– No me gusta este sitio -dijo la señora Ferrami.
– A nosotras tampoco -manifestó Jeannie-, pero en estos momentos es todo lo que podemos permitirnos.
Intentó que su voz sonara natural y razonable, pero lo cierto es que le salió un tono áspero.
Patty le dirigió una mirada de reproche.
– Vamos, mamá, hemos vivido en sitios peores -dijo.
Era verdad. Cuando su padre fue a la cárcel por segunda vez, la madre y las dos jóvenes vivieron en una habitación, con un hornillo encima del aparador y el grifo del agua en el pasillo. Fueron los años en que la asistencia social les ayudo a sobrevivir. Pero la madre fue una leona en la adversidad. En cuanto Jeannie y Patty empezaron a ir a la escuela, encontró una mujer de edad a la que no le importaba echar un vistazo a las chicas cuando volvían a casa, se buscó un empleo -había sido peluquera, y aun se mantenía en buena forma, aunque su estilo resultase algo pasado de moda- y no tardó en trasladarse con las chicas a un pisito de dos habitaciones situado en Adams-Morgan, que entonces era un respetable barrio de clase obrera.
Les preparaba tostadas para desayunar, enviaba a Jeannie y a Patty al colegio impecables con su vestidito limpio y después se peinaba y maquillaba -trabajando en un salón de belleza, una tenía que ir presentable- y siempre dejaba la cocina como los chorros del oro, con una bandeja de galletas encima de la mesa para cuando las niñas volviesen de la escuela. Los domingos hacían la colada y limpiaban a fondo el pisito entre las tres. Mamá siempre había sido tan capaz, tan segura, tan infatigable que a una le destrozaba el corazón ver en la cama a aquella mujer olvidadiza y quejumbrosa.
En aquel momento, la anciana frunció las cejas, como si algo la desorientara, y dijo:
– ¿Por que llevas ese aro en la nariz, Jeannie?
Jeannie se llevo los dedos al fino aro de plata y esbozo una triste sonrisa.
– Mamá, me perforé la ventana de la nariz cuando era niña. ¿No te acuerdas de que te pusiste hecha una furia? Creí que ibas a echarme a la calle.
– Se me olvidan las cosas -reconoció la mujer.
– Pues yo sí que me acuerdo -intervino Patty-. Pensé que aquello tuyo era la mayor hazaña de todos los tiempos. Claro que yo tenía once años y tu catorce; para mí, todo lo que hacías era audaz, elegante e inteligente.
– Quizá lo fuese -dijo Jeannie con burlona jactancia.
Patty rió entre dientes.
– Lo de la chaqueta naranja seguro que no lo fue.
– ¡Oh, Dios santo, aquella chaqueta! Mamá acabó quemándola después de que durmiese con ella puesta en un edificio abandonado y se me llenara de pulgas.
– De eso me acuerdo -tercio la madre de pronto-. ¡Pulgas! ¡Una hija mía!
Se mostraba indignadísima aún, quince años después.
De repente, la atmósfera se tornó más desenfadada. Aquellas reminiscencias llevaron a la memoria de las tres el recuerdo de lo unidas que habían estado. Era un buen momento para despedirse.
– Será mejor que me vaya -dijo Jeannie, al tiempo que se ponía en pie.
– Yo también tengo que marcharme -se sumo Patty-. He de hacer la cena.
Sin embargo, ninguna de las dos hizo el menor intento de dirigirse a la puerta. Jeannie tuvo la sensación de que abandonaba a su madre, de que la dejaba desamparada en un momento de necesidad. Allí, nadie la apreciaba. Debería contar con una familia que la atendiese. Jeannie y Patty deberían quedarse a su lado, cocinar para ella, plancharle el camisón y ponerle en la tele su programa favorito.
– ¿Cuándo volveréis a visitarme? -quiso saber la madre.
Jeannie titubeó. Deseaba decir: «Mañana te traeré el desayuno y estaré contigo todo el día». Pero eso era imposible: la esperaba una semana tremenda de trabajo. El sentimiento de culpa la anegó. «¿Cómo puedo ser tan cruel?»
Patty la rescató, le echó el cable de:
– Yo vendré mañana y traeré a los críos para que te vean, eso te gustará.
Pero la madre no estaba dispuesta a dejar que Jeannie se marchase tan fácilmente.
– ¿Vendrás tu también, Jeannie?
Jeannie apenas podía hablar.
– Tan pronto como pueda. -Sofocada por la pena que la asfixiaba, se inclinó sobre la cama y besó a su madre-. Te quiero, mamá. Procura tenerlo presente.
En el momento en que estuvieron en el lado exterior de la puerta, Patty rompió a llorar.
Jeannie también estuvo a punto de estallar en lágrimas, pero era la hermana mayor y hacía mucho tiempo que había adoptado la costumbre de dominar sus emociones mientras cuidaba de Patty. Pasó un brazo alrededor de los hombros de su hermana en tanto avanzaban por el aséptico pasillo. Patty no era débil, pero se sometía más a las circunstancias que Jeannie, la cual era combativa, tenaz y lanzada. La madre siempre criticaba a Jeannie y comentaba que, en carácter, debería parecerse más a Patty.
– Me gustaría tenerla en casa conmigo, pero no puedo -se lamentó Patty, apesadumbrada.
Jeannie asintió. Patty estaba casada con un carpintero llamado Zip. Vivían en una casita adosada de dos habitaciones. El segundo dormitorio lo compartían los tres chicos. Davey contaba seis años, Mel cuatro y Tom dos. No había sitio para la abuela.
Jeannie era soltera. Como profesora auxiliar en la Universidad Jones Falls ganaba treinta mil dólares al año -suponía que una barbaridad menos que el marido de Patty- y acababa de firmar la primera hipoteca sobre un piso de dos habitaciones recién adquirido y amueblado a crédito. Una de las habitaciones era sala de estar con cocina incorporada en un rincón, la otra era el dormitorio, con armario empotrado y baño minúsculo. Si le cedía la cama a su madre, ella tendría que dormir todas las noches en el sofá; y en casa no quedaría nadie para cuidar durante el día a una mujer con la enfermedad de Alzheimer.
– Yo tampoco puedo encargarme de ella -dijo.
Patty mostró su rabia a través de las lágrimas.
– ¿Entonces por qué le dijiste que la sacaríamos pronto de aquí? ¡No podemos!
Salieron al tórrido calor de la calle.
– Iré mañana al banco y pediré un crédito. La ingresaremos en una residencia mejor y pagaré la diferencia. Lo que le falte al seguro médico.
– ¿Y cómo devolverás el préstamo? -Patty fue a lo práctico.
– Me las arreglaré para que me asciendan a profesora adjunta, después obtendré plaza de catedrática, me encargarán la preparación de un libro de texto y conseguiré que tres multinacionales me contraten como asesora.
Patty sonrió a través de las lágrimas.
– Yo te creo, pero ¿te creerá el banco?
Patty siempre había tenido una fe ciega en Jeannie. Patty nunca había sido ambiciosa. En el colegio siempre estuvo por debajo del nivel medio, se casó a los diecinueve años y se dispuso a alumbrar y a criar hijos sin dar señales de lamentarlo. Jeannie era la otra cara de la moneda. Primera de la clase y gran figura de todos los equipos deportivos, había sido campeona de tenis y cursado todos los estudios gracias a becas deportivas. Fuera lo que fuese lo que dijera que iba a hacer, Patty nunca dudaba de que lo cumpliría.
Pero Patty también tenía razón, el banco no le concedería otro préstamo tan inmediatamente después de haberle financiado la compra del piso. Y Jeannie acababa de estrenarse en el cargo de profesora auxiliar: transcurrirían tres años antes de que consideraran la posibilidad de ascenderla. Cuando llegaban a la zona de aparcamiento, Jeannie dijo, a la desesperada:
– Está bien, venderé el coche.
Adoraba su automóvil. Era un Mercedes 230C de veinte años de antigüedad, un sedán rojo de dos puertas con asientos de cuero negro. Lo había comprado ocho años atrás con los cinco mil dólares que obtuvo al ganar el torneo de tenis del Mayfair Lites College. Cosa que ocurrió antes de que se pusiera de moda ser dueño de un viejo Mercedes.
– Probablemente vale ahora el doble de lo que pagué por él -dijo.
– Pero tendrás que comprarte otro coche -observó Patty, aún despiadadamente realista.
– Tienes razón -suspiró Jeannie-. En fin, siempre me queda el recurso de dar clases particulares. Va contra las reglas de la UJF, pero es muy posible que me gane mis buenos cuarenta dólares a la hora dando clases individuales de recuperación de estadística, a estudiantes ricos que suspendieron el examen en otras universidades. Tal vez saque trescientos dólares semanales; libres de impuestos si no los declaro. -Miró a su hermana a los ojos-. ¿Tú puedes aportar algo?
Patty desvió la vista.
– No lo sé.
– Zip gana más que yo.
– Me matará por decírtelo, pero podremos contribuir con unos setenta y cinco u ochenta a la semana. -Patty añadió por último-: Le pincharé un poco para que pida un aumento de sueldo. Es un poco cobardica a la hora de hacerlo, pero me consta que se lo merece, y el Jefe le aprecia.
Jeannie empezó a sentirse algo más optimista, aunque la perspectiva de pasarse los domingos dando clases a estudiantes que no habían logrado superar el examen de licenciatura le resultaba deprimente.
– Con cuatrocientos dólares semanales extra podremos conseguirle a mamá una habitación con cuarto de baño propio.
– En cuyo caso podría tener cerca algunas de sus cosas, adornos y quizás unos cuantos muebles de su piso.
– Preguntaremos por ahí, a ver si alguien sabe de algún lugar bonito.
– De acuerdo. -Patty parecía preocupada-. La enfermedad de mamá es hereditaria, ¿no? Vi algo de eso en la tele.