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La muchacha hundió la cucharilla en el sorbete de mango. Decididamente aquel no era asunto de una simple cena. Pronto tendría que adoptar una decisión firme acerca de cómo iba a ser y a desarrollarse su relación con Berrington.

Hacía año y medio que no besaba a un hombre. Desde que Will Temple se alejó de ella, ni siquiera había salido con nadie hasta aquella noche. No estaba enamorada de Wilclass="underline" había dejado de quererle. Pero Jeannie era cautelosa.

Sin embargo, como continuara viviendo como una monja acabaría volviéndose loca. Echaba de menos tener en la cama con ella a alguien velludo; echaba de menos los olores masculinos -el de la grasa de bicicleta, el de las sudadas camisetas de fútbol y el del whisky- y sobre todo echaba de menos el sexo. Cuando las feministas radicales decían que el pene era el enemigo, Jeannie deseaba responder: «Habla por ti, hermana».

Alzó la mirada hacia Berrington, que comía con delicados ademanes manzanas caramelizadas. Le gustaba aquel sujeto, a pesar de sus nauseabundas ideas políticas. Era listo -los hombres de la doctora Ferrami tenían que ser inteligentes- y tenía modales de triunfador. Le respetaba por sus trabajos científicos. Era esbelto y bien parecido, probablemente también sería un amante experto y hábil, y poseía unos bonitos ojos azules.

A pesar de todo, era demasiado viejo. A ella le gustaban los hombres maduros, pero no tan maduros.

¿Cómo podía rechazarlo sin tirar por la borda su propio futuro profesional? Quizás el mejor procedimiento consistiera en simular que interpretaba sus atenciones como algo paternal y bondadoso. Eso tal vez le permitiera evitar la desagradable medida de rechazarlo lisa y llanamente.

Jeannie tomo un sorbo de champán. El camarero aguardaba para volver a llenarle la copa y ella no estaba muy segura acerca de cuánto había bebido ya, pero se sentía alegre y no tenia que conducir.

Pidieron café. Jeannie, un express doble para que la serenase un poco. Cuando Berrington hubo pagado la cuenta, tomaron el ascensor hacia el aparcamiento y subieron al plateado Lincoln Town Car de Berrington.

Berrington condujo el vehículo a lo largo de la línea del puerto y luego desemboco en la autopista de Jones Falls.

– Ahí está la cárcel municipal -indicó el edificio, semejante a una fortaleza, que ocupaba una manzana de la ciudad-. La escoria de la Tierra está ahí.

Jeannie pensó que era posible que Steve se encontrase dentro.

¿Cómo podía habérsele ocurrido la posibilidad de acostarse con Berrington? No sentía el menor asomo de afecto por él. Le avergonzó haber jugueteado siquiera con la idea. Cuando el hombre detuvo el coche junto al bordillo, delante de la casa, Jeannie dijo en tono firme y decidido:

– Bueno, Berry, gracias por esta encantadora velada.

¿Le estrecharía la mano, pensó la muchacha, o intentaría besarla? En este último caso, ella le ofrecería la mejilla.

Pero Berrington no hizo ni una cosa ni otra.

– Tengo el teléfono de casa estropeado y necesito hacer una llamada antes de irme a la cama -dijo-. ¿Puedo utilizar el tuyo?

Difícilmente podía ella decir: «Rayos, no, haz un alto en el primer teléfono público que encuentres por el camino». Parecía que no iba a tener más remedio que afrontar algo más que la insinuación.

– Claro -dijo, tras contener un suspiro-. Sube.

Se preguntó si podría evitar ofrecerle un café.

Se apeó de un salto del coche y cruzó el pórtico en primer lugar. La puerta de la fachada se abría a un pequeño vestíbulo con otras dos puertas. Una era la del piso de la planta baja, habitado por el señor Oliver, un estibador jubilado. La otra, la de Jeannie, daba a una escalera que conducía al apartamento del primer piso.

Jeannie frunció el entrecejo, desconcertada. Su puerta estaba abierta.

La franqueó y encabezó la marcha escaleras arriba. Había luz en el piso. Curioso: antes de marcharse había apagado la luz. La escalera llevaba directamente a la sala de estar. Entró en el cuarto y soltó un grito.

Él estaba de pie ante el frigorífico, con una botella de vodka en la mano. Iba sin afeitar, desaliñado y parecía un poco bebido.

Detrás de Jeannie, Berrington preguntó:

– ¿Qué ocurre?

– Necesitarías un sistema de seguridad más eficaz, Jeannie -comentó el intruso-. No me costó ni diez segundos dar con el truco de tu cerradura.

– ¿Quién diablos es? -preguntó Berrington.

Jeannie dijo en tono sobresaltado:

– ¿Cuándo saliste de la cárcel, papá?

11

El cuarto de reconocimiento y la sección de celdas estaban en la misma planta.

En la antesala había otros seis hombres de aproximadamente la misma edad y constitución física que Steve. Evitaron su mirada y se abstuvieron de dirigirle la palabra. Le trataban como si fuese un criminal. Quiso decirles: «Eh, chicos, estoy en el mismo bando que vosotros, no soy ningún violador, soy inocente».

Todos tuvieron que quitarse el reloj y la bisutería y ponerse una especie de bata de papel blanco encima de la ropa de calle. Mientras se preparaban entró en la estancia un joven vestido con traje y pregunto:

– Por favor, ¿quién de vosotros es el sospechoso?

– Ese soy yo -dijo Steve.

– Pues yo soy Lew Tanner, el defensor de oficio -se presentó el hombre-. Estoy aquí para comprobar que la rueda de reconocimiento se realiza correctamente. ¿Alguna pregunta?

– ¿Cuánto tiempo tardaré en salir de aquí, después de eso? -quiso saber Steve.

– Dando por sentado que no seas el elegido en la rueda de reconocimiento, un par de horas.

– ¡Dos horas! -exclamo Steve, indignado-. ¿Tengo que volver a esa jodida celda?

– Me temo que sí.

– ¡Por Dios!

– Les pediré que tramiten tu libertad lo antes posible -dijo Lew-. ¿Algo más?

– No, gracias.

– Muy bien.

Salió.

Un celador hizo pasar a los siete hombres a través de la puerta que daba a un estrado. Había un telón de fondo con una escala graduada que mostraba la estatura y la posición de los hombres, numerados de uno a diez. La luz de un potente foco se proyectó sobre ellos, y una cortina separó el estrado del resto de la sala. Los hombres no podían ver nada a través de aquella pantalla, pero sí llegaba a sus oídos lo que ocurría al otro lado de la misma.

Durante unos minutos sólo se produjo rumor de pasos y el murmullo de alguna que otra voz en tono bajo. Todas las voces eran masculinas. Luego Steve distinguió el sonido inconfundible de unos pasos de mujer. Al cabo de unos instantes se oyó una voz masculina, que sonaba como si estuviese leyendo algo de una tarjeta o repitiéndolo tras habérselo aprendido de memoria.

– De pie ante usted hay siete personas. Sólo las conocerá por el número. Si alguno de esos individuos le ha hecho algo a usted o ha hecho algo en presencia de usted, quiero que pronuncie su número y nada más que su número. Si desea que algunos de ellos digan determinadas palabras específicas, les pediremos que digan esas palabras. Si quiere que den media vuelta o se coloquen de perfil, lo harán todos en grupo. (Reconoce entre ellos a alguno que le haya hecho a usted algo o que haya hecho algo en presencia de usted?

Silencio. Los nervios de Steve se tensaron como cuerdas de guitarra, aunque estaba seguro de que no se citaría su número.

Una voz femenina dijo muy bajo: -Llevaba la cabeza cubierta.

A Steve le sonó como la voz de una mujer educada, de clase media y de su misma edad, más o menos.

– Tenemos sombreros -dijo la voz masculina-. ¿Quiere usted que se pongan sombrero?

– Era más bien una gorra. Una gorra de béisbol.

Steve percibió angustia y tensión en la voz femenina, pero también determinación. Ni asomo de falsedad. Parecía la clase de mujer que diría la verdad, por muy atribulada que estuviese. Se sintió un poco mejor.

– Dave, mira a ver si hay gorras de béisbol en ese armario.

Hubo una pausa de varios minutos. Steve apretó los dientes con impaciencia. Una voz musitó:

– Santo Dios, no sabía que tuviésemos aquí todo este material… gafas, bigotes…

– Nada de murmuraciones, Dave -reprochó el primer hombre-. Esto es un procedimiento legal.

Finalmente, un detective entró en el estrado por una parte lateral y tendió una gorra de béisbol a cada uno de los integrantes de la rueda de reconocimiento. Todos se la pusieron y el detective se retiró.

Del otro lado de la cortina llegó el llanto de una mujer.

La voz masculina repitió la fórmula verbal empleada antes:

– ¿Reconoce entre ellos a alguno que le haya hecho a usted algo o que haya hecho algo en presencia de usted? Si es así, pronuncie su número y nada más que su número.

– El número cuatro -dijo la mujer, con un sollozo en la voz.

Steve volvió la cabeza y miró el telón de fondo.

El numero cuatro era él.

– ¡No! -gritó-. ¡Eso no puede ser verdad! ¡No era yo!

– Número cuatro, ¿ha oído eso? -habló la voz masculina.

– Claro que lo he oído, ¡pero yo no lo hice!

Los demás hombres de la hilera de reconocimiento abandonaban ya el estrado.

– ¡Por el amor de Cristo! -Steve se quedó mirando la opaca cortina, extendidos los brazos en gesto de súplica-. ¿Cómo puede haberme señalado a mí? ¡Ni siquiera sé qué aspecto tiene usted!

La voz del otro lado aconsejó:

– No diga nada, señora, por favor. Muchas gracias por su colaboración. La salida es por aquí.

– ¡Tiene que haber alguna equivocación! ¿No lo comprenden? -chilló Steve.

Apareció el carcelero.

– Todo ha terminado, hijo, vamos -instó.

La mirada de Steve se clavó en él. Por unos segundos estuvo tentado de romperle los dientes a aquel hombrecillo y mandárselos garganta abajo.