran madres acogidas al seguro de enfermedad. Y nosotros somos las únicas personas con agallas para plantar cara a los problemas… nosotros y unas cuantas personas que piensan como nosotros. Todos los demás cierran los ojos y esperan que las cosas mejoren solas.
No han cambiado, pensó Berrington. Preston siempre prudente y pusilánime, Jim ampulosamente seguro de sí. Los conocía desde tanto tiempo atrás que miraba sus defectos con cariño, la mayor parte de las veces, por lo menos. Y estaba acostumbrado a desempeñar el papel de moderador encargado de conducirlos por el correcto término medio.
– ¿En qué punto estamos con los alemanes, Preston? -preguntó- Ponnos al día.
– Muy cerca de cerrar el trato -dijo Preston-. Quieren anunciar la adquisición en una conferencia de prensa dentro de ocho días a partir de mañana.
– ¿De mañana en ocho? -El nerviosismo vibraba en la voz de Berrington-. ¡Eso es estupendo!
Preston meneó la cabeza. -Debo confesaros que aún tengo mis dudas.
Berrington produjo un ruido exasperado. -Hemos de pasar por un proceso llamado revelación, una especie de auditoría. Tenemos que abrir nuestros libros a los contables de Landsmann y explicarles cuanto pueda afectar a nuestros beneficios futuros, como deudores susceptibles de quebrar o pleitos pendientes.
– No tenemos nada de eso, creo -dijo Jim.
Preston le dirigió una mirada que no presagiaba nada bueno.
– Todos sabemos que esta empresa tiene secretos.
Hubo un momentáneo silencio en la estancia. Al final, Jim expuso: -Rayos, eso ocurrió hace mucho tiempo.
– ¿Y qué? La evidencia de lo que hicimos nos acompaña por dondequiera que vamos.
– Pero la Landsmann no tiene modo alguno de descubrir aquello… especialmente en una semana.
Preston se encogió de hombros, como si dijera: «Quien sabe».
– Tenemos que correr el riesgo -manifestó Berrington con firmeza-. La inyección de capital que nos proporcionará la Landsmann nos permitirá acelerar nuestro programa de investigación. En un par de años estaremos en condiciones de ofrecer a los blancos estadounidenses ricos que acudan a nuestras clínicas un niño perfecto, producto de la ingeniería genética.
– Pero ¿qué importará eso? -alegó Preston-. Los pobres seguirán criando hijos más deprisa que los ricos.
– Estas pasando por alto la plataforma política de Jim -recordó Berrington.
– Un impuesto fijo del diez por ciento sobre la renta e inyecciones anticonceptivas obligatorias para las mujeres a cuenta de la asistencia social -dijo Jim.
– Piensa en ello, Preston -recomendó Berrington-. Niños perfectos para las clases medias y esterilización para los pobres. Iniciaremos otra vez el apropiado equilibrio racial de Estados Unidos. Ese ha sido siempre nuestro objetivo, incluso desde los primeros días.
– Entonces éramos muy idealistas -comentó Preston.
– ¡Teníamos razón! -dijo Berrington.
– Sí, teníamos razón. Pero a medida que me he ido haciendo viejo he pensado cada vez con más frecuencia que el mundo probablemente se las arreglará para salir adelante aunque no se consiga cumplir todo lo que planeábamos cuando teníamos veinticinco años.
Esa forma de hablar podría sabotear grandes empresas.
– Pero podemos cumplir lo que planeamos -afirmó Berrington-. Estamos a punto de agarrar con la mano todas las cosas por las que hemos trabajado durante los últimos treinta años. Los peligros que corrimos en aquellas fechas iniciales, todos los años de investigación, el dinero que invertimos… todo va a dar sus frutos ahora. ¡Que no te de un ataque de nervios en este momento, Preston!
– A mis nervios no les pasa nada, me limito a señalar problemas prácticos reales -expresó Preston, malhumorado-. Jim puede proponer su plataforma política, pero eso no significa que se vaya a llevar a cabo.
– Ahí es donde entra la Landsmann -dijo Jim-. El efectivo que recibiremos a cambio de nuestras acciones de la compañía nos lanzará hacia nuestro objetivo máximo, el más importante de todos.
– ¿Qué quieres decir?
Preston parecía desconcertado, pero Berrington estaba enterado de lo que seguía y sonrió.
– La Casa Blanca -dijo Jim-. Voy a presentar mi candidatura para la presidencia.
4
Pocos minutos antes de la medianoche, Steve Logan aparcó su viejo y herrumbroso Datsun en la calle Lexington del barrio de Hollins Market de Baltimore, al oeste del centro urbano. Iba a pasar la noche con su primo Ricky Menzies, que cursaba la carrera de medicina en la Universidad de Maryland, en Baltimore. El domicilio de Ricky era un cuarto en un enorme y viejo edificio habitado por estudiantes.
Ricky era el más disoluto libertino que conocía Steve. Le gustaba beber, bailar y asistir a fiestas, actividades a las que también eran muy aficionados sus amigos. Steve había esperado con anticipada ilusión pasar la noche con Ricky. Pero lo malo que tenían los libertinos disolutos es que eran inherentemente informales. En el último minuto, a Ricky se le presentó una cita de las que ahora se llaman ardientes y Steve tuvo que pasarse la primera parte de la velada solo.
Se apeó del coche, cargado con una pequeña bolsa de deportes en la que llevaba ropa limpia para cambiarse al día siguiente. La noche era cálida. Cerró el coche y echó a andar hacia la esquina. Un grupo de chavales, cuatro o cinco muchachos y una chica, todos negros, remoloneaban delante de una tienda de videos. Fumaban cigarrillos. Steve no estaba nervioso, aunque era blanco; con su coche viejo y sus pantalones azules descoloridos, parecía estar en aquel barrio como en su habitat natural. Además, era cosa de cinco centímetros más alto que el más crecido del grupo. Al pasar junto a los mozos, uno ofreció en voz baja, pero perfectamente audible:
– ¿Quieres marcarte unos porritos, te molan unas papelinas de coca?
Steve dijo que no con la cabeza, sin reducir el ritmo de sus pasos.
Una mujer muy alta, de color, caminaba hacia él, vestida para matar con microminifalda y zapatos de aguja, cabellera apilada hacia las alturas, carmín bermellón y sombra de ojos azul.
– ¡Hola, guapo! -con profunda voz masculina.
Steve comprendió que era un hombre, sonrió y siguió adelante.
Oyó a los chicos de la esquina saludar con festiva familiaridad al travestido.
– ¡Eh, Dorothy!
– Hola, muchachos.
Segundos después, Steve oyó chirriar de neumáticos y volvió la cabeza. Un coche blanco de la policía con su banda azul y plata se detenía en la esquina. Unos cuantos miembros del grupo de muchachos desaparecieron engullidos por la oscuridad de las calles contiguas; otros permanecieron donde estaban. Dos agentes negros se apearon del coche, sin prisas. Steve se dio media vuelta para ver de qué iba aquello. Cuando la mirada de uno de los agentes cayó sobre el hombre llamado Dorothy, el policía soltó un salivazo que fue a estrellarse en la puntera del zapato rojo de alto tacón.