No han cambiado, pensó Berrington. Preston siempre prudente y pusilánime, Jim ampulosamente seguro de sí. Los conocía desde tanto tiempo atrás que miraba sus defectos con cariño, la mayor parte de las veces, por lo menos. Y estaba acostumbrado a desempeñar el papel de moderador encargado de conducirlos por el correcto término medio.
– ¿En qué punto estamos con los alemanes, Preston? -preguntó- Ponnos al día.
– Muy cerca de cerrar el trato -dijo Preston-. Quieren anunciar la adquisición en una conferencia de prensa dentro de ocho días a partir de mañana.
– ¿De mañana en ocho? -El nerviosismo vibraba en la voz de Berrington-. ¡Eso es estupendo!
Preston meneó la cabeza. -Debo confesaros que aún tengo mis dudas.
Berrington produjo un ruido exasperado. -Hemos de pasar por un proceso llamado revelación, una especie de auditoría. Tenemos que abrir nuestros libros a los contables de Landsmann y explicarles cuanto pueda afectar a nuestros beneficios futuros, como deudores susceptibles de quebrar o pleitos pendientes.
– No tenemos nada de eso, creo -dijo Jim.
Preston le dirigió una mirada que no presagiaba nada bueno.
– Todos sabemos que esta empresa tiene secretos.
Hubo un momentáneo silencio en la estancia. Al final, Jim expuso: -Rayos, eso ocurrió hace mucho tiempo.
– ¿Y qué? La evidencia de lo que hicimos nos acompaña por dondequiera que vamos.
– Pero la Landsmann no tiene modo alguno de descubrir aquello… especialmente en una semana.
Preston se encogió de hombros, como si dijera: «Quien sabe».
– Tenemos que correr el riesgo -manifestó Berrington con firmeza-. La inyección de capital que nos proporcionará la Landsmann nos permitirá acelerar nuestro programa de investigación. En un par de años estaremos en condiciones de ofrecer a los blancos estadounidenses ricos que acudan a nuestras clínicas un niño perfecto, producto de la ingeniería genética.
– Pero ¿qué importará eso? -alegó Preston-. Los pobres seguirán criando hijos más deprisa que los ricos.
– Estas pasando por alto la plataforma política de Jim -recordó Berrington.
– Un impuesto fijo del diez por ciento sobre la renta e inyecciones anticonceptivas obligatorias para las mujeres a cuenta de la asistencia social -dijo Jim.
– Piensa en ello, Preston -recomendó Berrington-. Niños perfectos para las clases medias y esterilización para los pobres. Iniciaremos otra vez el apropiado equilibrio racial de Estados Unidos. Ese ha sido siempre nuestro objetivo, incluso desde los primeros días.
– Entonces éramos muy idealistas -comentó Preston.
– ¡Teníamos razón! -dijo Berrington.
– Sí, teníamos razón. Pero a medida que me he ido haciendo viejo he pensado cada vez con más frecuencia que el mundo probablemente se las arreglará para salir adelante aunque no se consiga cumplir todo lo que planeábamos cuando teníamos veinticinco años.
Esa forma de hablar podría sabotear grandes empresas.
– Pero podemos cumplir lo que planeamos -afirmó Berrington-. Estamos a punto de agarrar con la mano todas las cosas por las que hemos trabajado durante los últimos treinta años. Los peligros que corrimos en aquellas fechas iniciales, todos los años de investigación, el dinero que invertimos… todo va a dar sus frutos ahora. ¡Que no te de un ataque de nervios en este momento, Preston!
– A mis nervios no les pasa nada, me limito a señalar problemas prácticos reales -expresó Preston, malhumorado-. Jim puede proponer su plataforma política, pero eso no significa que se vaya a llevar a cabo.
– Ahí es donde entra la Landsmann -dijo Jim-. El efectivo que recibiremos a cambio de nuestras acciones de la compañía nos lanzará hacia nuestro objetivo máximo, el más importante de todos.
– ¿Qué quieres decir?
Preston parecía desconcertado, pero Berrington estaba enterado de lo que seguía y sonrió.
– La Casa Blanca -dijo Jim-. Voy a presentar mi candidatura para la presidencia.
4
Pocos minutos antes de la medianoche, Steve Logan aparcó su viejo y herrumbroso Datsun en la calle Lexington del barrio de Hollins Market de Baltimore, al oeste del centro urbano. Iba a pasar la noche con su primo Ricky Menzies, que cursaba la carrera de medicina en la Universidad de Maryland, en Baltimore. El domicilio de Ricky era un cuarto en un enorme y viejo edificio habitado por estudiantes.
Ricky era el más disoluto libertino que conocía Steve. Le gustaba beber, bailar y asistir a fiestas, actividades a las que también eran muy aficionados sus amigos. Steve había esperado con anticipada ilusión pasar la noche con Ricky. Pero lo malo que tenían los libertinos disolutos es que eran inherentemente informales. En el último minuto, a Ricky se le presentó una cita de las que ahora se llaman ardientes y Steve tuvo que pasarse la primera parte de la velada solo.
Se apeó del coche, cargado con una pequeña bolsa de deportes en la que llevaba ropa limpia para cambiarse al día siguiente. La noche era cálida. Cerró el coche y echó a andar hacia la esquina. Un grupo de chavales, cuatro o cinco muchachos y una chica, todos negros, remoloneaban delante de una tienda de videos. Fumaban cigarrillos. Steve no estaba nervioso, aunque era blanco; con su coche viejo y sus pantalones azules descoloridos, parecía estar en aquel barrio como en su habitat natural. Además, era cosa de cinco centímetros más alto que el más crecido del grupo. Al pasar junto a los mozos, uno ofreció en voz baja, pero perfectamente audible:
– ¿Quieres marcarte unos porritos, te molan unas papelinas de coca?
Steve dijo que no con la cabeza, sin reducir el ritmo de sus pasos.
Una mujer muy alta, de color, caminaba hacia él, vestida para matar con microminifalda y zapatos de aguja, cabellera apilada hacia las alturas, carmín bermellón y sombra de ojos azul.
– ¡Hola, guapo! -con profunda voz masculina.
Steve comprendió que era un hombre, sonrió y siguió adelante.
Oyó a los chicos de la esquina saludar con festiva familiaridad al travestido.
– ¡Eh, Dorothy!
– Hola, muchachos.
Segundos después, Steve oyó chirriar de neumáticos y volvió la cabeza. Un coche blanco de la policía con su banda azul y plata se detenía en la esquina. Unos cuantos miembros del grupo de muchachos desaparecieron engullidos por la oscuridad de las calles contiguas; otros permanecieron donde estaban. Dos agentes negros se apearon del coche, sin prisas. Steve se dio media vuelta para ver de qué iba aquello. Cuando la mirada de uno de los agentes cayó sobre el hombre llamado Dorothy, el policía soltó un salivazo que fue a estrellarse en la puntera del zapato rojo de alto tacón.
Steve se sobresaltó. Era un acto gratuito e innecesario. Sin embargo, Dorothy continuó andando como si nada.
– Que te den por culo -murmuró.
El comentario fue apenas audible, pero el agente tenía un oído agudo. Agarró a Dorothy por un brazo y lo proyectó contra la luna del escaparate de la tienda de videos. Dorothy se tambaleó encima de sus tacones de aguja.
– No se te ocurra nunca hablarme a mí así, pedazo de mierda -dijo el agente.
Steve se indignó. ¿Por el amor de Dios, que esperaba aquel fulano si andaba por ahí escupiendo a la gente?
Un timbre de alarma empezó a sonar en la parte posterior de su cerebro. «No busques camorra, Steve.»
El compañero del agente estaba apoyado en el vehículo, en plan de mero espectador, con expresión impasible.
– ¿Qué pasa contigo, hermano? -silabeó Dorothy seductoramente-. ¿Acaso te altero la sangre?
El agente le asestó un puñetazo en el estómago. Era un tipo corpulento, el policía, y puso en el golpe todo el peso de su cuerpo. Dorothy se dobló sobre sí mismo, dando un grito ahogado.
«Al diablo con todo», se dijo Steve, y echó a andar hacia la esquina.
«¿Qué rayos estás haciendo, Steve?»
Dorothy continuaba doblado por la cintura, jadeando.
– Buenas noches, agente -dijo Steve.
El policía le lanzó un vistazo.
– Piérdete, hijo de puta -ordenó.
– Ni hablar -contestó Steve.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho que de eso, nada, agente. Deje en paz a este hombre.
«Márchate, Steve, maldito inflagaitas, lárgate.»
El desafío de su actitud envalentonó un poco a los chicos.
– Sí, tiene razón -dijo un mozalbete alto y delgado, de cabeza rapada-. No hay motivo para que jodas así a Dorothy, no ha violado ninguna ley.
El polizonte apuntó al muchacho con un dedo índice agresivo.
– Si estás loco por que te empapele por tráfico de droga, no tienes más que seguir hablándome así.
El rapaz bajó los ojos.
– Pero la cuestión es que el joven ha dicho una verdad -insistió Steve-. Dorothy no ha quebrantado ninguna ley.
El policía se acercó a Steve.
«No le sacudas, hagas lo que hagas, no le toques. Acuérdate de Tip Hendricks.»
– ¿Estás ciego?-preguntó el policía.
– ¿Qué quiere decir?
Terció el otro agente:
– Eh, Lenny, ¿a quién le importa un carajo? Olvídalo.