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Steve se sentó en el sofá.

– ¿Qué tal tu cita?

– No tan ardiente como se anunciaba. -Ricky puso agua en la cafetera-. Melissa es mona, sí, pero yo no estaría en casa tan temprano si estuviese tan loquita por mí como se me había hecho creer. Y tú, ¿qué tal?

– Anduve por el campus de la Jones Falls. Hay bastante clase por allí. También encontré a una chica. -Se animó al recordarlo-. La vi jugar al tenis. Era una chica impresionante… alta, fuerte, un rato bien formada. Tenía un servicio que era como el disparo de un jodido lanzagranadas, te lo juro.

– Es la primera vez que oigo que alguien se cuelga por una chica por su forma de jugar al tenis -sonrió Ricky-. ¿Es guapa de cara?

– Bueno, tiene un rostro enérgico de verdad. -Steve podía verla en aquel momento-. Ojos castaño oscuro, cejas negras, masa de pelo moreno… y aquel primoroso arito de plata que le perforaba la aleta izquierda de la nariz.

– No bromeas. Algo extraordinario, ¿eh?

– Tú lo has dicho.

– ¿Cómo se llama?

– No lo sé. -La sonrisa de Steve era triste-. Pasó por mi lado me mandó a hacer gárgaras, sin alterar el paso. Es probable que no vuelva a verla en la vida.

Ricky sirvió café.

– Quizás eso sea lo mejor… Sales en serio con una chica, ¿no?

– Algo así. -Steve se había sentido un poco culpable al verse tan atraído por la jugadora de tenis-. Se llama Celine. Estudiamos juntos.

Steve iba a la universidad en Washington, D.C.

– ¿Te has acostado con ella?

– No.

– ¿Por qué no?

– Creo que no he llegado a ese nivel de compromiso.

Ricky pareció sorprenderse.

– Ese es un idioma que no se hablar. ¿Tienes que considerarte comprometido con una chavala antes de follártela?

Steve se sintió violento.

– Eso es lo que pienso, ya lo sabes.

– ¿Siempre has pensado así?

– No. Cuando estaba en el instituto llegaba hasta donde las chicas me permitían llegar, era como una especie de competición o algo por el estilo. Hacía lo mío con cualquier chica bonita que se quitara las bragas… pero eso era entonces, ahora es ahora, y ya no soy ningún mocoso. Creo.

– ¿Cuántos años tienes?, ¿veintidós?

– Exacto.

– Yo tengo veinticinco y sospecho que no soy tan maduro como tú.

Steve detectó cierta nota de resentimiento.

– ¡Eh, nada de críticas! ¿Vale?

– Está bien. -Ricky no parecía ofendido en absoluto-. Así, ¿qué hiciste después de que te mandara a paseo?

– Me fui a un bar de Charles Village y me tome un par de cervezas con una hamburguesa.

– Eso me recuerda que… tengo hambre. ¿Quieres comer algo?

– ¿Qué tienes?

Ricky abrió una alacena.

– ¿Boo Berry, Rice Krispies o Count Chocula?

– Ah, chico, Count Chocula suena de maravilla.

Ricky puso tazones y leche encima de la mesa y ambos hicieron los honores al «banquetazo».

Al terminar, limpiaron los tazones de cereales y se dispusieron a acostarse. Steve se tendió en el sofá, en calzoncillos: hacia demasiado calor para echarse encima una manta. Ricky se quedó con la cama. Antes de irse a dormir, preguntó a Steve:

– Entonces, ¿qué vas a hacer en Jones Falls?

– Me han pedido que participe en un estudio. He de someterme a pruebas psicológicas y todo eso.

– ¿Por qué tú precisamente?

– No lo sé. Dijeron que yo era un caso especial y que me lo explicarían todo cuando estuviese allí.

– ¿Qué te indujo a aceptar? Parece algo así como una pérdida de tiempo.

Steve tenía una razón especial, pero no iba a contársela a Ricky. En su respuesta sólo hubo una parte de verdad.

– Curiosidad, supongo. Quiero decir, ¿tú nunca te haces preguntas acerca de ti mismo? Como ¿qué clase de persona soy y qué quiero hacer en la vida?

– Quiero ser un cirujano de primera y ganar un millón de pavos al año haciendo implantes de pecho. Supongo que soy un alma sencilla.

– ¿Y no te preguntas el porqué de todo eso?

Ricky se echó a reír.

– No, Steve, no. Pero tú sí. Siempre has sido un pensador. Incluso cuando éramos chavales solías darle vueltas y vueltas en la cabeza al asunto de Dios y todo eso.

Era cierto. Alrededor de los trece años de edad, Steve pasó por una fase de religiosidad. Visitó varias iglesias distintas, una sinagoga y una mezquita, e interrogó a una serie de confundidos clérigos acerca de sus creencias. El asunto dejó perplejos a sus padres, ambos despreocupados agnósticos.

– Pero siempre has sido un poco raro -continuó Ricky-. No he conocido a nadie que sacara unas notas tan altas en los exámenes del instituto sin ni siquiera romper a sudar.

Eso también era verdad. Steve asimilaba las lecciones con rapidez y alcanzaba los primeros puestos de la clase sin esforzarse nada, salvo cuando los otros chicos empezaban a tomarle el pelo y el cometía errores deliberadamente para hacerse notar menos.

Pero existía otro motivo que justificaba la curiosidad hacia su propia psicología. Ricky lo ignoraba. En el colegio nadie conocía ese motivo. Sólo los padres de Steve lo conocían.

Steve casi había matado a una persona.

Contaba entonces quince años, ya era bastante alto, aunque delgado. Era el capitán del equipo de baloncesto. Aquel año, el Instituto Hillsfield alcanzó las semifinales del campeonato de la ciudad. Jugaban contra un equipo de adolescentes callejeros, que no reparaban en brusquedades, de una escuela de los barrios bajos de Washington. El jugador encargado de marcar a Steve, y viceversa, era un chico llamado Tip Hendricks que se pasó todo el partido haciéndole personales. Tip era bueno, pero empleaba sus habilidades preferentemente para hacer trampas. Y cada vez que lo hacía, le dedicaba una sonrisa, como diciéndole: «¡Has vuelto a picar, imbécil!», lo cual puso furioso a Steve. Con todo eso, jugó muy mal, su equipo perdió y se volatilizaron todas las posibilidades de seguir optando al trofeo.

Para colmo de mala suerte, Steve se tropezó con Tip en el aparcamiento donde los autobuses esperaban a los equipos para trasladarlos de vuelta a sus escuelas. La fatalidad quiso que uno de los conductores estuviese cambiando una rueda y tuviese la caja de herramientas abierta en el suelo.

Steve hizo como si no viera a Tip, pero este arrojó hacia Steve la colilla de su cigarrillo, que fue a aterrizar en la cazadora que llevaba.

Aquella maldita cazadora significaba mucho para Steve. La había comprado el día anterior, con los ahorros conseguidos trabajando los sábados en un McDonald's. Era una cazadora preciosa, de cuero suave, color mantequilla, y ahora lucía una marca de quemadura en la parte derecha de la pechera, donde era imposible no verla. Había quedado inservible. De modo que Steve le sacudió.

Tip respondió con ferocidad, lanzando patadas y topetazos con la cabeza, pero la rabia embargaba a Steve de tal modo que le hacía poco menos que insensible a los golpes de Tip. Este tenía la cara cubierta de sangre cuando sus ojos cayeron sobre la caja de herramientas del conductor del autobús y cogió una barra de hierro.

Golpeó con ella dos veces a Steve en la cara. Fueron golpes realmente dolorosos y una ira ciega se apoderó de Steve. Arrancó la herramienta de las manos de Tip… y después de eso ya no pudo recordar nada más, hasta que se encontró en pie sobre el cuerpo de Tip, con la ensangrentada barra de hierro en la mano, mientras alguien exclamaba:

– ¡Santo cielo!, creo que está muerto.

Tip no estaba muerto, aunque murió dos años después, asesinado por un importador de marihuana jamaicano al que debía ochenta y cinco dólares. Pero Steve había deseado matarle, había intentado matarle. No tenía excusa: descargó el primer golpe, y aunque fue Tip quien cogió la herramienta de hierro, Steve la había utilizado salvajemente.