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– ¿Tan malo sería?

– Venga ya.

– Jeannie, es el asqueroso del que huyes.

– ¡Cierra el pico!

– Podías haberle dado mi número de teléfono.

– Lo que debí haber hecho es anotarle en un papel tu talla de sujetador, con eso le habría dejado sin habla.

Lisa tenía un busto realmente voluminoso.

La muchacha se detuvo en seco. Durante unos segundos, Jeannie pensó que se había pasado y ofendido a Lisa. Empezó a darle forma mental a una disculpa. Pero Lisa exclamó:

– ¡Qué gran idea! «Uso la treinta y seis D, para más información, llame a este número de teléfono.» Es muy sutil, desde luego.

– No es más que envidia por mi parte, siempre desee tener un buen parachoques -reconoció Jeannie, y ambas se echaron a reír-. Pero es cierto, pedí a Dios que me concediera un tetamen como es debido. Prácticamente fui la última chica de la clase a la que le vino la regla, era de lo mas embarazoso.

– No me digas que te ponías de rodillas junto a la cama y rezabas: Por favor, Dios de mi alma, haz que me crezcan las tetas.

– La verdad es que a quien rezaba era a la Virgen María. Suponía que era asunto de mujeres. Y no decía tetas, naturalmente.

– ¿Qué decías? ¿Pechos?

– No, me figuraba que a la Virgen Santa no se le podía decir pechos.

– ¿Cómo los llamabas, pues?

– Globos.

Lisa soltó la carcajada.

– No sé de dónde saqué la palabra, debía de habérsela oído a algunos hombres que estuvieran hablando de ello. Me pareció un eufemismo bastante educado. Esto nunca se lo he contado a nadie en toda mi vida.

Lisa miró hacia atrás.

– Bueno, no veo ningún chico guapo lanzado en nuestra persecución. Me parece que hemos despistado a Brad Pitt.

– Buena cosa. Es exactamente mi tipo: apuesto, sexualmente atractivo, presuntuoso y absolutamente indigno de confianza.

– ¿Cómo sabes que no es de fiar? Sólo lo tuviste frente a ti veinte segundos.

– Todos los hombres son indignos de confianza.

– Es probable que tengas razón. ¿Piensas dejarte ver esta noche por el Andy's?

– Sí, sólo estaré una hora o así. Primero tengo que ducharme.

Llevaba el polo empapado de sudor.

– Yo también. -Lisa vestía pantalones cortos y calzaba zapatillas de deporte-. He estado entrenándome con el equipo de hockey. ¿Por qué sólo una hora?

– He tenido un día pesadísimo. -El partido había distraído a Jeannie, pero el agotamiento reapareció en aquel instante y provocó en ella una mueca de dolor-. He tenido que ingresar a mi madre en una residencia geriátrica.

– ¡Oh, Jeannie, cuánto lo siento!

Jeannie le contó la historia mientras entraban en el edificio del gimnasio y descendían por la escalera del sótano. En el vestuario, Jeannie vio al pasar la imagen de ambas reflejada en el espejo. Eran físicamente tan distintas que casi parecían actrices de un número cómico. Lisa tenía una estatura inferior a la talla media, Jeannie medía casi metro ochenta y cinco. Lisa era rubia y curvilínea, mientras que Jeannie era morena y musculosa. Lisa tenía una carita preciosa, salpicada de pecas a través de la coqueta naricilla y boca en forma de arco. La mayoría calificaba a Jeannie de impresionante, a algunos hombres les parecía guapa, pero nadie la había llamado nunca bonita.

Cuando se desprendían de las sudadas prendas deportivas, Lisa inquirió:

– ¿Qué hay de tu padre? Nunca hablas de él.

Jeannie suspiró. Era la pregunta que había aprendido a temer, incluso siendo niña; pero que surgía invariablemente, tarde o temprano. Durante muchos años mintió explicando que su padre estaba muerto, había desaparecido o se encontraba trabajando en Arabia Saudí. Últimamente, sin embargo, confesaba la verdad.

– Mi padre está en la cárcel -dijo.

– Oh, Dios. No debí preguntar.

– No importa. Se ha pasado en la cárcel la mayor parte de mi vida. Esta es la tercera condena que cumple.

– ¿A cuánto le sentenciaron?

– Ni me acuerdo. Carece de importancia. Cuando salga, seguirá sin servir para nada. Nunca se preocupó de cuidar de nosotras y no va a empezar a hacerlo ahora.

– ¿Nunca tuvo un empleo normal?

– Sólo cuando deseaba preparar un golpe. Se contrataba como conserje, portero o guarda de seguridad y trabajaba ocho o quince días, mientras estudiaba el terreno antes de cometer allí el robo.

Lisa le dirigió una mirada penetrante.

– ¿Por eso te interesa tanto la genética de la criminalidad?

– Puede.

– Probablemente no. -Lisa hizo un gesto como si apartara aquello a un lado-. De todas formas, no me gusta nada el psicoanálisis de aficionados.

Entraron en las duchas. Jeannie se lo tomó con calma, tardó más porque se lavaba la cabeza. Agradecía la amistad de Lisa. Esta llevaba poco más de un año en Jones Falls cuando al principio del semestre llegó Jeannie, a la que enseñó el lugar. A Jeannie le encantaba colaborar con Lisa en el laboratorio, porque Lisa era una muchacha en la que se podía confiar. También le gustaba salir con ella al finalizar el trabajo, porque se podía hablar de todo con la muchacha, sin temor a que se escandalizase.

Jeannie se estaba aplicando un acondicionador en el pelo cuando oyó ruidos extraños. Se detuvo y aguzó el oído. Sonaba como a chillidos de miedo. Un escalofrío de angustia atravesó su cuerpo, de pies a cabeza, haciéndola estremecer. De pronto, se sintió muy vulnerable: desnuda, mojada, en el subterráneo. Vaciló, luego se aclaró el pelo rápidamente y salió de la ducha para ver que estaba ocurriendo.

En cuanto salió de debajo del agua olió a quemado. No vio llamas, pero las densas nubes de humo negro grisáceo casi llegaban al techo. Parecía salir de los ventiladores. Se había declarado un incendio.

Sintió miedo. Nunca había estado en un incendio.

Las que tenían sangre fría agarraban sus bolsas y se dirigían a la puerta. Otras se entregaban a la histeria, se chillaban unas a otras con voz asustada y corrían de un lado para otro, sin rumbo. Un imbécil de seguridad, con la cara y la nariz cubiertas por un pañuelo moteado, las asustó todavía más al entrar en el vestuario, empujarlas y darles órdenes a voces.

Jeannie comprendió que no debía entretenerse allí el tiempo necesario para vestirse, pero tampoco podía decidirse a salir del edificio completamente desnuda. El miedo circulaba por sus venas como agua helada, pero se tranquilizó mediante un esfuerzo de voluntad. Encontró su taquilla. Lisa no estaba a la vista. Cogió sus ropas, se puso los vaqueros y se pasó la camiseta de manga corta por la cabeza.

Lo hizo todo en contados segundos, pero en ese espacio de tiempo la sala se quedó vacía de personas y llena de humo. Ya no veía la puerta y empezó a toser. Le aterró la idea de que le fuese imposible respirar. «Se dónde está la puerta, todo lo que tengo que hacer es conservar la calma», se dijo. Llevaba en el bolsillo de los vaqueros las llaves y el dinero. Cogió la raqueta de tenis. Contuvo la respiración, mientras atravesaba el vestuario con paso rápido, rumbo a la salida.

La densa humareda llenaba el pasillo y los ojos de Jeannie empezaron a lagrimear, acabando de cegarla. Deseó entonces haber salido desnuda y ganado así unos segundos preciosos. Los pantalones vaqueros no le ayudaban a respirar ni a ver nada en medio de aquella niebla de vapores y humos. Y si una está muerta, maldito si importa el que se encuentre desnuda.

Apoyó una mano temblorosa en la pared, a fin de orientarse mientras se apresuraba pasillo adelante, aún con la respiración contenida. Pensó que podía tropezar con otras mujeres, pero al parecer todas las demás se le habían adelantado. Al acabarse la pared, Jeannie supo que había llegado al pequeño vestíbulo, aunque no podía ver nada excepto nubes de humo. La escalera debía de estar delante. Cruzó el vestíbulo y chocó con la máquina de Coca-Cola. ¿La escalera quedaba a la izquierda o a la derecha? A la izquierda, supuso. Avanzó en esa dirección, entonces topó con la puerta del vestuario de los hombres y comprendió que había optado por la dirección equivocada.