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– ¿Adónde quiere que vaya? -dijo Lisa.

– El Hospital Mercy tiene un servicio de Examen Forense de Agresiones Sexuales. La llamamos unidad EFAS.

Jeannie miró a Lisa y asintió. El Mercy era el gran hospital del centro urbano.

– Le atenderá una enfermera experta en el reconocimiento de agresiones sexuales, un ayudante técnico sanitario que siempre será una mujer -continuó Mish-. Está especialmente cualificada para el examen de pruebas, cosa que no ocurre en el caso del médico que le atendió ayer… éste seguramente hubiera malogrado las pruebas que hubiese encontrado.

Era evidente que los médicos no inspiraban mucho respeto a Mish.

La detective abrió su cartera. Jeannie se inclinó hacia delante, curiosa. Dentro había un ordenador portátil. Mish alzó la tapa y presionó el pulsador de encendido.

– Tenemos un programa llamado TEIF, Técnica Electrónica de Identificación Facial. Nos gustan los acrónimos. -Esbozó una sonrisa torcida- A decir verdad, lo creó un detective de Scotland Yard. Nos permite reunir los rasgos y formar un retrato del agresor sin recurrir a los servicios de un dibujante.

Se quedó mirando a Lisa con expectación.

Lisa proyectó los ojos sobre Jeannie.

– ¿Qué opinas?

– No te dejes presionar -dijo Jeannie-. Decide por ti misma. Tienes perfecto derecho. Reflexiona y haz lo que consideres oportuno y con lo que te sientas a gusto.

Mish lanzó a Jeannie una mirada feroz, plena de hostilidad.

– No se la presiona -dijo a Lisa-. Si desean que me vaya, es como si ya estuviese fuera de aquí. Pero quiero que sepan una cosa. Deseo coger a ese violador y necesito su ayuda. Sin usted, no tengo ni la más remota posibilidad.

Jeannie se perdió en el infinito de la admiración. Mish había controlado y dominado el curso de la conversación desde que entró en el piso y, sin embargo, lo había hecho sin avasallar ni manipular. La detective sabía lo que llevaba entre manos y lo que deseaba.

– No sé -dudó Lisa.

– ¿Por qué no echa un vistazo a este programa informático? -sugirió Mish-. Si le altera el ánimo, lo dejamos y en paz. Si no le afecta, al menos tendré una imagen del sujeto tras el que voy. Luego, cuando hayamos terminado, decide usted si quiere ir o no al Mercy.

Lisa volvió a titubear; al cabo de unos segundos dijo: -Vale.

– Recuerda -terció Jeannie- que puedes suspenderlo en el momento en que empiece a trastornarte.

Lisa asintió con la cabeza.

– Empezaremos -dijo Mish- con un esbozo aproximado de su rostro. No se parecerá mucho, pero será una base. Después iremos perfeccionando los detalles. Necesito que se concentre a fondo en la cara del agresor y me haga una descripción general. Tómese el tiempo que le haga falta.

Lisa cerró los ojos.

– Es un hombre blanco, aproximadamente de mi edad. Pelo corto, sin un color particular. Ojos claros, azules, me parece. Nariz recta…

Mish accionaba un ratón. Jeannie se levantó y fue a situarse detrás de la detective de forma que pudiera ver la pantalla. Era un programa Windows. En la esquina superior derecha había un rostro dividido en ocho secciones. A medida que Lisa iba citando rasgos, Mish llevaba el cursor a un sector del rostro, pulsaba el botón del ratón y se desplegaba un menú; luego corregía las partes del menú de acuerdo con los comentarios de Lisa: pelo corto, ojos claros, nariz recta.

– Mentón más bien cuadrado -continuó Lisa-, sin barba ni bigote… ¿Qué tal?

Mish volvió a hacer clic y en la parte principal de la pantalla apareció el rostro completo. Representaba un hombre blanco, en la treintena, de facciones regulares: podía tratarse de uno entre mil individuos. Mish dio la vuelta al ordenador para que Lisa pudiera ver la pantalla.

– Ahora vamos a ir cambiando esta cara poco a poco. Primero se la iré mostrando con una serie de frentes y nacimientos del pelo distintos. No diga más que sí o no. ¿Preparada?

– Claro.

Mish pulsó el ratón. Cambió el rostro de la pantalla y la línea del nacimiento del pelo retrocedió súbitamente.

– No -dijo Lisa.

Mish hizo clic de nuevo. La cara presentó esta vez un flequillo recto como el de un anticuado corte de pelo estilo Beatle.

– No.

El siguiente fue un pelo ondulado y Lisa comentó:

– Este se parece más, pero creo que llevaba raya.

El que apareció a continuación era un pelo rizado.

– Mejor que el anterior -dijo Lisa-. Pero el pelo es demasiado oscuro.

– Cuando los hayamos repasado todos, volveremos a los que le parecieron y elegiremos el mejor. Una vez tengamos la cara completa procederemos a perfeccionar las facciones retocándolas convenientemente: oscureciendo o aclarando el pelo, desplazando la raya, rejuveneciendo o envejeciendo todo el rostro.

Jeannie se sentía fascinada, pero aquello iba a durar una hora más y ella tenía trabajo.

– He de irme -dijo-. ¿Estás bien, Lisa?

– Estupendamente -respondió Lisa, y Jeannie comprendió que era verdad.

Tal vez eso fuese lo mejor, que Lisa se comprometiera activamente en aquella caza del hombre. Lanzó una mirada a Mish y captó en su expresión un centelleo de triunfo. ¿Me equivoqué, pensó Jeannie, en mi hostilidad hacia Mish y en mi actitud defensiva respecto a Lisa? Desde luego, Mish era simpática. Siempre tenía a punto la palabra precisa. De todas formas, su prioridad no era ayudar a Lisa, sino atrapar al violador. Lisa seguía necesitando una verdadera amiga, alguien cuya preocupación primordial fuera ella, Lisa.

– Luego te llamo -le prometió Jeannie.

Lisa la abrazó.

– Nunca te agradeceré bastante el que te quedaras conmigo -dijo.

Mish tendió la mano a Jeannie.

– Celebro haberla conocido -dijo.

Jeannie le estrechó la mano.

– Buena suerte -deseó-. Confío en que lo detenga.

– Yo también -repuso Mish.

6

Steve estacionó el coche en la extensa zona de aparcamiento destinada a estudiantes, sita en la esquina sur de las cuarenta hectáreas del campus de la Jones Falls. Faltaban apenas unos minutos para las diez de la mañana y el campus era un hormiguero de alumnos vestidos con veraniegas prendas ligeras, camino de la primera clase del día. Mientras cruzaba los terrenos de la universidad, Steve buscó con la mirada a la jugadora de tenis. Las probabilidades de localizarla eran mínimas, lo sabía, pero no pudo por menos de ir escudriñando a toda chica alta y morena que se ponía al alcance de su vista, para comprobar si llevaba un aro en la nariz.

El Pabellón de Psicología Ruth W. Acorn era un moderno edificio de cuatro plantas construido del mismo ladrillo rojo que las otras facultades de la universidad, más antiguas y tradicionales. Steve dio su nombre en el vestíbulo, donde le remitieron al laboratorio.

Durante las tres horas siguientes le sometieron a muchas más pruebas de las que pudo imaginar que fuera posible. Le pesaron, lo midieron y le tomaron las huellas dactilares. Científicos, médicos, estudiantes le fotografiaron las orejas, comprobaron la fuerza que desarrollaba su mano al cerrar los puños y evaluaron sus reflejos ante el sobresalto que pudiera producirle la presentación inesperada de imágenes de víctimas calcinadas y cuerpos mutilados. Contestó a preguntas referentes a sus aficiones durante el tiempo libre, creencias religiosas, novias y aspiraciones profesionales. Tuvo que declarar si podía reparar el timbre de una puerta, si se consideraba atildado, si pegaría a sus hijos y si determinada música le sugería cuadros o dibujos de colores cambiantes. Pero nadie le informó del motivo por el que le habían seleccionado para aquel estudio.

No era el único sujeto. En el laboratorio se encontraban dos niñas y un hombre de mediana edad que llevaba botas de vaquero pantalones tejanos azules y camisa del Oeste. Al mediodía los reunieron a todos en un salón con sofás y televisor, donde almorzaron a base de pizza y Coca-Cola. Steve se dio cuenta entonces de que en realidad eran dos los hombres de edad mediana calzados con botas de vaquero: un par de gemelos que vestían exactamente igual.

Se presentó y pudo enterarse de que los vaqueros eran Benny y Arnold y las niñas Sue y Elizabeth.

– ¿Ustedes dos siempre se visten igual? -preguntó Steve a los hombres, mientras comían.

Los mellizos intercambiaron una mirada y luego Benny dijo:

– No lo sé. Acabamos de conocernos.

– ¿Son ustedes gemelos y acaban de conocerse?

– Nos adoptaron de recién nacidos… familias distintas.

– ¿Y eso de que vistan del mismo modo es una casualidad?

– Así parece, ¿no?

– Y los dos somos carpinteros -añadió Arnold-, fumamos Camel Light y tenemos dos hijos, chico y chica.

– Las dos niñas se llaman Caroline, pero mi hijo es John y el suyo Richard -explicó Benny.

– Yo quería que se llamase John -dijo, pero mi esposa se empeñó en que le pusiéramos Richard.

– ¡Fantástico! -exclamó Steve-. Pero no pueden haber heredado la preferencia por el Camel Light.

– Quién sabe.

Una de las chicas, Elizabeth, preguntó a Steve:

– ¿Dónde está tu hermano gemelo?

– No tengo -respondió Steve-. ¿Eso es lo que estudian aquí, gemelos?

– Sí. -La niña añadió en tono de orgullo-: Sue y yo somos bivitelinas.

Steve enarcó las cejas. La niña aparentaba unos once años.

– Me temo que no conozco esa palabra. ¿Qué significa?

– Que no somos idénticas. Somos mellizas fraternas, bivitelinas.

– Señaló a Benny y Arnold-. Ellos son monocigóticos. Tienen el mismo ADN. Por eso son tan iguales.

– Pareces saber un montón del asunto -comentó Steve-. Me dejas de piedra.