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Era cierto. Alrededor de los trece años de edad, Steve pasó por una fase de religiosidad. Visitó varias iglesias distintas, una sinagoga y una mezquita, e interrogó a una serie de confundidos clérigos acerca de sus creencias. El asunto dejó perplejos a sus padres, ambos despreocupados agnósticos.

– Pero siempre has sido un poco raro -continuó Ricky-. No he conocido a nadie que sacara unas notas tan altas en los exámenes del instituto sin ni siquiera romper a sudar.

Eso también era verdad. Steve asimilaba las lecciones con rapidez y alcanzaba los primeros puestos de la clase sin esforzarse nada, salvo cuando los otros chicos empezaban a tomarle el pelo y el cometía errores deliberadamente para hacerse notar menos.

Pero existía otro motivo que justificaba la curiosidad hacia su propia psicología. Ricky lo ignoraba. En el colegio nadie conocía ese motivo. Sólo los padres de Steve lo conocían.

Steve casi había matado a una persona.

Contaba entonces quince años, ya era bastante alto, aunque delgado. Era el capitán del equipo de baloncesto. Aquel año, el Instituto Hillsfield alcanzó las semifinales del campeonato de la ciudad. Jugaban contra un equipo de adolescentes callejeros, que no reparaban en brusquedades, de una escuela de los barrios bajos de Washington. El jugador encargado de marcar a Steve, y viceversa, era un chico llamado Tip Hendricks que se pasó todo el partido haciéndole personales. Tip era bueno, pero empleaba sus habilidades preferentemente para hacer trampas. Y cada vez que lo hacía, le dedicaba una sonrisa, como diciéndole: «¡Has vuelto a picar, imbécil!», lo cual puso furioso a Steve. Con todo eso, jugó muy mal, su equipo perdió y se volatilizaron todas las posibilidades de seguir optando al trofeo.

Para colmo de mala suerte, Steve se tropezó con Tip en el aparcamiento donde los autobuses esperaban a los equipos para trasladarlos de vuelta a sus escuelas. La fatalidad quiso que uno de los conductores estuviese cambiando una rueda y tuviese la caja de herramientas abierta en el suelo.

Steve hizo como si no viera a Tip, pero este arrojó hacia Steve la colilla de su cigarrillo, que fue a aterrizar en la cazadora que llevaba.

Aquella maldita cazadora significaba mucho para Steve. La había comprado el día anterior, con los ahorros conseguidos trabajando los sábados en un McDonald's. Era una cazadora preciosa, de cuero suave, color mantequilla, y ahora lucía una marca de quemadura en la parte derecha de la pechera, donde era imposible no verla. Había quedado inservible. De modo que Steve le sacudió.

Tip respondió con ferocidad, lanzando patadas y topetazos con la cabeza, pero la rabia embargaba a Steve de tal modo que le hacía poco menos que insensible a los golpes de Tip. Este tenía la cara cubierta de sangre cuando sus ojos cayeron sobre la caja de herramientas del conductor del autobús y cogió una barra de hierro.

Golpeó con ella dos veces a Steve en la cara. Fueron golpes realmente dolorosos y una ira ciega se apoderó de Steve. Arrancó la herramienta de las manos de Tip… y después de eso ya no pudo recordar nada más, hasta que se encontró en pie sobre el cuerpo de Tip, con la ensangrentada barra de hierro en la mano, mientras alguien exclamaba:

– ¡Santo cielo!, creo que está muerto.

Tip no estaba muerto, aunque murió dos años después, asesinado por un importador de marihuana jamaicano al que debía ochenta y cinco dólares. Pero Steve había deseado matarle, había intentado matarle. No tenía excusa: descargó el primer golpe, y aunque fue Tip quien cogió la herramienta de hierro, Steve la había utilizado salvajemente.

Condenaron a Steve a seis meses de cárcel, pero la sentencia quedó sobreseída. Concluido el juicio fue a otro colegio y aprobó los exámenes como de costumbre. Al ser menor de edad en el momento de la pelea, su expediente criminal permaneció en secreto, por lo que nada le impidió ingresar en Derecho. Sus padres consideraban que aquello había sido una pesadilla que ya había acabado.

Pero Steve tenía sus dudas. Se daba perfecta cuenta de que sólo la suerte y la resistencia del cuerpo humano le habían salvado de un juicio por asesinato. Tip Hendricks era un ser humano y Steve casi le había matado por una cazadora. Mientras escuchaba la respiración uniforme y tranquila de Ricky, que dormía en el otro lado del cuarto, Steve yacía despierto en el sofá y pensaba: ¿qué soy?

LUNES

5

– ¿Conociste alguna vez a un hombre con el que quisieras casarte? -preguntó Lisa.

Tomaban café instantáneo sentadas a la mesa en el apartamento de Lisa. En el piso, a su alrededor, todo era bonito, a tono con Lisa: grabados de flores, adornos de porcelana y un osito de felpa con corbata de lazo de lunares.

Lisa iba a tomarse el día libre, pero Jeannie iba vestida para trabajar, con falda marinera y blusa blanca de algodón. Era un día importante y la tensión la tenía sobre ascuas. Llegaba al laboratorio, para someterse a una jornada de pruebas, el primero de los sujetos seleccionados. ¿Iba a confirmar su teoría o iba a fallarle en toda regla? Al final de la jornada ¿iba a verse ensalzada o tendría que revisar y evaluar de nuevo sus ideas?

Sin embargo, no deseaba ponerse en camino hacia el trabajo hasta el último momento. Lisa todavía tenía el ánimo demasiado frágil. Jeannie imaginaba que lo mejor que podía hacer era permanecer sentada con ella y charlar de hombres y de sexo como siempre hacían, ayudándola así a volver a la senda de la normalidad.

Le hubiera gustado poder quedarse allí toda la mañana, pero le era del todo imposible. Lamentaba de veras que Lisa no estuviese con ella en el laboratorio, echándole una mano, pero eso no podía ser.

– Sí, conocí a uno -contestó Jeannie a la pregunta-. Hubo un chico con el que desee casarme. Se llamaba Will Temple. Era antropólogo. Todavía lo es.

Jeannie aun podía verle mentalmente: un tiarrón corpulento, de barba rubia, con vaqueros azules y jersey de pescador, que circulaba por los pasillos de la universidad con una bicicleta que tenía un cambio de marchas de diez velocidades.

– Ya lo has citado otras veces -dijo Lisa-. ¿Cómo era?

– Formidable. -Jeannie suspiró-. Me hacía reír, cuidaba de mí cuando caía enferma, se planchaba sus propias camisas y tenía la capacidad sexual de un caballo.

Lisa no sonrió.

– ¿Qué fue mal?

Jeannie estaba en plan audaz, pero aún le dolía aquel recuerdo.

– Me dejó por Georgina Tinkerton Ross. -A guisa de explicación, añadió-: De los Tinkerton Ross de Pittsburgh.

– ¿Qué clase de chica era?

Lo último que Jeannie deseaba era rememorar a Georgina. Sin embargo se trataba de sacar del cerebro de Lisa la violación, de modo que se obligó a dar vida verbal a sus reminiscencias.

– Era perfecta -dijo, y no le hizo mucha gracia el amargo sarcasmo que percibió en su propia voz-. Rubia como el trigo, figura de reloj de arena, gusto impecable en jerseys de cachemir y en zapatos de piel de cocodrilo. Ni pizca de cerebro, pero podrida de dinero.

– ¿Cuándo ocurrió todo eso?

– Will y yo vivimos juntos un año mientras yo hacía el doctorado. -En su recuerdo, aquella había sido la época más feliz de su vida-. Will se trasladó cuando yo estaba escribiendo sobre si la criminalidad está latente en los genes. -«Magníficamente calculado Will. Quisiera poder odiarte más aún»

– Berrington me ofreció entonces un empleo en la Jones Falls y me lancé de cabeza.

– Los hombres son unos canallas.

– Will no es ningún canalla. Es un chico estupendo. Se enamoró de otra, eso es todo. Creo que se equivocó en su elección. No fue como si él y yo estuviésemos casados o algo así. No rompió ninguna promesa. Ni siquiera me fue nunca infiel, salvo un par de veces antes, me dijo. -Jeannie comprendió que estaba repitiendo las propias palabras de autojustificación de Will-. No sé, tal vez era un canalla después de todo.

– Quizá deberíamos volver a la época victoriana, cuando un hombre que besaba a una mujer se consideraba prometido. Al menos, las chicas conocían el terreno que pisaban.

En aquellos momentos, la perspectiva de Lisa respecto a las relaciones con el sexo opuesto estaba un tanto distorsionada, pero Jeannie no lo dijo. Le preguntó, en cambio:

– ¿Qué me dices de ti? ¿Encontraste alguna vez un hombre con el que te hubiera gustado casarte?

– Nunca. Ni uno.

– Tú y yo tenemos mucha categoría. No te preocupes, cuando el señor adecuado aparezca será un hombre maravilloso.

Sonó el interfono de la entrada y ambas se sobresaltaron. Lisa dio un respingo y tropezó con la mesa. Un jarro de porcelana fue a estrellarse contra el suelo y se hizo añicos.

– ¡Maldita sea! -exclamó Lisa.

Aún tenía los nervios de punta.

– Recogeré los trozos -se brindó Jeannie en tono tranquilizador-. Ve a ver quién está en la puerta.

Lisa cogió el telefonillo. Una arruga de preocupación surcó su rostro mientras examinaba la imagen del monitor.

– Está bien, supongo -articuló dubitativa, y apretó el botón que abría la puerta del edificio.

– ¿Quién es?-preguntó Jeannie.

– Una detective de la Unidad de Delitos Sexuales.

Jeannie ya se había temido que enviaran a alguien con la intención de inducir a Lisa a colaborar en la investigación. Estaba firmemente decidida a que no sucediera así. Sólo le faltaba a Lisa que la acosaran con preguntas indiscretas.

– ¿Por qué no le has dicho que se fuera a tomar viento?

– Tal vez porque es negra.

– ¿Te estás quedando conmigo?

Lisa denegó con la cabeza.

Muy listos, pensó Jeannie mientras recogía en el hueco de la mano los trozos de porcelana. Los polis sabían que Lisa y ella eran hostiles. De haber enviado un detective blanco y varón no hubiera pasado del umbral de la puerta. De modo que encargaron la operación a una mujer de color, sabedores de que las muchachas blancas de clase media le flanquearían el paso y se mostrarían corteses con ella. Bueno, si intentaba pasarse de la raya con Lisa, la echarían de allí sin contemplaciones, lo mismo que si fuera un hombre blanco, pensó Jeannie.