– Si es tan listo, ¿cómo es que está aquí?
Rieron a coro. Steve tomo nota mental de abstenerse en el futuro de intentar enmendar la plana a los polis. Era un defecto suyo: también se había ganado la enemistad de los profesores tratando de dárselas de listo. A nadie le cae bien un sabelotodo.
El agente llamado Spike era un tipo menudo, enjuto y fuerte, de pelo gris y bigotito. Adoptaba un aire desenfadado, pero la expresión de sus ojos era fría. Abrió una puerta de acero.
– ¿Vas a pasar a las celdas, Mish? -preguntó-. Si es así, debo pedirte que nos dejes examinar tu arma.
– No voy a entrar, de momento he acabado con él -repuso la sargento-. Más tarde tendrá una rueda de reconocimiento.
Dio media vuelta y se fue.
– Por aquí, muchacho -indicó a Steve el carcelero.
Steve cruzó la puerta.
Estaba en el bloque de celdas. El piso y las paredes tenían el mismo color sucio. Steve calculaba que el ascensor se detuvo en la segunda planta, pero no había ventanas, y tuvo la impresión de encontrarse en una cueva subterránea profunda y que le costaría una eternidad ascender de nuevo a la superficie.
En una pequeña antesala había un escritorio y una cámara fotográfica en un soporte. Spike cogió un impreso de un casillero. Steve lo leyó al revés y vio que su encabezamiento rezaba:
DEPARTAMENTO DE POLICÍA
BALTIMORE (MARYLAND)
INFORME DE ACTIVIDAD DE PRISIONERO
FORMULARIO 92/l2
El hombre quitó el capuchón a un bolígrafo y empezó a rellenar el impreso.
Cuando hubo terminado, señaló un punto en el suelo y dijo:
– Ponte ahí.
Steve se colocó frente a la cámara. Spike pulso un botón produjo un destello.
– Vuélvete y colócate de perfil.
Otro destello del flash.
Acto seguido, Spike tomó una tarjeta cuadriculada impresa en tinta rosa y con el membrete:
OFICINA FEDERAL DE INVESTIGACIÓN,
DEPARTAMENTO DE JUSTICIA DE ESTADOS UNIDOS
WASHINGTON, D.C. 20537
Spike entintó los dedos de Steve en un tampón y los oprimió sobre las cuadriculas de la tarjeta marcadas: 1. PULGAR DERECHO, 2. ÍNDICE DERECHO, y así sucesivamente. Steve observó que, aunque era bajito, Spike tenía unas manazas enormes, de venas prominentes. Al tiempo que cumplía su tarea, Spike dijo en tono de conversación normaclass="underline"
– Tenemos un nuevo Servicio Central de Ficheros sobre la cárcel municipal, en la avenida Greenmount, y allí disponen de una computadora que toma las huellas dactilares sin tinta. Es como una fotocopiadora gigante: no tienes más que apretar la mano contra el cristal. Pero aquí seguimos haciéndolo a la antigua usanza.
Steve se dio cuenta de que empezaba a sentirse avergonzado, a pesar de que no había cometido ningún delito. Se debía en parte a aquel entorno siniestro, pero sobre todo a la sensación de impotencia. Desde que los agentes saltaron fuera del coche patrulla, delante de la casa de Jeannie, había ido de un lado para otro como un trozo de carne, sin ningún control sobre su propia persona. Eso rebajaba velozmente la autoestima de un hombre hasta ponerla a la altura del barro.
Después de tomarle las huellas dactilares le permitieron lavarse las manos.
– Permíteme que te muestre tu suite -dijo Spike jovialmente.
Condujo a Steve por un pasillo con celdas a derecha e izquierda. Cada celda era un tosco cubículo. En el lado que daba al pasillo no había pared, sólo barrotes, por lo que hasta el último centímetro cuadrado de la celda era visible desde el exterior. A través de los barrotes, Steve observó que cada uno de aquellos calabozos tenía una litera metálica fijada a la pared, así como un lavabo y una taza de retrete de acero inoxidable. Las paredes y las literas eran de color naranja oscuro y estaban cubiertas de pintadas. Las tazas de los retretes carecían de tapadera. En tres o cuatro celdas vio hombres tendidos apáticamente en las literas, pero la mayoría de éstas se encontraban libres.
– Es lunes, es un día tranquilo aquí, en el Holiday Inn de la calle Lafayete -bromeó Spike.
Steve no se hubiera reído ni aunque le fuese la vida en ello.
Spike se detuvo delante de una celda vacía. Steve echó un vistazo al interior mientras el celador abría la puerta. Ni tanto así de intimidad. Comprendió que si tenía que usar el retrete no iba a quedarle más remedio que hacerlo a la vista de todo el que, hombre o mujer, pasara en aquel momento por el corredor. De un modo u otro, aquello era más humillante que cualquier otra cosa.
Spike abrió una puerta en el enrejado e hizo pasar a Steve a la celda. La puerta se cerró de golpe y Spike echó la llave.
Steve se sentó en la litera -Dios Todopoderoso, qué lugar -exclamó.
– Te acostumbrarás a él- dijo Spike alentadoramente, y se retiró.
Al cabo de un minuto volvía cargado con un envase de polietileno.
– Me queda una cena -ofreció-, pollo frito. ¿Quieres un poco?
Steve miró el paquete, luego dirigió la vista hacia el retrete y denegó con la cabeza.
– De todas formas, muchas gracias. Pero me parece que no tengo apetito.
10
Berrington pidió champán.
Después de la jornada de prueba que había vivido, a Jeannie le hubiese gustado más un trago de Stolichnaya con hielo, pero beber licor fuerte no era el mejor sistema para impresionar al jefe, de modo que se guardó para sí aquel deseo.
Champán significaba devaneo romántico. En las ocasiones anteriores en que alternaron socialmente, Berrington se había mostrado más encantador que conquistador. ¿Acaso iba ahora a insinuársele? Tal idea hizo que Jeannie se sintiera incómoda. No había conocido un solo hombre que se tomase por las buenas unas calabazas. Y aquel hombre era su jefe.
Jeannie tampoco le habló de Steve. Estuvo a punto de hacerlo varias veces en el transcurso de la cena, pero algo la contuvo. Si, contra todas sus expectativas, resultaba que, al final, Steve era un delincuente, su teoría iba a empezar a tambalearse. Pero no le gustaba adelantar malas noticias. Antes de que eso quedara demostrado, ella no tenía por qué dudar. Aparte de que albergaba la absoluta certeza de que al final iba a quedar claro que la detención de Steve fue un espantoso error.
Había hablado con Lisa.
– ¡Han arrestado a Brad Pitt! -le dijo.
A Lisa le horrorizó pensar que aquel hombre había pasado toda la jornada en la Loquería, su lugar de trabajo, y que Jeannie estuvo a punto de llevarlo a su casa. Jeannie le había explicado que estaba segura de que Steve no era el agresor. Después comprendió que probablemente se equivocó al hacer aquella llamada; podía interpretarse como interferencia con una testigo. No es que cambiase mucho las cosas. Lisa examinaría una hilera de hombres blancos jóvenes y reconocería o no reconocería al individuo que la había violado. No se trataba de la clase de asunto en el que Lisa pudiera cometer una equivocación así como así.
Jeannie también habló con su madre. Patty había ido a verla, con sus tres hijos, y mamá se animó mucho al contarle la forma en que los niños corretearon por los pasillos de la residencia. Afortunadamente, parecía no acordarse ya de que había ingresado en Bella Vista sólo el día anterior. Hablaba como si llevase varios años en el hogar para ancianos y reprochó a Jeannie el que no la visitara más a menudo. Después de la conversación, ésta se sintió un poco mejor en lo que se refería a su madre.
– ¿Qué tal la lubina? -Con su pregunta, Berrington interrumpió el hilo de los pensamientos de Jeannie.
– Deliciosa. Finísima.
El hombre se alisó las cejas con la yema del índice de la mano derecha. Por alguna razón el gesto le pareció a Jeannie algo así como una felicitación que Berrington se dedicaba a sí mismo.
– Ahora voy a hacerte una pregunta a la que debes responder sinceramente.
Berrington sonrió, para que ella no le tomara demasiado en serio.
– Conforme.
– ¿Quieres postre?
– Sí. ¿Crees que soy la clase de mujer capaz de fingir en una cuestión como esa?
El sacudió negativamente la cabeza.
– Supongo que no hay mucho de que fingir.
– Es probable que no lo suficiente. A mí me han acusado de poco diplomática.
– ¿Es tu peor defecto?
– Seguramente me iría mejor si pensara un poco las cosas. ¿Cuál es tu peor defecto?
Berrington contesto sin vacilar.
– Enamorarme.
– ¿Eso es un defecto?
– Si uno lo hace con demasiada frecuencia, sí.
– O si se enamora de más de una persona al mismo tiempo, supongo.
– Tal vez debería escribir a Lorraine Logan y pedirle consejo.
Jeannie se echo a reír, pero no deseaba que la conversación derivase hacia Steven.
– ¿Cuál es tu pintor favorito? -Cambió de tema.
– A ver si lo adivinas.
Berrington era un patriota, así que se figuró que también debería ser un sentimental.
– ¿Norman Rockwell?
– ¡Por Dios, no! -Pareció sinceramente horrorizado-. ¡Un vulgar ilustrador! No, si pudiera permitirme el lujo de coleccionar pintura, compraría impresionistas norteamericanos. Paisajes invernales de John Henry Twachtman. Me encantaría poseer El puente blanco. ¿Qué me dices de ti?
– Ahora te toca a ti adivinarlo.
Berrington reflexionó unos segundos.
– Joan Miró.
– ¿Por qué?
– Imagino que te gustan los fogonazos de colores vivos.
Jeannie asintió.
– Muy perspicaz. Pero no del todo certero. Miró es demasiado turbulento. Prefiero a Mondrian.
– Ah, sí, claro. Las líneas rectas.
– Exactamente. Eres bueno en esto.
Berrington se encogió de hombros y Jeannie comprendió que probablemente jugaría a las adivinanzas con muchas mujeres.