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El humo empezaba a hacerse más denso, a pesar de la gruesa puerta. En el ánimo de Jeannie, el temor sustituyó a la compasión.

– Hemos de salir de aquí… el edificio está ardiendo. ¡Por el amor de Dios, ponte eso!

Lisa acabó por decidirse a entrar en acción. Se puso las bragas y se abrochó el sostén. Jeannie la tomó de la mano y la condujo hasta la escalerilla de la pared, luego le indicó que subiera primero.

Cuando Jeannie se disponía a seguirla, la puerta se vino abajo y un bombero irrumpió en el cuarto entre una nube de humo. El agua se arremolinaba alrededor de sus botas. Pareció llevarse un susto al ver a las dos mujeres.

– Estamos bien, vamos a salir por aquí -le gritó Jeannie.

Luego subió por la escalerilla, en pos de Lisa.

Instantes después estaban fuera, al aire libre.

Jeannie se sentía débil de puro alivio: había conseguido sacar a Lisa del fuego. Pero ahora Lisa necesitaba ayuda. Jeannie le pasó el brazo por los hombros y la condujo hacia la fachada del edificio. Camiones de bomberos y coches patrulla de la policía aparcados por todas partes al otro lado de la calzada. La mayor parte de las mujeres habían encontrado algo con que cubrir su desnudez y con sus prendas íntimas de color rojo, Lisa destacaba entre aquel gentío.

– ¿Le sobra a alguien un par de pantalones o cualquier otra cosa? -mendigó Jeannie mientras avanzaban entre la gente.

Todos habían prestado ya las prendas que les sobraban. Jeannie hubiese cedido su sudadera a Lisa, pero no llevaba sujetador debajo.

Por último, un hombre alto y negro se quitó la camisa y se la dio a Lisa.

– Quisiera que me la devolvieses, es una Ralph Lauren -dijo-. Soy Mitchell Waterfield, del departamento de matemáticas.

– Me acordare -prometió Jeannie, agradecida.

Lisa se puso la camisa. Ella era bajita y le llegaba a las rodillas.

Jeannie se dio cuenta de que empezaba a tener la pesadilla bajo control. Condujo a Lisa hacia los vehículos de emergencia. Tres agentes permanecían recostados en un coche patrulla, mano sobre mano. Jeannie se dirigió al de más edad, un blanco bastante gordo, con bigote gris.

– Esta mujer se llama Lisa Hoxton. La han violado.

Esperaba que la noticia de que se había cometido un delito grave los electrizase, pero la reacción de los policías fue de una displicencia sorprendente. Tardaron unos cuantos segundos en digerir la noticia y Jeannie se disponía a manifestar su impaciencia, cuando el agente del bigote se apartó de encima del capó y dijo:

– ¿Dónde ocurrió eso?

– En el sótano del edificio incendiado, en el cuarto de máquinas de la piscina, situado en la parte de atrás.

Uno de los otros, un joven de color, observó:

– Esos bomberos deben de estar ahora cargándose todas las pruebas con sus mangueras, sargento.

– Tienes razón -repuso el hombre de edad-. Será mejor que te acerques allá abajo, Lenny, y pongas a buen recaudo la escena del crimen. -Lenny se alejó presuroso. El sargento se volvió hacia Lisa y le preguntó-: ¿Conoce al hombre que lo hizo, señora Hoxton?

Lisa denegó con la cabeza.

– Es un individuo blanco, alto, con una gorra de béisbol roja en cuya parte delantera lleva la palabra SEGURIDAD. Le vi en el vestuario de mujeres poco después de que se declarase el incendio y me parece que también le vi huir corriendo poco antes de encontrar a Lisa -explicó Jeannie.

El sargento introdujo la mano en el automóvil y sacó el micrófono de la radio.

– Si es lo bastante tonto como para seguir llevando esa gorra, lo cogeremos -dijo. Se dirigió al tercer policía-. McHenty, lleva a la víctima al hospital.

McHenty era un joven blanco con gafas. Se dirigió a Lisa: -¿Quiere ocupar el asiento delantero o prefiere ir detrás?

Lisa no respondió, pero su expresión no podía ser más aprensiva. Jeannie le ayudó.

– Siéntate delante. No querrás parecer una sospechosa.

Por su rostro cruzó un gesto de terror, y habló por fin: -¿No vas a venir conmigo?

– Lo haré, si quieres -respondió Jeannie tranquilizadoramente. Claro que también puedo acercarme a mi piso, coger algunas prendas de ropa para ti y reunirme contigo en el hospital.

Lisa miró a McHenty con cara de preocupación.

– Todo irá bien, Lisa -aseguró Jeannie.

McHenty mantuvo abierta la portezuela del coche para que subiera Lisa.

– ¿A qué hospital la lleva?

– Al Santa Teresa.

El agente se puso al volante.

– Me tendrás allí dentro de unos minutos -gritó Jeannie a través del cristal de la ventanilla, mientras el coche salía disparado.

Se dirigió a paso ligero al aparcamiento de la facultad; lamentaba ya no haber ido con Lisa. Cuando se separó de ella su semblante expresaba un miedo y una angustia profundos. Naturalmente, necesitaba ropas limpias, pero acaso su necesidad más urgente fuera tener a su lado una mujer que le cogiese la mano y le proporcionara confianza. Probablemente lo último que deseaba era quedarse a solas con un macho armado de pistola. Mientras subía a su coche, Jeannie tuvo la sensación de que acababa de jorobarlo todo.

– ¡Jesús, que día! -exclamo, al tiempo que abandonaba a toda marcha la zona de aparcamiento.

Vivía a escasa distancia del campus. Su apartamento estaba en el último piso de una casita adosada. Dedicó unos minutos a pensar en las prendas que le caerían bien a la pequeña, pero rellena figura de Lisa. Seleccionó un polo que a ella le venía grande y unos pantalones de chándal con cintura elástica. La ropa interior era más difícil. Encontró un par de holgados calzones, pero ninguno de sus sostenes le serviría. Lisa tendría que pasarse sin sujetador. Añadió unas zapatillas de deporte, lo metió todo en una bolsa de lona y salió del piso a todo correr.

Mientras conducía rumbo al hospital su talante empezó a cambiar.

Desde que se declaró el incendio se había concentrado en lo que se debía hacer: ahora empezó a sentirse indignada. Lisa era una muchacha feliz, locuaz y simpática, pero la conmoción y el horror de lo sucedido la habían transformado en una especie de cadáver viviente, en un ser al que le aterraba subir sola a un coche de la policía.

Al avanzar por una calle comercial, Jeannie empezó a buscar con la mirada, inconscientemente, al individuo de la gorra roja, en tanto imaginaba que, caso de verlo, subiría a la acera y lo atropellaría.

A decir verdad, sin embargo, no lo reconocería. Desde luego, se habría quitado el pañuelo de la cara y probablemente también la gorra. ¿Qué más llevaba? La desconcertó darse cuenta de que casi no lo recordaba. Alguna especie de camiseta de manga corta, pensó, con vaqueros azules o quizá pantalones cortos. De todas formas, se habría cambiado ya de ropa, lo mismo que había hecho ella. En realidad, podía ser cualquiera de los hombres blancos que circulaban por la calle: el repartidor de pizzas, con su chaqueta colorada; el caballero calvo que iba a la iglesia acompañado de su esposa, cada uno con su cantoral bajo el brazo; el apuesto hombre de la barba cargado con un estuche de guitarra; incluso el agente de policía que hablaba a un vagabundo en la puerta de la licorería. Nada podía hacer Jeannie con toda su rabia, de modo que se limitó a apretar el volante con tal fuerza que los nudillos se le tornaron blancos.

Santa Teresa era un gigantesco hospital del extrarradio cerca del límite norte de la ciudad. Jeannie dejó el coche en el aparcamiento y se encaminó al servicio de urgencias. Lisa ya estaba en una cama, con la bata del hospital puesta y la mirada perdida en el espacio. Un televisor, con el sonido apagado, retransmitía la ceremonia de entrega de los premios Emmy: centenares de famosos de Hollywood en elegantes trajes de gala bebían champán y se felicitaban unos a otros. McHenty estaba sentado a la cabecera de la cama con un cuaderno de notas sobre las rodillas.

Jeannie se descargó de la bolsa de lona.

– Aquí tienes tu ropa. ¿Cómo van las cosas?