Allaston puso cara de sorpresa. Sin duda había supuesto que Steve estaría demasiado asustado para hablar. Le soltó la pechera de la camisa y se encaminó a la puerta.
– Me dijeron que eras un enterado -declaró-. Bueno, permíteme decirte lo que voy a hacer para que tu educación sea un poco más completa. Vas a volver a las celdas y te vas a pasar allí cierto tiempo, pero esta vez vas a tener compañía. Verás, las cuarenta y una celdas vacías de ahí abajo están todas fuera de servicio, así que vas a tener que compartir la tuya con un prójimo llamado Rupert Butcher, conocido por el apodo de Gordinflas. Tú te consideras un hijo de puta de pronóstico, pero te garantizo que él es mucho peor.
Se ha caído de una juerga de alucine que ha durado tres días, así que no veas cómo le duele el coco. Anoche, aproximadamente a la misma hora en que tú te entretenías prendiendo fuego al gimnasio y colándole a la pobre Lisa Hoxton tu asqueroso cipote, Gordinflas Butcher acuchillaba a su amante por el procedimiento de clavarle repetidamente una horca de jardinero. Disfrutaréis con vuestra mutua compañía. Vamos.
A Steve no le llegaba la camisa al cuerpo. Todo su valor se había derramado como si acabasen de quitar un tapón y se sentía indefenso y vencido. El detective le había humillado pero en ningún momento le amenazó con lesionarle gravemente; pero una noche con un psicópata era algo realmente peligroso. El tal Butcher (Butcher significa «carnicero») ya había cometido un asesinato: si sus meninges tenían capacidad para pensar racionalmente comprendería que poco iba a perder cometiendo otro.
– Aguarda un momento -pidió Steve con voz temblona.
Allaston dio media vuelta, muy despacio.
– ¿Y bien?
– Si confieso, tendré una celda para mí solo.
En la expresión del detective se hizo patente el alivio.
– Desde luego -su voz se había hecho amistosa de pronto.
El cambio de tono encendió el resentimiento de Steve.
– Pero si no confieso, Gordinflas Butcher me asesinará.
Allaston extendió las manos en gesto de impotencia. Steve notó que su miedo se transformaba en odio.
– En ese caso, detective -silabeó-, que te den por culo.
La expresión de sorpresa volvió al rostro de Allaston.
– Hijo de mala madre -insultó-. Veremos si estás tan animado dentro de un par de horas. En marcha.
Llevó a Steve al ascensor y lo acompañó hasta el bloque de celdas. Allí estaba Spike.
– Mete a este borde con Gordinflas -le encargo Allaston.
Spike enarcó las cejas.
– Tan mal fue la cosa, ¿eh?
– Sí. Y a propósito… Steve tiene pesadillas.
– ¿Ah sí?
– Si le oyes gritar… no te preocupes, sólo es que está soñando.
– Comprendo -repuso Spike.
Allaston se retiró y Spike condujo a Steve a la celda.
Gordinflas estaba acostado en la litera. Era de la misma estatura que Steve, pero mucho más robusto. Parecía un culturista que hubiera sufrido un accidente automovilístico: el tejido de su ensangrentada camiseta se tensaba sobre los abultados músculos. Yacía tendido de espaldas, con la cabeza hacia el fondo del calabozo y los pies colgando por el extremo del camastro. Abrió los ojos cuando Spike abrió la puerta y entró Steve. El carcelero cerró de golpe, con estrépito, y echó la llave. Gordinflas abrió los ojos y echó un vistazo a Steve.
Steve sostuvo la mirada durante un momento.
– Dulces sueños -deseó Spike.
Gordinflas volvió a cerrar los párpados.
Steve se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, y se dedicó a observar al dormido Gordinflas.
14
Berrington Jones condujo despacio rumbo a su casa. Se sentía decepcionado y aliviado al mismo tiempo. Como una persona a régimen que se pasa todo el camino hacia la heladería luchando a brazo partido con la tentación y luego se encuentra el local cerrado, Berrington tuvo la sensación de que acababa de librarse de algo que le constaba no debía hacer.
Sin embargo, no se encontraba más cerca que antes de resolver el problema del proyecto de Jeannie y seguía subsistiendo el peligro de que se descubriera el pastel. Quizá debió de dedicar más tiempo a interrogar a Jeannie y menos a pasárselo bien. Enmarcó las cejas, perplejo, mientras aparcaba el vehículo y entraba en la casa.
Dentro reinaba el silencio; sin duda Marianne, el ama de llaves, se había ido a dormir. Pasó al estudio y comprobó el contestador automático. Sólo había un mensaje.
«Profesor, aquí la sargento Delaware de la Unidad de Delitos Sexuales, que llama en la noche del lunes. Le agradezco su colaboración.»
Berrington se encogió de hombros. Apenas se había molestado en confirmar si Lisa trabajaba o no en la Loquería. La cinta prosiguió:
«Como quiera que usted es el patrono de la señora Hoxton y la violación tuvo lugar en el campus, me considero obligada a informarle de que esta tarde hemos arrestado a un hombre. La verdad es que se trataba de una persona a la que durante el día de hoy estuvieron sometiendo a diversas pruebas en sus laboratorios. Se llama Steve Logan.»
– ¿Jesús! -estalló Berrington.
«La víctima lo señaló en la rueda de reconocimiento, de modo que estoy segura de que la prueba de ADN confirmará que se trata del violador. Le ruego transmita esta información a cuantos miembros de la universidad considere usted oportuno. Gracias.»
– ¡No! -exclamo Berrington. Se dejó caer pesadamente en una silla. Repitió, en tono más bajo-: No.
Luego rompió a llorar.
Se levantó al cabo de un momento, todavía llorando, y cerró la puerta del estudio por temor a que la doncella apareciese por allí. Después regresó al escritorio y enterró la cabeza entre las manos.
Permaneció así un buen rato.
Cuando por fin suspendió el llanto, tomó el teléfono y marcó un número que se sabía de memoria.
– Que no responda el contestador automático, por favor, Dios mío -dijo en voz alta, mientras escuchaba la señal.
– ¡Diga! -sonó la voz de un joven.
– Soy yo -dijo Berrington.
– ¡Hombre! ¿Cómo estás?
– Desolado.
– ¡Oh! -el tono era de culpabilidad.
Si Berrington albergaba alguna duda, aquella nota la barrió definitivamente.
– Cuéntame.
– No trates de quedarte conmigo, por favor. Hablo del domingo por la noche.
El joven suspiró.
– Vale.
– Maldito estúpido. Fuiste al campus, ¿verdad? Lo… -Se dio cuenta de que por teléfono no debía hablar más de la cuenta-. Volviste a las andadas.
– Lo siento…
– ¡Lo sientes!
– ¿Cómo lo supiste?
– Al principio no se me ocurrió sospechar de ti… pensé que habías abandonado la ciudad. Luego arrestaron a alguien que tiene la misma apariencia que tú.
– ¡Vaya! Eso significa que estoy…
– Fuera del anzuelo.
– ¡Anda! ¡Qué potra! Escucha…
– ¿Qué?
– No irás a decir nada, ¿eh? A la policía o a alguien.
– No, no diré una palabra -dijo Berrington, abatido-. Puedes confiar en mí.
MARTES
15
La ciudad de Richmond tenía un aire de perdido esplendor, y Jeannie pensó que los padres de Dennis Pinker estaban perfectamente a tono con él. Charlotte Pinker, pecosa pelirroja embutida en un susurrante vestido de seda, conservaba el aura de una gran dama de Virginia, a pesar de que vivía en una casa de madera levantada en un solar de reducidas dimensiones. Confesó cincuenta y cinco años, pero Jeannie sospechó que andaba muy cerca de los sesenta.
Su esposo, al que siempre se refería llamándole «el comandante», sería aproximadamente de la misma edad, pero se ataviaba con cierto descuido y tenía el aire parsimonioso del hombre que lleva mucho tiempo jubilado. Dirigió un guiño pícaro a Jeannie y Lisa, al tiempo que ofrecía:
– ¿No os apetecería un cóctel, muchachas?
Su esposa tenía un refinado acento del sur y hablaba en un tono un poco alto, como si estuviese dirigiendo continuamente la palabra a los asistentes a un mitin.
– ¡Por el amor de Dios, comandante, son las diez de la mañana!
El comandante se encogió de hombros.
– Sólo pretendía que esta reunión empezase con buen pie.
– Esto no es ninguna reunión… estas damas están aquí para estudiarnos. Han venido porque nuestro hijo es un asesino.
Jeannie observó que había dicho «nuestro hijo»; pero eso no significaba gran cosa. Aún podía ser un hijo adoptado. Anhelaba desesperadamente hacer preguntas acerca de la ascendencia de Dennis Pinker. Si los Pinker reconocían que el chico era adoptado, quedaría resuelta la mitad del rompecabezas. Pero Jeannie tenía que andar con ojo. Era una cuestión delicada. Si formulaba las preguntas con excesiva brusquedad, era más que probable que le mintieran.
Se obligó a esperar la llegada del momento oportuno.
Estaba también sobre ascuas respecto a la apariencia física de Dennis. ¿Sería o no sería el doble de Steve Logan? Miró con impaciencia las fotos colocadas en marcos baratos y distribuidas por la pequeña sala de estar. Todas se habían tomado años atrás. El pequeño Dennis en un cochecito infantil, pedaleando en un triciclo, vestido con equipo de béisbol y estrechando la mano a Mickey Mouse en Disneylandia. No había ningún retrato suyo en el que se le viera de adulto. Sin duda los padres querían recordar al niño inocente, antes de que se convirtiera en un asesino convicto. En consecuencia, Jeannie no se enteró de nada a través de las fotos. Aquel chaval rubio de doce años puede que ahora tuviese exactamente el mismo aspecto que Steve Logan, pero igualmente podía haberse desarrollado como un chico feo, achaparrado y moreno.