Preston se encogió de hombros.
– Toda la comunidad de la biología humana ha estado trabajando con la misma agenda…
– No del todo. Nosotros teníamos nuestro punto de mira bien enfocado y colocábamos nuestras apuestas lo que se dice cuidadosamente.
– Eso es verdad.
Los dos amigos de Berrington, cada uno a su modo particular, se estaban desahogando. Eran muy previsibles, pensó Berrington con afecto: quizá todos los viejos amigos siempre lo son. Jim había vociferado y Preston había gimoteado. Ahora estaban ya lo bastante tranquilos como para echar una mirada objetiva a la situación.
– Esto nos envía de nuevo a Jeannie Ferrami -dijo Berrington-. En cuestión de uno o dos años, esa mujer puede decirnos cómo crear personas agresivas sin que se conviertan en criminales. Las últimas piezas del rompecabezas empiezan a encajar en su sitio. El traspaso a la Landsmann nos brinda la oportunidad de acelerar el programa, así como también la ocasión de implantar a Jim en la Casa Blanca. Este no es el momento de echarnos atrás.
– Todo eso está muy bien -dijo Preston-. Pero ¿qué vamos a hacer? La organización Landsmann tiene un maldito código ético, ya lo sabes.
Berrington se tragó un par de brusquedades.
– Lo primero es meternos en la cabeza la idea de que aquí no tenemos una crisis, sólo un problema -dijo-. Y ese problema no es la Landsmann. Sus contables no descubrirán la verdad ni aunque se pasen cien años examinando nuestros libros. Nuestro problema es Jeannie Ferrami. Hemos de impedir que averigüe más detalles, al menos hasta el lunes que viene, cuando firmemos los documentos del traspaso.
– Pero no puedes ordenárselo -articuló Jim sarcásticamente- porque estamos en una universidad, no en el jodido ejército.
Berrington asintió. Ahora los había inducido ya a pensar del modo que quería.
– Cierto -dijo en tono sosegado-. No puedo darle órdenes. Pero hay formas más sutiles de manipular a las personas que las que utilizan los militares, Jim. Si vosotros dos dejáis este asunto en mis manos, arreglaré las cosas con ella.
Preston no estaba muy convencido.
– ¿Cómo?
Berrington ya le había dado vueltas en la cabeza a aquella cuestión. No tenía ningún plan, pero sí una idea.
– Creo que hay un problema en torno a la utilización por su parte de bases clínicas de datos. Suscita cuestiones éticas. Me parece que puedo obligarla a suspender esa utilización.
– Sin duda ha debido cubrirse.
– No necesito una razón válida, me basta con un pretexto.
– ¿Cómo es la chica? -preguntó Jim.
– Unos treinta años. Alta, muy atlética. Pelo oscuro, un aro en la nariz, conduce un viejo Mercedes rojo. Durante mucho tiempo tuve una opinión muy alta de ella. Anoche me enteré de que hay sangre infecta en la familia. Su padre es un individuo del tipo criminal. Pero la muchacha es también inteligente, luchadora y tenaz.
– ¿Casada, divorciada?
– Soltera y sin compromiso.
– ¿Un cardo?
– No. Es guapa. Pero difícil de manipular.
Jim asintió pensativamente.
– Aun contamos con un sinfín de amigos leales en la comunidad del contraespionaje. No costaría mucho conseguir que una mujer así desapareciera.
Preston puso cara de susto.
– Nada de violencia, Jim, por el amor de Dios.
Un camarero empezó a llevarse los platos y guardaron silencio hasta que se retiró. Berrington sabía que no le quedaba más remedio que participarles las noticias que la noche anterior le contó la sargento Delaware.
– Hay algo que es preciso que sepáis -dijo, apesadumbrado-. El domingo violaron a una muchacha en el gimnasio. La policía ha detenido a Steve Logan. La víctima lo señaló en una rueda de reconocimiento.
– ¿Lo hizo él? -preguntó Jim.
– No.
– ¿Sabes quién lo hizo?
Berrington le miró a los ojos.
– Sí, Jim, lo sé.
– ¡Oh, mierda! -exclamó Preston.
– Quizá deberíamos hacer que los chicos desaparecieran.
A Berrington se le formó en la garganta un nudo tan tenso que amenazaba con asfixiarle y comprendió que se estaba poniendo rojo. Se inclinó a través de la mesa y apuntó con el dedo índice al rostro de Jim.
– ¡Ni se te ocurra volver a decir eso otra vez! -amenazó Berrington, al tiempo que agitaba el índice tan cerca de los ojos de Jim que este se encogió acobardado, a pesar de que era un hombre mucho más corpulento que su compañero.
– ¡Acabad de una vez con eso, pareja! -siseó Preston-. ¡Vais a llamar la atención de la gente!
Berrington retiró el dedo, pero no había terminado. Si hubiesen estado en un lugar menos público habría echado las manos a la garganta de Jim. Pero se limitó a agarrarle la solapa.
– Dimos la vida a esos chicos. Los trajimos al mundo. Para mal o para bien, son responsabilidad nuestra.
– ¡Está bien, está bien! -dijo Jim.
– Entendedme. Si uno de esos chicos sufre el menor daño, te volaré la cabeza, Jim, y que Cristo me perdone.
Se presentó un camarero, con la pregunta:
– ¿Los señores van a tomar postre?
Berrington soltó la solapa de Jim.
Jim se alisó la chaqueta del traje con furiosos ademanes.
– ¡Maldita sea! -murmuró Berrington-. ¡Maldita sea!
Preston dijo al camarero:
– Tráigame la cuenta, por favor.
17
Steve Logan no había pegado ojo en toda la noche.
Gordinflas Butcher durmió como un tronco, dejando escapar de vez en cuando algún que otro suave ronquido. Sentado en el suelo, sin apartar la vista de su compañero de celda, Steve observaba temerosamente todos sus movimientos, todas las contracciones de su cuerpo, mientras se preguntaba qué sucedería cuando aquel individuo se despertara. ¿Buscaría camorra Gordinflas? ¿Intentaría violarle? ¡Le sacudiría una paliza sin más?
Steve tenía buenos motivos para temblar. En la cárcel, las somantas a los reclusos eran el pan nuestro de cada día. Muchos resultaban heridos, unos cuantos morían. A la gente que gozaba de libertad en el exterior aquello le tenía sin cuidado: pensaban que si los presidiarios se tullían o se mataban entre sí quedarían menos malhechores en condiciones de robar y asesinar a los ciudadanos decentes.
Steve no cesaba de decirse, entre temblores, que por nada del mundo debía dar la impresión de víctima. Sabía que al prójimo le iba a resultar fácil equivocarse con él. Tip Hendricks cometió ese error. Steve tenía aire de buena persona. Pese a su corpulencia, cualquiera diría, por su aspecto, que era incapaz de hacer daño a una mosca.
Y ahora tenía que parecer dispuesto a liarse a golpes con quien le provocara, aunque sin dar la nota de pendenciero. Sobre todo, debía evitar que Gordinflas viese en él a un universitario de vida sana y decente. Eso le convertiría en blanco perfecto de burlas, golpes accidentales, atropellos y, al final, la somanta. A ser posible tenía que dar la impresión de que era un delincuente endurecido. En el caso de que no lo consiguiera, sería cuestión de desconcertar y confundir a Gordinflas enviándole señales que le resultasen poco familiares.
¿Y si nada de eso funcionaba?
Gordinflas era más alto y robusto que Steve y posiblemente fuese también un experto en peleas callejeras. Steve poseía un cuerpo más proporcionado y tal vez se moviera con mayor rapidez, pero llevaba siete años sin pegarse enconadamente con nadie. En un espacio amplio, puede que hubiese mantenido a raya a Gordinflas y que hubiera salido sin lesiones graves. Pero allí, en la celda, la lucha sería sangrienta, ganara quien ganase. Si el detective Allaston dijo la verdad, Gordinflas había demostrado, en el curso de las últimas veinticuatro horas, tener instinto asesino. ¿Tengo yo instinto asesino?, se preguntó Steve. ¿Existe eso que se llama instinto asesino? Me faltó muy poco para matar a Tip Hendricks. ¿Me convierte eso en alguien como Gordinflas?
Al pensar en lo que significaría salir victorioso en una trifulca a brazo partido con Gordinflas, Steve se estremeció. Se imaginó al hombretón tendido en el piso de la celda, desangrándose, mientras él, Steve, se erguía sobre él como lo hizo sobre Tip Hendricks, y Spike, el carcelero, exclamaba mientras: «¡Por Jesucristo Todopoderoso, creo que esta muerto!». Más bien sería él quien acabase machacado a golpes.
Quizá debería mostrarse pasivo. Puede que se encontrara más seguro y a salvo permaneciendo hecho un ovillo en el suelo y dejando que Gordinflas le pateara hasta cansarse. Pero Steve no sabía si le iba a ser posible hacer eso. De modo que permaneció allí sentado, con la garganta seca y el corazón desbocado, con la mirada fija en el dormido psicópata e imaginando peleas, combates que siempre perdía.
Supuso que era un truco que los polis practicaban a menudo. A Spike el carcelero no le parecía nada fuera de lo habitual. Quizás, en vez de zurrar la badana a los detenidos en una sala de interrogatorio, para arrancarles la confesión, su táctica consistía en dejar que otros sospechosos les hicieran ese trabajo. Steve se preguntó cuántas personas confesarían delitos que no cometieron sólo para evitar pasar una noche en una celda con alguien como Gordinflas.
No olvidaría aquel trago, se lo juró a sí mismo. Cuando obtuviera el título de abogado y se encargara de la defensa de personas acusadas de crímenes nunca aceptaría como prueba una confesión. Diría: «Una vez me acusaron de un delito que no había cometido, pero que estuve a punto de confesar. Me he visto en tal circunstancia y sé lo que es». Luego recordó que si le declaraban culpable de aquel crimen lo expulsarían de la facultad de Derecho y jamás defendería a nadie.