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Se daría una vuelta por el vestuario y elegiría a su víctima principal. Sería una chica preciosa y con aspecto vulnerable. La agarraría por un brazo, al tiempo que le diría: «Por aquí, haz el favor. Soy de seguridad». La sacaría al pasillo, para conducirla luego en la dirección equivocada: hacia la sala de máquinas de la piscina. Una vez allí dentro, cuando la chica creyera estar a salvo, él la abofetearía, le sacudiría un directo en el estomago y la arrojaría contra el suelo de cemento. La contemplaría mientras la chica rodaba sobre sí misma, se sentaba, jadeando, sollozando y mirándole con los ojos llenos de terror.

Entonces él sonreiría y se desabrocharía el cinturón.

2

La señora Ferrami dijo:

– Quiero irme a casa.

– No te preocupes, mamá -le tranquilizó su hija Jeannie-, vamos a sacarte de aquí antes de lo que crees.

Patty, la hermana menor de Jeannie le echó una mirada que significaba: ¿Cómo rayos supones que vamos a hacer tal cosa?

La Residencia Bella Vista del Ocaso era lo máximo que podía sufragar el seguro sanitario y en ella todo era pura fachada. La habitación contenía dos camas de hospital, otros tantos armarios, un sofá y un televisor. Las paredes estaban pintadas de color marrón champiñón y el suelo era de baldosas de plástico, de un tono crema surcado por vetas anaranjadas. La ventana tenía reja, pero no cortinas, y daba a una gasolinera. Había una jofaina en un rincón y los aseos estaban en el pasillo.

– Quiero irme a casa -repitió la madre.

– Pero, mamá -dijo Patty-, siempre te estás olvidando de las cosas, ya no puedes cuidar de ti misma.

– Claro que puedo, no te atrevas a hablarme de ese modo.

Jeannie se mordió el labio. Contempló la ruina humana en que había degenerado su madre y le entraron ganas de llorar. La señora tenía facciones enérgicas: cejas negras, ojos oscuros, nariz recta, boca amplia y sólido mentón. Los mismos rasgos se repetían en Jeannie y Patty, aunque la madre era de constitución menuda y ellas altas como el padre. Las tres tenían un carácter resuelto, tal como sugería su apariencia: «formidable» era la palabra con la que se solía calificar a las mujeres Ferrami. Pero la madre ya no volvería a ser formidable. Padecía el mal de Alzheimer.

No contaba aún sesenta años. Jeannie, que tenía veintinueve, y Patty, que andaba por los veintiséis, habían confiado en que podría cuidar de sí misma durante algunos años más, pero esa esperanza saltó hecha añicos aquella misma madrugada, a las cinco, cuando un agente de policía de Washington telefoneó para notificar que había encontrado a su madre en la calle Dieciocho. La mujer vagaba sin rumbo, vestida con un camisón sucio, y lloriqueaba y decía que no se acordaba de donde vivía.

Jeannie se puso al volante de su automóvil y, en aquella tranquila mañana de domingo, se dirigió a Washington, distante una hora de Baltimore. Recogió a su madre en la comisaría, la llevó a casa, la bañó, la vistió y luego llamo a Patty. Juntas, las dos hermanas tramitaron el ingreso de la señora Ferrami en el asilo de Bella Vista. La institución estaba en la ciudad de Columbia, entre Washington y Baltimore. Tía Rosa había pasado allí sus últimos años. Tía Rosa tenía la misma póliza de seguro sanitario que su madre.

– No me gusta este sitio -dijo la señora Ferrami.

– A nosotras tampoco -manifestó Jeannie-, pero en estos momentos es todo lo que podemos permitirnos.

Intentó que su voz sonara natural y razonable, pero lo cierto es que le salió un tono áspero.

Patty le dirigió una mirada de reproche.

– Vamos, mamá, hemos vivido en sitios peores -dijo.

Era verdad. Cuando su padre fue a la cárcel por segunda vez, la madre y las dos jóvenes vivieron en una habitación, con un hornillo encima del aparador y el grifo del agua en el pasillo. Fueron los años en que la asistencia social les ayudo a sobrevivir. Pero la madre fue una leona en la adversidad. En cuanto Jeannie y Patty empezaron a ir a la escuela, encontró una mujer de edad a la que no le importaba echar un vistazo a las chicas cuando volvían a casa, se buscó un empleo -había sido peluquera, y aun se mantenía en buena forma, aunque su estilo resultase algo pasado de moda- y no tardó en trasladarse con las chicas a un pisito de dos habitaciones situado en Adams-Morgan, que entonces era un respetable barrio de clase obrera.

Les preparaba tostadas para desayunar, enviaba a Jeannie y a Patty al colegio impecables con su vestidito limpio y después se peinaba y maquillaba -trabajando en un salón de belleza, una tenía que ir presentable- y siempre dejaba la cocina como los chorros del oro, con una bandeja de galletas encima de la mesa para cuando las niñas volviesen de la escuela. Los domingos hacían la colada y limpiaban a fondo el pisito entre las tres. Mamá siempre había sido tan capaz, tan segura, tan infatigable que a una le destrozaba el corazón ver en la cama a aquella mujer olvidadiza y quejumbrosa.

En aquel momento, la anciana frunció las cejas, como si algo la desorientara, y dijo:

– ¿Por que llevas ese aro en la nariz, Jeannie?

Jeannie se llevo los dedos al fino aro de plata y esbozo una triste sonrisa.

– Mamá, me perforé la ventana de la nariz cuando era niña. ¿No te acuerdas de que te pusiste hecha una furia? Creí que ibas a echarme a la calle.

– Se me olvidan las cosas -reconoció la mujer.

– Pues yo sí que me acuerdo -intervino Patty-. Pensé que aquello tuyo era la mayor hazaña de todos los tiempos. Claro que yo tenía once años y tu catorce; para mí, todo lo que hacías era audaz, elegante e inteligente.

– Quizá lo fuese -dijo Jeannie con burlona jactancia.

Patty rió entre dientes.

– Lo de la chaqueta naranja seguro que no lo fue.

– ¡Oh, Dios santo, aquella chaqueta! Mamá acabó quemándola después de que durmiese con ella puesta en un edificio abandonado y se me llenara de pulgas.

– De eso me acuerdo -tercio la madre de pronto-. ¡Pulgas! ¡Una hija mía!

Se mostraba indignadísima aún, quince años después.

De repente, la atmósfera se tornó más desenfadada. Aquellas reminiscencias llevaron a la memoria de las tres el recuerdo de lo unidas que habían estado. Era un buen momento para despedirse.

– Será mejor que me vaya -dijo Jeannie, al tiempo que se ponía en pie.

– Yo también tengo que marcharme -se sumo Patty-. He de hacer la cena.

Sin embargo, ninguna de las dos hizo el menor intento de dirigirse a la puerta. Jeannie tuvo la sensación de que abandonaba a su madre, de que la dejaba desamparada en un momento de necesidad. Allí, nadie la apreciaba. Debería contar con una familia que la atendiese. Jeannie y Patty deberían quedarse a su lado, cocinar para ella, plancharle el camisón y ponerle en la tele su programa favorito.

– ¿Cuándo volveréis a visitarme? -quiso saber la madre.

Jeannie titubeó. Deseaba decir: «Mañana te traeré el desayuno y estaré contigo todo el día». Pero eso era imposible: la esperaba una semana tremenda de trabajo. El sentimiento de culpa la anegó. «¿Cómo puedo ser tan cruel?»