Steve hervía de rabia resentida. ¿Por qué infiernos tenía que ir en aquel incómodo coche, con las muñecas esposadas, cuando debía estar sentado en el piso de Jeannie Ferrami con una bebida fría en la mano? Lo mejor que podían hacer era acabar aquel desdichado asunto cuanto antes, ni más ni menos.
La comisaría de policía era un edificio de granito gris, en el barrio chino de Baltimore, entre bares de top less y sex shops. Ascendieron por una rampa y aparcaron en un garaje interior. Estaba repleto de coches patrulla y compactos utilitarios como el Dodge Colt.
Subieron a Steve en un ascensor y lo llevaron a una habitación de paredes amarillas y carente de ventanas. Le quitaron las esposas y lo dejaron allí solo. Dio por supuesto que habían cerrado con llave la puerta: no lo comprobó.
Había una mesa y dos sillas de plástico duro. Encima de la mesa, un cenicero con dos colillas de cigarrillo con filtro, una de ellas manchada de carmín. La puerta tenía una hoja de cristal opaco: Steve no podía ver el exterior, pero supuso que los polis si podían ver el interior del cuarto.
Al mirar el cenicero le entraron ganas de fumar. Así haría algo en aquella celda amarilla. Pero tuvo que conformarse con pasearse de un extremo a otro de la habitación.
Se dijo que no era posible que se encontrase en apuros. Se las había arreglado para echar un vistazo al retrato de la octavilla, y aunque la imagen era más o menos como él, no era él. Sin duda se parecía al violador, pero cuando estuviese alineado en la rueda de reconocimiento con otros jóvenes, la víctima no le señalaría a él. Después de todo, aquella pobre mujer habría mirado largo y tendido al hijo de mala madre que lo hizo; el rostro del violador estaría grabado a fuego en la memoria de la víctima. No se equivocaría.
Pero los polis no tenían derecho a hacerle esperar encerrado allí. De acuerdo con que debían eliminarle como sospechoso, pero no podían tenerlo allí toda la noche. El era un ciudadano que respetaba la ley.
Se esforzó en ver el lado positivo. Estaba contemplando un primer plano del sistema judicial estadounidense. Sería su propio abogado: sería un buen ejercicio práctico. Cuando actuase en el futuro, representando a un cliente acusado de algún delito, conocería de primera mano lo que iba a pasar el reo durante el período de custodia en manos de la policía.
En una ocasión ya había visto el interior de una comisaría, pero aquello había sido muy distinto. Entonces sólo contaba dieciséis años. Se había presentado a la policía acompañado de uno de sus profesores. Se confesó autor del crimen inmediatamente después de cometido y refirió a las autoridades sinceramente todo lo que había pasado. Los agentes pudieron ver sus heridas: era evidente que la pelea no había sido unilateral. Acudieron sus padres y se lo llevaron a casa.
Fue el momento más vergonzoso de su vida. Cuando su madre y su padre entraron en aquella sala, Steve deseo estar muerto. Papá parecía mortificado, como si estuviese sufriendo una gran humillación; la expresión de mamá era de profundo sufrimiento; ambos se mostraban desconcertados y heridos. En aquel instante, lo que él no pudo hacer fue estallar en lágrimas, y aún sentía en la garganta un nudo que le asfixiaba cada vez que aquella escena acudía a su memoria.
Pero esta vez era distinto. Esta vez era inocente.
Entro la mujer detective con una carpeta de cartulina. Se había quitado la chaqueta, pero aún llevaba el arma al cinto. Era una atractiva mujer negra que andaría por los cuarenta años, tirando a robusta y con aire de aquí mando yo.
Steve la miró aliviado.
– Gracias a Dios -dijo Steve.
– ¿Por qué?
– Porque al fin sucede algo. Malditas las ganas que tengo de pasarme aquí toda la noche.
– ¿Quieres sentarte, por favor?
Steve se sentó.
– Soy la sargento Michelle Delaware. -Sacó de la carpeta una hoja de papel y la puso encima de la mesa-. ¿Tu nombre y dirección completos?
Steve se los dio y la detective los anotó en el formulario.
– ¿Edad?
– Veintidós años.
– ¿Estudios?
– Soy titulado superior.
La mujer lo escribió en el impreso y se lo pasó a Steve a través de la mesa. Su encabezamiento decía:
DEPARTAMENTO DE POLICÍA
BALTIMORE (MARYLAND)
EXPOSICIÓN DE DERECHOS
FORMULARIO 69
Le rogamos lea las cinco frases del formulario y, a continuación, ponga sus iniciales en los espacios habilitados al lado de cada frase.
La sargento le pasó una pluma.
Steve leyó el impreso y puso las primeras iniciales.
– Tienes que leerlo en voz alta -aleccionó la mujer.
Steve meditó unos segundos.
– ¿Para que te convenzas de que se leer? -preguntó.
– No. Para que más adelante no simules ser analfabeto y alegues que no se te informó de tus derechos.
Aquella era la clase de cosa que no le enseñaban a uno en la escuela de leyes.
– Por la presente -leyó Steve en voz alta- se le notifica que: Primero: tiene derecho a guardar silencio. -Steve escribió SÍ en el espacio que quedaba al final de la línea y luego siguió leyendo las frases y poniendo sus iniciales al final de cada una de ellas-.
Segundo: lo que diga o escriba puede utilizarse en su contra ante un tribunal de justicia. Tercero: tiene derecho a hablar con un abogado en cualquier momento, antes de cualquier interrogatorio, antes de responder a cualquier pregunta o en el curso de cualquier interrogatorio. Cuarto: si desea contar con los servicios de un abogado y no puede permitirse contratarlo, no se le formulará ninguna pregunta y se solicitará al tribunal el nombramiento de un abogado de oficio para que le represente. Quinto: si accede a responder a las preguntas, puede dejar de hacerlo en cualquier momento y pedir un abogado, y no se le formulará ninguna pregunta más.
– Ahora firme aquí, por favor. -La sargento Delaware indicó el impreso-. Aquí y aquí.
El primer espacio destinado a la firma estaba debajo de la frase:
HE LEÍDO LA EXPOSICIÓN DE MIS DERECHOS,
QUE HE ENTENDIDO POR COMPLETO
Firma
Steve firmó.
– Y ahí debajo -dijo la detective.
Estoy dispuesto a responder voluntariamente a las preguntas y no deseo tener abogado en este momento. Mi decisión de responder a las preguntas sin que un abogado esté presente la tomo libre y voluntariamente.
Firma
Steve firmó y dijo:
– ¿Cómo rayos consiguen que los culpables firmen esto?
Mish Delaware no contestó. Puso su nombre y estampó su firma en el impreso.
Guardó el formulario en la carpeta y miró a Steve.
– Estás en un buen aprieto, Steve -dijo-. Pero pareces un chico normal. ¿Por qué no me cuentas lo que sucedió?
– No puedo -repuso Steve-. No estaba allí. Supongo que me parezco al sinvergüenza que lo hizo.
La detective se echo hacia atrás en el asiento, cruzó las piernas y le sonrió amistosamente.
– Conozco a los hombres -confesó en tono íntimo-. Tienen sus arrebatos.
Si no fuese un enterado, pensó Steve, leería su lenguaje corporal y pensaría que se me iba a echar encima.
– Te explicaré lo que creo -continuo ella-. Eres un hombre atractivo, la chica se quedo encandilada.
– En la vida he visto a esa mujer, sargento.
Mish Delaware no se dio por enterada. Se inclinó por encima de la mesa y cubrió con su mano la de Steve.
– Creo incluso que te provocó.
Steve miro la mano de la detective. Tenía buenas uñas, arregladas, no demasiado largas, pintadas con un esmalte de uñas transparente. Pero había arrugas en sus manos: la mujer rebasaba los cuarenta, quizá llegase a los cuarenta y cinco.
La detective habló en tono de conspiración, como si estuviera diciéndole: «Esto va a quedar entre tú y yo».
– Te pidió guerra, así que se la diste. ¿Me equivoco?
– ¿Qué infiernos le ha hecho pensar tal cosa? -replicó Steve en tono irritado.
– Se como son las chicas. Te puso a cien y luego, en el último momento, cambio de idea. Pero era demasiado tarde. Un hombre no puede frenar en seco, así como así, un hombre de verdad, no.
– Eh, un momento, ya lo capto -dijo Steve-. El sospechoso se muestra de acuerdo contigo, imagina que está haciendo lo mejor, lo más beneficioso para él; pero en realidad lo que está es reconociendo que hubo coito, y entonces la mitad de tu trabajo ya está cumplido.
La sargento Delaware se recostó en la silla, con cara de fastidio, y Steve comprendió que su suposición había sido acertada.
La mujer se levantó.
– Está bien, espabilado, acompáñame.
– ¿Adónde vamos?
– A las celdas.
– Un momento. ¿Cuándo se va a celebrar la rueda de reconocimiento?
– En cuanto demos con la víctima y la traigamos a la comisaría.
– No podéis retenerme aquí indefinidamente sin ponerme a disposición judicial.
– Podemos retenerte veinticuatro horas sin procedimiento judicial alguno, así que punto en boca y en marcha.
Le llevó abajo en un ascensor y luego cruzaron una puerta y entraron en un vestíbulo pintado de color naranja oscuro. Un aviso en la pared recordaba a los agentes la obligación de mantener esposados a los sospechosos mientras procedían a registrarlos. El carcelero, un policía negro de unos cincuenta y tantos años, permanecía de pie tras un alto mostrador.
– ¡Eh, Spike! -saludó la sargento Delaware-. Te traigo un listillo universitario para ti solo.
El guardia sonrió.